En los días que corren, una gran parte de la ciudadanía, los medios de comunicación, los políticos e intelectuales no cesan de manifestar su repudio ante los últimos acontecimientos de violencia social, los denominados “linchamientos”. Todos estos actores sociales se encuentran enfrentados alrededor de un debate estéril e improductivo, que se pregunta si es peor matar a robar, si está bien o no linchar a un semejante en defensa propia, si en estos casos es válida la llamada “justicia por mano propia”. Sin embargo, las perspectivas de las dos posiciones teóricas en pugna presentan algunas similitudes: ambas implican análisis que no avanzan más allá de los límites planteados por las categorías morales, que suponen exclusivamente la actividad del juicio sobre el bien y el mal. Casi todos estamos de acuerdo y diagnosticamos lo que se presenta como obvio, que en los linchamientos no se cumple el pacto o contrato social que, según Hobbes, es aquello que permitiría salir del estado de naturaleza fundando el Estado. Verificando su fracaso, cabe preguntarnos cómo hay que proceder sabiendo que en aquellos países en los que se aumentó el castigo a la violencia y a los hechos delictivos, la problemática de la inseguridad no mejoró. ¿Deberíamos cambiar la “naturaleza del hombre”, como denominaba Hobbes a las pasiones, para que la gente obedezca dicho contrato, o más bien es necesario empezar a pensar lo social con otras categorías, diferentes de las propuestas por los teóricos contractualistas (Hobbes y Rousseau, digamos) cuatro siglos atrás?
Nos parece pertinente recuperar, para la teoría política, la noción de derecho natural, aquello que podemos llamar los infinitos modos de potencia de la sustancia infinita de Spinoza, la cual, desde el surgimiento de la modernidad hasta el presente, ha sido olvidada y descalificada por las teorizaciones moralistas. Objetamos la perspectiva moral como categoría fundamental para organizar y pacificar las relaciones sociales, porque consideramos que ella no resuelve sino que más bien incrementa la hostilidad. Creemos que la “solución” moral universal conforma una sutura inadecuada frente a los problemas que plantea la vida en común. En ella, uno de los “remedios” para coartar la sexualidad y la agresividad termina por ser uno de los males más peligrosos tanto para el sujeto como para la cultura. La cuestión a ser pensada es cómo producir efectos de libertad y potencia común desde una ética, entendida como infinitos modos de vida de la potencia infinita. La práctica ininterrumpida de una potencia democrática, colectiva e instituyente, no transfiere su virtud política ni la depone ante instituciones meramente procedimentales; por el contrario, genera y anima continuamente esas instituciones que son expresiones de la potencia democrática. El conocimiento y la política, reconociendo la capacidad de pensar y actuar de todos, son las dos grandes vías que conducen hacia la vida buena, dice Spinoza. Si dejáramos de objetivar y silenciar al sujeto trazándole destinos, si evitáramos considerarlo como cognoscible, calculable y manipulable como a una marioneta, sólo allí surgiría la posibilidad de realización de la potencia democrática esbozada por Spinoza; una potencia singular y colectiva a la vez es la única garantía contra el racismo.
Una construcción política supone una invención común en la que hay lugar para lo singular y lo colectivo a la vez “no exenta de desacuerdos ni de antagonismos simbólicos” haciendo comparecer lo imposible, que no se confunde con la impotencia.
* Psicoanalista. Docente en la UBA. Fragmentos del trabajo “Linchamientos: ¿Otra sociedad es posible?”.