Según relata Walter Pernas en Comandante Facundo, el ahora presidente de Uruguay, que había perdido los dientes en el trascurso de las palizas que le atizaban de forma habitual, llegó a comerse el papel higiénico y el jabón, además de las moscas que acudían a su celda (con frecuencia un simple agujero) atraídas por el olor a mierda que despedía el preso. Había chupado, con sus encías desnudas, en busca de un poco de calcio, los huesos que le arrojaban sus carceleros después de que los perros los hubieran limpiado. Bebió su propia orina, durmió durante años sobre suelos de cemento, expuesto a fríos intolerables y a calores asfixiantes. Había pasado semanas o meses sin ver la luz, años sin hablar con nadie que no fueran las ratas o los insectos que convivían con él o le hacían visitas. Perdió la noción del espacio y del tiempo, deliró, adelgazó hasta ser capaz de contar cada uno de los huesos de su esqueleto. Se cagaba y se meaba encima porque, fruto de los golpes, las balas y la deficiente alimentación, sufría problemas renales y digestivos. Cuenta el aludido Walter Pernas que no podía caminar erguido, como un hombre, y que en los momentos de mayor deterioro físico y psíquico los militares llevaban a sus hijos a la cárcel para que vieran a la bestia y la insultaran. Viajó, en fin, varias veces hasta el borde mismo de la muerte de donde regresaba alucinado, con los ojos hundidos y sin masa muscular sobre la que sostenerse. Lo llevaban y lo traían de una prisión a otra, de un agujero a otro, como un saco de mercancía inmunda, arrojándolo sin contemplaciones sobre la caja del camión militar y sacándolo de ella a patadas. Conocedores de su diarrea crónica y de sus problemas urinarios, los carceleros desoían sus súplicas para que lo condujeran al retrete. Fruto de su constancia, y de la de su madre, logró, al cabo de los años, que le dejaran poseer un orinal del que no se separaba y que se convirtió increíblemente, con el paso del tiempo, en el símbolo de una victoria moral sobre sus secuestradores. Abandonó la cárcel abrazado a él, convertido ya en una maceta de flores. Apenas llevaba cuatro días libre, cuando pronunció un discurso político en el que resultaba imposible encontrar un vestigio de resentimiento. La naturaleza, suele decir, nos ha puesto los ojos delante para que miremos al frente.
Fuera, Manuela! –volvió a gritar José Mujica a la perra de tres patas.
Manuela se apartó y entramos en la casa, que olía a humedad.
–Uruguay se está tropicalizando –dijo Mujica–. No sé cómo hay gente que niega todavía el cambio climático.
Nos sentamos en la estancia de la entrada, que era también la pieza de distribución del resto de las habitaciones (un dormitorio, el baño y la cocina: unos cuarenta o cuarenta y cinco metros en total) y yo advertí con horror que esperaba de mí que le hiciera una entrevista. Me puse a ello, pues.
A la primera de mis preguntas respondió que los gobernantes ya no mandaban nada.
–¿Quién manda entonces? –pregunté.
–Los grandes poderes financieros. Ya no es el perro el que mueve la cola, sino la cola la que mueve al perro.
–¿Y usted le dice esto a los jefes de Estado o los presidentes con los que se reúne?
–Sí.
–¿Y qué le dicen?
–Me dan la razón, pero miran para otro lado. Cultivan la ilusión de volver a ser presidentes, no se atreven a pegarle al enemigo más fuerte que existe. Disimulan, pero somos juguetes.
–¿Cómo ha logrado gobernar durante casi cinco años siendo consciente de esas limitaciones?
–Este es un paisito muy especial. Más del 50% del movimiento bancario está en manos del Estado. A los uruguayos nos educan en que, cuando tenemos un peso, tenemos que ir al Banco de la República, que es el banco del Estado. Y no es que nos trate bien, solo falta que nos peguen, pero tenemos confianza en él. La banca privada es débil.
–Todos los sectores estratégicos de Uruguay están nacionalizados.
–No me eche la culpa a mí. Cuando yo nací, ya estaba todo así, es una construcción de la historia.
Mientras hablamos, y como la puerta se ha quedado abierta, por el calor, entra Manuela, entra un galgo cojo, entra otro perro de raza indefinida, todos nos huelen, nos piden caricias, creo que entra un gato también que se frota el lomo contra mis piernas, las moscas zumban excitadas… Fuera, mezclado con el ruido de la lluvia, se escucha de vez en cuando un alboroto de gallos. Observo a Mujica y me parece que va y viene dentro de sí mismo, como si tuviera una trastienda en la cabeza. Cuando regresa de la parte de atrás, se asoma al mundo con un punto de cortesía y otro de malicia. Me pregunto qué interés podemos despertarle este par de españoles. Me pregunto también si sus respuestas son tan mecánicas como mis preguntas. Dice que Uruguay es un país rico venido a menos, que se echó a dormir cerca de la década de los sesenta, tras salir campeones del mundo en Maracaná.
–Cincuenta años de nostalgia –añade.
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