LA HABANA, Cuba -En las últimas semanas los medios de prensa oficiales han sido prolíficos en la divulgación de notas, artículos y reportajes relacionados con las Resoluciones 206, 207 y 208 de la Aduana General de la República (ARG), que limitan aún más las posibilidades de los cubanos a importar artículos desde el extranjero.
A medida que se acercaba la “hora cero” que legitima el nuevo despojo a los viajeros cubanos, los reportajes de los noticieros de televisión se esforzaban inútilmente por mostrar las bondades de las regulaciones, subrayando su importancia para cerrar el camino a las ilegalidades relacionadas con el mercadeo con fines de lucro (transgresiones que, como se sabe, son prerrogativas exclusivas del gobierno). Sin embargo, la mayoría de los testimonios de los viajeros entrevistados en diferentes aeropuertos de la Isla denota inconformidad y disgusto con las nuevas regulaciones, e incluyen críticas al comercio oficial minorista.
Los criterios de los entrevistados apuntan a la naturaleza extensiva de estas regulaciones, que afectan por igual a las personas que “emplean los márgenes de importación no comercial establecidos hasta ahora, con el propósito de ingresar al país altos volúmenes de mercancías destinadas a la comercialización y el lucro”, y a todas las familias cubanas que se benefician de los artículos y bienes de consumo importados por sus familiares que viajan o que residen en el exterior.
El disgusto general que han despertado las nuevas medidas indica que las nuevas Resoluciones de la AGR son las más impopulares de las regulaciones dictadas hasta ahora por el gobierno del General-Presidente, Raúl Castro.
Otra Hidra de Lerna
Sondeos informales reflejan un consenso de la población sobre la responsabilidad del gobierno por el tráfico comercial ilícito. Nadie importa un producto que no necesite o que pueda comprar fácilmente en el mercado de su propio país. No por casualidad muchos cubanos prefieren adquirir sus prendas de vestir y otros artículos en el mercado informal, que comercializa a mejores precios y generalmente con una mayor calidad y variedad de la oferta que el mercado oficial.
A lo largo de décadas de monopolio mercantil, las redes comerciales estatales han adolecido de escasez en la oferta, altos precios y mala o insuficiente calidad de sus productos. El centralismo extremo estableció la compra mayorista en el exterior a través de funcionarios que manipulan los capitales personalmente y suelen realizar operaciones fraudulentas en zonas de libre comercio, invirtiendo el grueso de esas finanzas en grandes volúmenes de mercancías por largo tiempo almacenadas (en detrimento de su calidad y ya “pasadas de moda”) que –previo acuerdo con el vendedor– son liquidadas a bajos precios, mientras oficialmente declaran un valor mayor de los productos adquiridos. De esta forma el “excedente” de la transacción queda en poder del funcionario, que se enriquece a costa del erario público.
Así las cosas, resulta que es el extremo centralismo del comercio el que fomenta en su máxima expresión la “comercialización y lucro” ilícitos, habida cuenta que los altos burócratas comisionados por el gobierno para encargarse de dichos negocios gozan de una impunidad casi total, al menos en tanto demuestren su adhesión política al sistema. Cierto que cada tanto trasciende que éste o aquél funcionario comercial ha caído en desgracia “por corrupción”; pero lo usual es que en tales casos se trate de un escarmiento público que enmascara algún imperdonable pecado de infidelidad política. Solo entonces, y si es estratégicamente indispensable, se hace público el “escándalo” de corrupción, y el chivo expiatorio de ocasión es sustituido por otro burócrata que muy probablemente incurrirá en el mismo delito, cerrándose un círculo vicioso que se ha tornado ya institución.
Por su parte, las sucesivas medidas que ha estado implementando el gobierno en diferentes esferas de la economía, no solo no han logrado normalizar el comercio, sino que han potenciado y diversificado las redes ilegales. Cuanto mayor es la persecución a éstas tanto más se refinan sus estrategias de supervivencia, porque los códigos con los que operan las redes de comercio clandestinas son fuertes y se basan en una realidad económica incuestionable: el sistema cubano es inviable y demostradamente incapaz de satisfacer las necesidades de la población; sin contar con la pérdida del capital de fe que antaño permitiera el relativo sostenimiento de las estructuras.
De hecho, las frecuentes redadas desatadas contra los comerciantes ilícitos que hormiguean por todo el país han demostrado su ineficacia, a la vez que los relativamente altos salarios y otras prestaciones del nutrido cuerpo de inspectores estatales y de la policía pesan sobre una economía ya demasiado maltrecha. Los propios reportajes televisivos de los últimos días no han podido ocultar el malestar de una población que declara casi sin ambages su disposición a solucionar sus necesidades de consumo a como dé lugar.
Se trata, en resumen, de una fórmula económica elemental: en un sistema donde el mercado, por demás monopolio de un poder político, no es capaz de satisfacer la demanda, proliferará el comercio ilícito. No será con resoluciones aduanales, con discursos políticos, con restricciones absurdas en todos los órdenes ni con ejércitos de inspectores improductivos con los que se eliminen las amplias redes comerciales clandestinas. Porque el mercado negro en Cuba es como la Hidra de Lerna: le brotan dos cabezas allí donde se le cercena una.
Con seguridad, a partir del pasado 1ro de septiembre de 2014, esa fauna tan despreciada entre los cubanos, los aduaneros, están de plácemes. Podrán cebarse con mayor saña sobre las valijas de los nativos que ingresen en la Isla, y así satisfacer sus propias escaseces a costa del despojo a sus compatriotas. Porque si en algo ha demostrado una capacidad infinita el sistema cubano es en la producción de corruptos.