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General: linchamientos
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من: albi (الرسالة الأصلية) |
مبعوث: 13/04/2014 17:05 |
Linchamientos
“Se agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos”, advierte el autor de esta nota.
Por Claudio Jonas * @
Cuando en una comunidad se manifiesta una ola delictiva, es habitual que se reaccione multiplicando la sanción de leyes represivas; cuando los ciudadanos, aborígenes o campesinos reclaman por sus derechos, los encargados de dictar leyes suelen hacer uso de sus poderes para encuadrar sus demandas por fuera de las leyes y habilitar el castigo. Las religiones amenazan con la ira de sus dioses y excomulgan –cuando son benévolas– o torturan y matan cuando no lo son; la escuela sanciona o excluye a los “malos alumnos” o a los que se portan mal. Las viejas escuelas de psiquiatría encierran y castigan a sus “enfermos”. Cualquier lector podría ampliar la lista, de manera tal que no queden dudas de que existe una convicción plena y generalizada en que la coerción y el castigo constituyen dispositivos formativos, correctivos y preventivos de primera línea.
De este botiquín reducido y pretencioso, aplicado cotidianamente en dosis indiscriminadas, se espera que evite o por lo menos atenúe la aparición de fenómenos de violencia, que desaliente la ola delictiva, que evite las adicciones y las aberraciones sexuales. Al mismo tiempo, esta herramienta multifunción debería estimular indiscutibles valores universales así como, en los alumnos, los escurridizos deseos de aprender.
Sin embargo, si comparamos los enormes esfuerzos destinados a esta labor con los magros resultados obtenidos, es notorio que las metas no se alcanzaron y que cada vez se vislumbran más remotas.
Más aún, es posible pensar que estas acciones punitivas, restrictivas, vindicativas, están más cerca de ser causantes que de ser correctoras.
En lo que a la violencia y al delito se refiere, ¿acaso es cierto que las religiones o las legislaciones seculares, con sus correspondientes penalidades, atenuaron su virulencia?
¿Cómo es posible que, mientras asistimos al incremento de todo aquello que es razonable considerar desencadenante de violencia y delincuencia, sigamos dilapidando esfuerzos en hacer desaparecer la violencia con más violencia?
Otro tanto ocurre con la sexualidad. Que la sexualidad es patrimonio de los seres vivos ya no será negado por nadie que esté en su sano juicio, pero la persistencia de luchas milenarias por dominarla y encaminarla, con fines sociales, morales o económicos, ¿ha hecho algo más que entorpecer y pervertir su naturaleza?
¿Y qué es lo que se ha impulsado para prevenir las adicciones? Casi nada que atienda a los factores causales y predisponentes.
Entonces, si no es muy aventurado afirmar que la mayor parte de lo que se ha intentado hasta el momento promueve o exacerba lo que se propone evitar, la alternativa que más nos acerca a las acciones verdaderamente preventivas debería replantear la educación, y las legislaciones que la complementan, desde una perspectiva que contemple las particularidades específicas de los problemas que aborda y no como un exabrupto reactivo a cada hecho indeseable.
Esta carencia no es un defecto que se pueda atribuir al desinterés y mucho menos a la mala intención, sino que se asienta en un error universalmente compartido: “Naturalmente” cada uno (cada familia, cada grupo, cada país, cada momento histórico) irá encontrando la mejor forma de atender los problemas que lo afectan. Pero como esa inspiración natural no existe en el ser humano, su ausencia se suple con una mezcla de sentido común, experiencias vividas, recomendaciones enfáticas pero sin fundamentos, prejuicios que se esgrimen como verdades absolutas, convenciones microculturales y mandatos tradicionales o reciclados: se agrede para combatir la agresión, se subordina para defender la libertad, se avasalla para exigir respeto, se coarta la naturaleza para que no se desvíe, se imponen caprichos para evitar caprichos, se instituyen formalidades para evitar desamores, se descalifica el verdadero sentir para conseguir buenos sentimientos.
Si prestamos atención reconoceremos que la violencia, en sus diferentes formas, está institucionalizada como método pedagógico, preventivo, curativo y disuasorio. La injusticia estructural de la economía globalizada no suele ser percibida como violenta por quienes no la padecen, por lo que suelen sorprenderse genuinamente cuando los que la sufren se violentan. Y convivimos con fundamentalismos religiosos, xenofobias, racismos, discriminaciones políticas, fanatismos deportivos, que son caldos de cultivo violentos. Estimulamos y toleramos el “machismo” como meta de identidad masculina. Fácilmente les atribuimos a los medios de comunicación la capacidad de generar las condiciones que incentivan la violencia delictiva juvenil tanto como la violencia reactiva contra ella. Si esto fuera cierto, ¿no sería más coherente pensar en las condiciones que predisponen a las personas a ser presas de la sugestión?
¿Qué otro saldo nos podría dejar el balance de esta administración de caducos, contradictorios y arbitrarios remedios caseros, que una enorme cosecha de amargos fracasos?
Frente a este panorama es lógico preguntarse, ¿es utópica la expectativa de políticas realmente preventivas?
No se trata de dejar todo a su libre curso, como se aduce para seguir haciendo más de lo mismo, sino de apuntar a lo que verdaderamente necesita un individuo para crecer con autonomía, con claro y efectivo respeto por sus derechos, con plena capacidad de goce y de defensa y por lo tanto sin verse compelido al desprecio por su propia vida o la de los demás.
¿Desde dónde impulsar un cambio de esta índole?
Desde todos los ámbitos posibles, entre los que no deberían estar ausentes los medios masivos de comunicación. En estos últimos, las opiniones en uno u otro sentido validan la repetición irreflexiva de una concepción autoritaria de la salud, la política y la educación o, por el contrario, invitan a ponerla en tela de juicio.
* Médico psicoanalista. Coordinador del curso de capacitación docente: “Claves para una pedagogía sin premios ni castigos”. Texto extractado del trabajo Castigar no educa, no previene, no cura, ni reforma.
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من: albi |
مبعوث: 13/04/2014 17:06 |
Esto nos hace peores a lo que él hizo |
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من: albi |
مبعوث: 13/04/2014 17:07 |
VIERNES, 11 DE ABRIL DE 2014
LA PATRIA EN EL OTRO AJENO
Por Liliana Viola
El 16 de junio de 1990, un ciudadano, un hombre común, congelado luego con un título de superhéroe argentino a los ponchazos como “El ingeniero Santos”, persiguió a los jóvenes Osvaldo Aguirre y Carlos González que le habían robado un pasacassette y los mató. En los medios, surcados entonces por la voz cantante de Bernardo Neustadt y por la neoliberal patovica que custodiaba la entrada a la patria con champagne, se abrió un debate sobre la justicia por mano propia: si era necesaria, si era gatillo fácil o si era un camino triste pero cantado. Tal vez no sea una casualidad que en el que se abre estos días a raíz de la serie criminal congelada como “los linchamientos”, el objeto sustraído haya sido otra vez un fetiche del consumo estándar, ni tan urgente como el pan ni tan suntuoso como un auto importado: un pasacassette, una cartera, un celular. Y que en lugar de un ingeniero (título que terminó de desprestigiar Blumberg) sean “los vecinos” o “la gente” el actor que empuña ese nosotros que no estaría aguantando más. Tampoco es un dato menor que los números de las encuestas no coincidan con los de las estadísticas. En estas últimas, el número de muertes o robos en la Argentina no son insignificantes ni mucho menos, pero no tiene la potencia de una alarma que suena sin pausa: “con menos de 6 crímenes mortales cada 100.000 habitantes, las cifras argentinas son muy similares a las de Uruguay y apenas por encima de los registros en Chile” (apunta entre otros datos el informe de la ONU, “Seguridad ciudadana con rostro humano”).
El debate no apunta al episodio sino al bulto y a declarar la tolerancia cero (una vecina, sin advertir el fallido, se quejaba en televisión de que últimamente hay muchos chorros que están robando sin armas). La pregunta sobre si hay justificación al linchamiento se postula por encima del episodio nimio que justamente por su nimiedad cobra carácter de ejemplar, va más allá del nombre de la víctima/culpable (en todos los titulares el nombre de David Moreira se reemplaza por una categoría que lo arrasa, “un ladrón”, que a medida que la buena conciencia va despabilándose pasa a ser “el presunto ladrón”) y se dirige alevosamente hacia la categoría “joven malviviente y tal vez consumidor” cuya estirpe deja sin efecto la diferencia entre manotear una cartera y asesinar a una familia, haberlo intentado y haberlo hecho, hacerlo por primera vez o pertenecer a una red. Estos son asuntos de la Justicia, pero no de la mano propia. Para la mano propia ese sujeto siempre está asesinando a una familia y además no es un individuo sino una gota, la que rebasa el vaso. Digresión santa: ¿A ningún devoto le habrá hecho ruido el escarnio al ladrón cuando hace tan poco el Papa confesó él mismo haber robado, y se refirió a un ladrón que todos llevamos dentro?
Los movimientos sexuales del siglo XX, desde el feminismo hasta el activismo lgbtti y la filosofía queer vía Foucault, aportan algunas claves no sólo para pensar la construcción cultural de las identidades sexuales y de las antinomias de homosexual/hétero, hombre/mujer, sino también la de la emergencia de más sujetos sombríos (esclavos, negros, indígenas, putos, hermafroditas, lesbianas, discapacitados), que tienen en común su incapacidad de reproducir/reproducirse en un régimen productivo en términos capitalistas, heterosexuales, morales y procreativos. La construcción de los Estados-nación en el siglo XIX apeló a demarcar todo lo que no quedaba del lado de la Patria y clasificar al resto en hospicios, cárceles, consultorios médicos. Pero estamos a comienzos del siglo XXI y la productividad se mide en otros términos, tecnología mediante, y algunos de estos actores se han vuelto productivos y merecedores de derechos. Los linchamientos a homosexuales continúan en manos de algunos “nosotros” rezagados y de otros que hacen la vista gorda, pero la gran diferencia es que ya no son objeto de debate. Debatir sería avalar. Occidente lee con espanto una noticia que viene de Uganda o de cualquier país lejano: “Una turba armada con garrotes de madera y barras de hierro dispuesta a ‘limpiar’ su vecindario de homosexuales arrebató a catorce varones jóvenes de sus camas y los atacó”. Se les quita ayuda económica y se sigue la ruta de exterminio civilizado donde los que caen son otras gotas de agua. La pregunta, aprovechando el marco referencial y teórico de las teorías feministas/queer, es por el destino de aquellxs que continúan sin voz y por fuera. ¿O acaso no se dice, sin fundamentos ciertos, que las víctimas del paco están perdidas de entrada y que no tienen capacidad de recuperación?
La frase mal hecha
Las diferencias de penas entre las que se otorgan cuando somos “la gente” y cuando somos “la justicia institucional” –es verdad– son abismales: el dilema del ingeniero Santos se resolvió en la opinión pública con el título de “justiciero” y en la Justicia con un juicio penal y otro civil. En el primero, fue condenado en 1995 a tres años de prisión en suspenso por homicidio con exceso en la legítima defensa; en el otro debió resarcir económicamente a los familiares de sus víctimas. La Justicia institucional, más allá de lo que se crea, no hace la vista gorda que la verborragia televisiva denuncia. Y es cierto, a veces no se puede cumplir con lo que el sentido común reclamaría: los que cometieron el asesinato en Rosario no entran por una puerta ni salen por la otra, no han sido registrados, ni hay testigos que los denuncien. Un ladrón menos, se dice por ahí. Un grupo criminales nuevos y probos que no consideran la obligación de entregarse a la Justicia.
Justicia por mano propia es un latiguillo que en su reiteración esconde su condición de látigo. La mano propia puede firmar una denuncia, vengarse, defenderse, atacar, pero no puede impartir justicia. Y si lo intenta, la mano alzada define temporariamente como justicia lo que un “nosotros” equívoco y provisorio entiende como (su) bien común. Lo propio es justamente lo contrario de lo justo. Justicia por mano propia encierra, como casi toda metáfora muerta, una contradicción y un caso cerrado. La metáfora se extiende, hoy puede leerse en más de un medio que “algunos entrevistados vieron con buenos ojos el ejercicio de la ley por fuera de los caminos institucionales” sin el menor resquicio de duda frente a que el ejercicio de la ley por fuera no sea una contradicción en términos. Nuevamente, del feminismo y la militancia de las sexualidades disidentes llega la advertencia sobre ciertas cristalizaciones del lenguaje: si la fórmula “crimen pasional” encubre al asesino con un halo de romanticismo, veneración, fidelidad y amor del bueno; “justicia por mano propia” encubre a este “nosotros” que nació con derechos adquiridos por fuera de la ley.
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