Resuenan a mi espalda, intermitentes, los pasos del olvido. Son una sombra más, inseparable, enredada a mis pies. No son aullidos sacudiendo la tarde silenciosa, ni ultrajes dichos al pasar, ni gritos. No resuenan violentos,iracundos, mas bien amortiguados, clandestinos; no de insultos clavándose en el pecho, sino de golpes en la espalda, al ritmo de mis propias pisadas, como si alguien me siguiera de cerca en el camino. No se amortiguan por las zonas lúcidas, farolas en la calle, pasadizos frente a viviendas bien iluminadas, o al cortar por los ruidos de los bares abiertos; ni avivan su rumor por los más íntimos lugares de la noche, donde se funden los amantes tímidos. Llevan el firme tono inexorable de la misión tenaz, del veredicto. Nadie los oye, sino yo. Parecen ir al mismo compás de mis latidos. Tal vez hay cierta afinidad entre ellos, aparte de ese traqueteo cíclico. Los escucho en la noche, y a la aurora, en pleno día y al ocaso tibio; me siento perseguido, aprisionado. Tienen la persistencia del martillo sobre el yunque del tiempo, que no consigue bloquear mi oído. Me siguen sus pisadas, me castigan sus ruidos. Cuando canta el amor, llueve armonía bajo el cielo azulado, cristalino. Cuando calla el amor, se hace el silencio, tan alucinador, tan expresivo. Cuando el amor se esconde o nos deserta, nos hostigan los pasos del olvido. Nuevos Orestes somos, que las Furias persiguen inclementes a un exilio de sombras de recuerdos, sufriendo, aunque sin crimen, el castigo.