La noche anterior al viernes 5 de agosto de 1994 la barriada habanera de La Víbora sufría uno de los tantos apagones a los cuales "el período especial en tiempos de paz" (eufemismo con que el Gobierno denominaba la profunda crisis económica) nos tenía acostumbrados. A las 7 de la mañana todavía no había venido la electricidad. Sin ventilador, estaba empapado de sudor. Me levanté y decidí bañarme, con un cubo de agua (tener ducha era un verdadero lujo).
Ya en mi casa habían comprado los cinco panes que nos tocaban por la libreta de racionamiento, agarré el mío y me lo comí, a capela (la mayonesa, la mantequilla y el queso crema también eran un lujo). En el refrigerador quedaba un poco de yogurt, le eché azúcar y me lo tomé. Salí con el único short bermuda que tenía, una vieja camiseta sin mangas y unas chancletas gastadas. Me senté en la esquina, a hablar con varios amigos, que estaban tomando fresco y dejando correr el tiempo. Era lo mejor que se podía hacer en el caluroso verano de 1994 si no se quería tener problemas con la Policía y la Seguridad del Estado.
Enseguida, el tema de conversación se centró en lo que entonces era una obsesión para los habaneros: ver cómo podían llegar a la Florida sin ser detectados por guardacostas cubanos o estadounidenses y, sobre todo, no ser merienda de tiburones.
En eso estábamos, cuando un amigo llegó corriendo y nervioso nos pregunta si no habíamos escuchado la última noticia, que parientes de Miami lo habían llamado y le habíán dicho que estaban preparando embarcaciones para recoger a todos los que quería irse, que ya había mucha gente congregándose a lo largo del Malecón.
Subí rápido a la casa, me cambié las chancletas por el único par de tenis, igual de gastados, pero más resistentes que teníá. En eso, mi madre me dijo que desde España había llamado Lissette Bustamente, una periodista amiga que trabajaba para el diario español ABC para saber si nos habíamos enterado de lo que estaba pasando por el Malecón (en aquella época, casi siempre nos enterábamos de lo que pasaba en Cuba por llamadas de periodistas y amigos en el exterior). Lissette quería saber si por la televisión estaban diciendo algo, le dijo que nuestro televisor -ruso, de la marca Krim- llevaba más un año roto, que yo iba a ir a casa de una vecina, a ver si estaban dando alguna información. No le comenté a mi madre sobre el rumo que ya estaba circulando por la calle y lo que hice fue quitarme la camiseta sin mangas y ponerme un pulóver, por si las cosas se complicaban.
Cuando bajé, un chofer de la ruta 15, cuyo paradero o terminal en aquel tiempo quedaba al doblar de la casa, había logrado sacar una guagua y nos invitaba a montarnos e irnos con él, para llegar más rápido al caos que en cuestión de horas se formó por las céntricas avenidas del Puerto y Malecón, en el Paseo del Prado y los barrios marginales de la capital, como Colón, San Leopoldo, Jesús María y Cayo Hueso.
Para ganar tiempo, el chofer desvió el trayecto de la 15, un ómnibus que hacía uno de los recorridos más largos de la ciudad, atravesando zonas populosas de los municipios 10 de Octubre, Cerro, Centro Habana y Habana Vieja. Durante el viaje, al vehículo fue subiendo gente ansiosa por llegar a las proximidades del Malecón, por si se producía una nueva estampida migratoria como la de 1980, cuando por el Puerto del Mariel se fueron más de 125.000 cubanos.
De aquel día, lo que más grabado se me quedó fue una multitud, mayoritariamente formada por negros y mulatos, gritando ¡Abajo Fidel! y ¡Abajo la dictadura!
Cerca de las 8 de la noche regresé a la casa. En el televisor de la vecina de enfrente, mi madre había visto cuando el gobernante cubano, rodeado de escoltas con armas largas, se bajaba de un auto frente al Capitolio. Ella no sabía de dónde yo venía y quiso compartir conmigo la escena trasmitida por la televisión cubana: "Iván, cuando vieron a Fidel, los que hasta ese momento estaban gritando contra él, enseguida empezaron a aplaudir y darle vivas. Eso es prueba de las dos caras y del temor de este pueblo, por eso esta dictadura va a durar 100 años o más", me dijo.
Amalia Gutiérrez vivía en la calle Gervasio, en pleno barrio de San Leopoldo, cuando escuchó aquella gritería al otro lado de sus persianas. Roberto Pascual era un paciente que aguardaba por una hemodiálisis a las afueras del Hospital Hermanos Ameijeiras. Y Vivian Bustamante vendía pizzas ilegales cerca de la Embajada de España. Los tres fueron testigos ocasionales, aquel 5 de agosto de 1994, de la mayor explosión social ocurrida en Cuba en los últimos 55 años. Ninguno sabía lo que sucedía, pero los tres sintieron miedo, curiosidad y angustia.
"Vi venir corriendo un montón de gente con poca ropa, bueno de la forma en que todos nos vestíamos en aquellos años", cuenta la vendedora furtiva. "Yo cogí miedo, me mandé a correr y me escondí en una escalera en la misma calle Malecón", refiere la mujer que aquel viernes dice haber visto "la cosa más impresionante" de su vida. En la entrada de un casa en altos encontró una concavidad, que alguna vez sirvió para un motor de agua, y allí se escondió. Por una ranura de la puerta pudo ver el "corre-corre" y la posterior represión. No salió de aquel hueco hasta que cayó la noche.
Todo había comenzado días atrás. Las lanchas que hacían el trayecto de La Habana a Regla y a Casablanca fueron secuestradas en tres ocasiones en menos de quince días, con el objetivo de servir para emigrar hacia Estados Unidos. Por toda la ciudad se corría el rumor de otro posible Mariel y de una apertura de las fronteras para todo aquel que quisiera marcharse.
La propia Vivian lo narra con sus palabras. "Estábamos viviendo momentos muy duros, yo tenía el truco de lavarme la boca para hacerme creer que había comido y poderme acostar a dormir con aquel estómago vacío, pero hubo un momento que hasta la pasta dental me faltó". Su historia es común entre quienes vivieron el Período Especial. Sin embargo, el estallido social la tomó desprevenida. "Nunca me imaginé que aquello era una protesta, primero pensé que la gente estaba corriendo para ver alguna bronca, pero después me di cuenta que pasaba algo más grave".
"Primero pensé que la gente estaba corriendo para ver alguna bronca, pero después me di cuenta que pasaba algo más grave”
Roberto murió hace diez años, pero su anécdota de aquellos días ha quedado dando vueltas en la familia. Su hijo nunca había visto a su padre tan asustado como ese 5 agosto de hace ya veinte años. "Esperábamos que lo dializaran cuando las enfermeras empezaron a cerrar las puertas del Cuerpo de Guardia y llamaron a los pacientes para que nos guareciéramos adentro", explica sobre aquellos primeros minutos en que comenzaron a darse cuenta de que algo ocurría. "Se armó tremendo tropelaje y nadie sabía decirnos qué pasaba".
Varios doctores iban y venían cuchicheando. Una señora de la limpieza, que había hecho buenas migas con Roberto, lo llamó a un lado. "La gente se tiró para la calle", dijo la mujer con una sonrisa de lado a lado, "ahora sí se puso malo esto", completó. Después sabrían que algunos doctores y empleados del más grande hospital de Cuba habían subido hasta los pisos más altos para mirar desde las ventanas la batalla campal que se desarrollaba allá abajo. Ese día Roberto se quedó hasta tarde allí, hasta que le realizaron su procedimiento.
Amalia lo vivió con mayor intensidad. Las ventanas de su casa daban directamente a la calle Gervasio cerca de San Lázaro. Su puerta estaba abierta cuando empezó a ver a la gente correr y gritar. "Los más recalcitrantes del CDR se escondieron, mucha gente cerró las puertas para no meterse en problemas", recuerda al hablar sobre aquel día en que todo estuvo a punto de cambiar. "Eran especialmente personas muy pobres, se les veía en la manera de vestir, gritaban y algunas blandían palos o piedras". Cree haber identificado a varios vecinos de su zona también entre la multitud.
La represión corrió a manos de paramilitares escondidos bajo las vestimentas de trabajadores de la construcción
La represión de aquella protesta popular corrió a manos de la policía y también de paramilitares escondidos bajo las vestimentas de trabajadores de la construcción. El contingente Blas Roca jugó un papel protagónico en sofocar la rebelión. Los constructores lo hicieron a sangre y ladrillo, como les habían enseñado. "Fue criminal lo que hicieron, dieron golpes con cabillas y trancas de metal, frente a la puerta de mi casa cayó un joven con la cabeza tinta en sangre, nunca supe ni cómo se llamaba". Amalia fue de las que tampoco se atrevió a salir.
Uno de los motivos del fracaso del Maleconazo fue precisamente la ausencia de muchos actores sociales en la explosión popular. Los motivos de Amalia, Roberto y Vivian pueden resumirse en miedo a salir lastimados físicamente, falta de información sobre lo que ocurría y temor a perder las pocas pertenencias que el Período Especial aún no les había arrebatado.
Coda y lecciones
El Maleconazo fue demasiado breve para conocerse a tiempo. Ocurrió en una Habana sin teléfonos móviles, con un transporte totalmente colapsado y donde los propios vehículos privados tenían serias dificultades para encontrar combustible que les permitiera echar a andar. Barrios con altos índices de pobreza e inconformidad, como San Miguel del Padrón, Cerro, Guanabacoa, Arroyo Naranjo y las zonas de Centro Habana más próximas a la calle Zanja, sólo se enteraron de lo ocurrido horas después de que la sublevación estuviera apagada.
La falta de refuerzos agotó a los que prendieron la chispa y los dejó cercados por una tenaza represiva que se cerró sobre ellos, sin que nuevas fuerzas llegaran en su auxilio. El hecho de que la revuelta se desarrollara en un lugar tan expuesto como la avenida del Malecón demuestra su espontaneidad. Los manifestantes estaban acorralados contra el muro del malecón. No había salida. El lugar que debió haber sido su escapada y su horizonte se transformó en la peor ratonera.
De haber derivado aquella turba incontrolada por calles como el Paseo del Prado, la avenida Galiano o Belascoaín se hubiera visto alimentada por barriadas con un alto sentimiento antigubernamental.
El motor impulsor de la revuelta no fue el cambio político sino la emigración, y eso fragilizó al Maleconazo. Cuando muchos de los que participaban en la protesta comprendieron que no habría lancha para marcharse, entonces se alejaron de la multitud y en el peor de los casos se dedicaron a saquear tiendas y hoteles. No los unía un objetivo democrático, sino los instintos más primarios del ser humano: el miedo, el hambre, la huida como protección.
La ausencia de un liderazgo articulado también conspiró contra la revuelta. A falta de un guía que gritará "¡Vamos por aquí!" o "¡Vamos por allá!", el alud de gente se dispersó y fue blanco fácil de las tropas represivas. Tampoco a "cuello pelado" era posible hacer mucho en medio de una multitud que se desplazaba por kilómetros de malecón y no recibía orientaciones.
El Maleconazo estaba condenado a ser aplastado. Sin embargo, fue un llamado de atención, una sacudida, que obligó al Gobierno a abrir las fronteras al éxodo masivo de unas 30.000 personas y a tomar una serie de medidas flexibilizadoras de la economía que dieron un respiro a la población. Las pequeñas burbujas de autonomía y de desenvolvimiento material que llegaron después, se las debemos a esos hombres y mujeres que enfrentaron los golpes y las injurias.
El Maleconazo demostró también la apatía de una población aletargada, que observó más que participó en esos acontecimientos. En lugar de unirse a la revuelta, Amalia, Roberto y Vivian se escondieron detrás de las persianas y esperaron "a que pasara, lo que tenía que pasar".
Yo estaba jovencitica cuando pasó eso, pero ya me estaban entrando a palo y llevándome detenida.En el barrio se comentaba que algo gordo había pasado en el Malecón ,pero nadie sabia qué ,hasta que llegó mi viejo que trabajaba en el Hospital Fajardo , y ahí nos contó que cientos de gente llegaron con cráneos ,mandíbulas, pómulos, piernas ,brazos y costillas fracturadas ,a los que le fracturaron la cabeza y las clavículas ,los operaron ,pero los que le fracturaron los pómulos ,esos se tuvieron que joder y quedarse con la cara desfigurada Ahh! Así les decían, Pa’ qué te metiste a joder la pita así que ahora te jodes y te quedas desfiguarao.
Si, pero ahora el Señor Quico va a decir que es mentira o Que bonitos nos vemos los cubanos en los videos.
Paramilitares del Blas Roca, 20 años después del Maleconazo “…les caímos a golpes. Hubo uno que salió muy mal y hasta pensé que lo habíamos matado (ríe).
No sé qué pasó después con él, pero aún me acuerdo de ese tipo, el pobre…”
Fidelito y Jonni paramilitares del Blas Roca, 20 años después del Maleconazo.
Ernesto Pérez Chang | La Habana, Cuba |
La madrugada del 13 de julio de 1994 fue una jornada sangrienta. Los sucesos del remolcador “13 de Marzo” -fueron masacradas decenas de cubanos solo por intentar escapar de un país convertido en cárcel-, aún están en la memoria, a pesar del silencio mediático que el gobierno ha impuesto alrededor del asunto.
La muerte de mujeres, niños y jóvenes a solo unas pocas millas de las costas cubanas en medio de un arrebato de desesperación por parte de las autoridades cubanas, resultó entre los detonantes de los actos de protesta que alcanzaron su clímax el 5 de agosto, en los sucesos conocidos como El Maleconazo.
Son numerosos los factores que impidieron que ese verano se convirtiera en una primavera de cambios políticos para Cuba; sin embargo, el empleo de los típicos mecanismos de represión basados en la extorsión y el chantaje a las clases más necesitadas, jugaron un papel definitorio.
Fue a finales de los años 80 que en Cuba comenzaron a tomar medidas para evitar desenlaces como los del socialismo en Europa del Este. La creación de contingentes obreros (de obras estructurales) fue la justificación para disponer de una especie de grupo represivo alternativo que enmascarara el uso de la fuerza, durante las olas de protestas que se avecinaban como por “contagio”.
Los testimonios de dos ex trabajadores del contingente Blas Roca que participaron en los sucesos del 5 de agosto y en otros actos represivos, confirman el carácter castrense de esa empresa constructora estatal.
Fidelito (a quien le llaman así por su paródica imagen) y El Jonni, dicen haber trabajado durante más de diez años en el Blas Roca. Aseguran haber pertenecido a la brigada que tenía su campamento en Guanabacoa. El primero, que antes había cumplido misión militar en Angola, se desempeñaba como soldador; el otro, como ayudante de cocina. Actualmente no tienen empleo y deambulan por ahí pidiendo dinero a los turistas.
Fidelito: Ese día estábamos terminando los techos de unos almacenes en la Habana del Este y llega Arnaldo [el jefe de brigada] y nos dice que dejemos todo y nos montemos en el camión. Nos grita que cogiéramos palos y hierros y que subamos pero no nos dice a dónde nos llevan.... Ya sabía de qué se trataba porque cuando entré al contingente en marzo me habían hablado de ese tipo de cosas que debíamos hacer. Nos hablaban de eso en los matutinos y hasta teníamos que poner en las planillas que estábamos dispuestos, como cuando me mandaron a Angola y yo era solo un muchacho. Yo tenía una niña con la que era mi mujer en Las Tunas y dos hijos más con otra. Si decía que no, perdía el trabajo y no podía darme ese lujo. Los salarios eran bajos, pero la cosa estaba mejor que en otros lugares, así que tenía que hacer lo que me dijeran. Cogí el cabo de una pala y me subí al camión.... Nos soltaron en San Lázaro y nos dijeron que hiciéramos un cordón y que si alguien subía por allí, le cayéramos a palazos sin más ni más. Veía un montón de gente a dos cuadras de allí en dirección al Malecón y me puse nervioso. Al rato, vino un tipo con un boquitoqui (walkie-talkie) a hablar con Arnaldo y entonces nos ordenaron que subiéramos hasta el hotel Duvil (Deauville). Había un grupo que gritaba “¡Libertad!” y “¡Abajo Fidel”!; entonces Arnaldo nos gritó que le entráramos a palazos. Cuando el grupo nos vio correr, se dispersaron y los perseguimos unas cuadras. Más o menos llegando al (teatro) América, alcancé a uno, le di un palazo por las piernas y lo tiré al piso. Después llegó Arnaldo, y otros dos comenzaron a golpearlo hasta que llegó un policía para llevárselo. En la otra acera había un tipo mirando, con una cámara en la mano. No parecía cubano. El policía le gritó que se fuera porque si no la iba a pasar mal. Arnaldo también lo amenazó y entonces el tipo se echó a correr (se ríe a carcajadas).
Miembros del Contingente de obreros de la construcción y fuerzas paramilitares “Blas Roca Calderío”
El Jonni: Puse en la planilla que estaba dispuesto a sacrificarme por la revolución ( ríe), pero pensé que era lo mismo que uno ponía en esos papeles que piden siempre en el CDR y esas cosas. La misma mierda de siempre. Después me di cuenta de que estaba metido en un lío, pero no quería regresar a (la provincia) Granma. Ni loco. Allí no había nada. Si La Habana estaba mala, aquello estaba peor. Si no iba, me mandaban para mi provincia. Ya yo había tenido problemas con el jefe y me tenían marcado, porque estuve preso en los 80.
-Sabía que la cosa estaba mala porque, otras veces, los que trabajábamos en la cocina no íbamos. Ni cuando los Panamericanos, que fueron días en que nadie descansaba porque terminando en la obra, llevaban a algunos a recorrer las calles y los estadios por si se armaba algo. A los de la cocina nos dejaban tranquilos a veces, pero ese día me dijeron que lo dejara todo y me subiera al camión. Protesté porque tenía cosas sin hacer y estaba cansado, pero aun así me dijeron que era una orden de Palmero (Cándido Palmero, comisario político) y que cogiera cualquier cosa. Me llevé el palo de desgranar el arroz. Nos soltaron en Galiano, cerca de Zanja, y nos dividieron en dos grupos. Luis, el del Partido, y otro tipo que no conocíamos, nos pusieron a gritar consignas y a dar palazos contra la calle. Cuando llegamos, la cosa se había calmado y no tuvimos que hacer nada, pero recuerdo que unos meses después nos soltaron en Lawton, donde decían que había un grupito que saldría a protestar. Pensábamos que iba a ser como la otra vez, pero al final solo fueron como veinte tipos gritando “¡Libertad!” y llevando unos carteles. Aun así, les caímos a golpes. Hubo uno que salió muy mal y hasta pensé que lo habíamos matado . No sé qué pasó después con él, pero aún me acuerdo de ese tipo, el pobre (vuelve a reír). No nos había hecho nada ni se metió con nosotros. ¡Mira que comíamos mierda!
En 1990, en el acto por el tercer aniversario de la creación del contingente “Blas Roca”, el mismo Fidel Castro definiría esa supuesta “fuerza constructiva” como una “división blindada”, como “un ejército, un batallón para acá, otro para allá, un pelotón de tanques por aquí, o la división completa avanzando en una dirección”. En ese mismo discurso decía:
“Es correcto decir, como se hizo hace tres años, que el contingente Blas Roca sería como una división blindada a la ofensiva, que actúa con la disciplina de un ejército y la eficiencia de un buen ejército; así lo vemos en estos días”.