El pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo, nacido en la peor de las circunstancias imaginables que pueda atravesar un cuerpo social, acaba de ser declarado en la Cámara de Diputados "emblema nacional argentino". El proyecto había sido presentado por el diputado del FPV Leandro Grosso, y cosechó 176 votos a favor, 7 en contra –entre ellos, 4 del Frente Renovador y 2 de Unión PRO–, mientras que cuatro legisladores se abstuvieron, incluidos los representantes de los partidos de izquierda.
El abrumador resultado de la votación legislativa no ahorró el debate posterior. En cualquier otra circunstancia del sistema institucional, una diferencia de 169 votos sobre un total de 187 voluntades habría vuelto innecesarias mayores consideraciones. No fue este el caso. Que entre la democracia argentina haya legisladores que, 38 años después del golpe y el comienzo del genocidio, consideren inconveniente para el futuro del país que el pañuelo blanco sea declarado "emblema nacional", resulta inquietante.
El diputado del Partido Obrero, Néstor Pitrola, que se abstuvo, explicó que su fuerza consideró que el ejemplo de las Madres debe quedar excluyentemente "en el campo de la historia de las grandes luchas". Como si fuera un objeto viejo, en desuso, propio de los museos. Contemporáneo de lo que ya pasó. Es notable el argumento de Pitrola para justificar su indecisión. Cuando su partido alcanzó en las PASO la posibilidad de competir electoralmente, a su dirigente máximo no le importó dejar la tradición antisistémica del trotskismo de lado y aceptó gustoso brindar con champagne Dom Pérignon con Chiche Gelblung. Consintió no sólo las reglas de la democracia burguesa, sino hasta las más mezquinas normas del rating televisivo.
"No me parece que el pañuelo sea un símbolo patrio que una a los argentinos", dijo, en cambio, Patricia Bullrich. Esa declaración es la exacta continuidad de aquella otra formulada por el bonaerense Eduardo Duhalde, quien había propuesto "parir en 2011 un gobierno para todos los argentinos, para el que quiere a Videla y para el que no lo quiere".
Evidentemente, la unidad nacional que ansía la derecha no tiene en la denuncia del genocidio y la reivindicación política de quienes lucharon por un país infinitamente menos desigual su común denominador.
De ahí, precisamente, el edificante efecto de la declaración, que pretende cimentar en la memoria social de los argentinos y en todas las expresiones simbólicas y formales del Estado la lucha de las Madres. El pañuelo blanco representa el avance político ideológico y su huella en la cultura, que atraviesa el país desde hace 11 años. El pañuelo jamás podría haber sido reivindicado por el Estado en todos los años previos al 25 de mayo de 2003. Y al mismo tiempo, sin la vigencia, la potencia simbólica y la carga política de ese emblema, jamás el presidente de la Corte Suprema habría declarado que la investigación y sanción penal de los genocidas es política de Estado de un Poder Judicial que todavía contiene grandes enclaves conservadores y autoritarios.
No olvidar: el pañuelo blanco fue durante muchos años (y no hablamos sólo del periodo dictatorial) mala palabra. Las Madres fueron tratadas por la "democracia" alfonsinista de "antinacionales". Ciertos radicales y no pocos "progres" que hoy las corren por izquierda, llegaron a reclamar su salida de la Plaza porque, según ellos, una vez recuperada la civilidad no había motivos para seguir resistiendo. Cuando fue dictada la tibia sentencia en el mal llamado Juicio a las Juntas (en verdad lo fue sólo a los Comandantes de las tres primeras Juntas, que encabezaron Videla, Viola y Galtieri, mientras fue exceptuada la de Bignone, que pactó con los radicales la entrega del poder), el fiscal Strassera suspendió la lectura de su alegato hasta tanto Hebe de Bonafini se quitara de su cabeza el pañuelo blanco, porque el Tribunal entendía que ese era un "símbolo político".
En suma: la derecha siempre quiso ningunear a las Madres. Su surgimiento en medio de la noche genocida es el viejo topo que rompe por abajo, desde adentro, la represión intrínseca a un feroz sistema de dominación. Esa negación con que fueron (y son) tratadas por las clases poseedoras fue, sin embargo, constitutiva de su identidad política, entre otras factores condicionantes. Las Madres son las grandes negadas de la historia oficial, que a fuerza de su empuje militante han ocupado con peso propio su lugar en esa historia.
La dictadura quiso impedirles su presencia en Plaza de Mayo y por eso empezaron a marchar; la democracia vigilada pretendió encerrarlas dentro de un testimonio llorón, supeditarlas a la muerte, y desde esa cárcel sin rejas que es el miedo, la antipolítica y el reclamo individual, salieron al sol de la lucha revolucionaria y la socialización de la maternidad. Su aporte histórico-social no es sólo una marca en el discurso político, sino una potente huella cultural. Sin dudas, hay un antes y un después de las Madres en la cultura de Occidente.
La izquierda partidaria también tuvo lo suyo con las Madres. Y ellas con esa izquierda. Las Madres le contestaron, puntualmente, todas las veces que creyeron necesario hacerlo. Con altura, y siempre dirigiéndose a ellos como "compañeros", contrarrestaron sus críticas con principios y decisión y, esencialmente, manteniendo la marcha en la Plaza de Mayo como última garantía de su verdad. Las que no sabían hacer política, las foquistas y sectarias, las que no leyeron el ABC del marxismo, llegaron hasta acá y disputan poder. No una banca legislativa, sino poder popular, ese que se construye desde abajo, bien abajo. Embarradas hasta más arriba que el tobillo, se meten otras vez en las villas miseria y barrios más alejados del centro, para fundar las bases y proyectar las grandes coordenadas de la nueva clase obrera, esa que creció como yuyo desflecado en los bordes abandonados de la página social. La hija no reconocida del capitalismo financiero y transnacional, el hecho maldito del país del terror, está aquí: las Madres de Plaza de Mayo. Cada vez más grandes de edad y en sabiduría, todavía insisten en cambiar el orden social vigente y refundar el país, en la perspectiva de la unidad nacional. Pero no cualquier unidad, sino la única posible para ellas: la de la libertad bien entendida, la Justicia sin adjetivos, y el reparto igualitario de la riqueza. Que nadie se confunda con ellas.