Bergoglio sostiene en su libro que en la Iglesia “se fue conociendo de a poco todo lo que estaba pasando. Al principio se sabía poco y nada”. Vale la pena cotejar esta afirmación con los documentos del Episcopado que aún se mantienen en secreto y con los del gobierno de los Estados Unidos que fueron desclasificados a pedido de los organismos defensores de los derechos humanos.
El 10 de mayo de 1976, se reunió la Asamblea Plenaria del Episcopado. Cada obispo informó sobre lo que ocurrió en su diócesis, de modo que todos tuvieron un panorama nacional preciso, apenas seis semanas después del golpe. El cardenal Raúl Primatesta dijo que en Córdoba se producían despidos arbitrarios y miles de suspensiones en las fábricas, proseguían los secuestros ejecutados por grupos parapoliciales y se desconocía la ubicación de algunos de los muchos presos. También se allanaban parroquias y había un sacerdote detenido. El arzobispo de Santa Fe, Vicente Zazpe, habló de corrupción, torturas policiales y muchísimos presos. El de Neuquén, Jaime de Nevares, contó que el Ejército detenía, torturaba y remitía a cárceles lejanas a personas contra las que no se formulaban cargos, cuyas viviendas saqueaba y destruía. Otras personas estaban desaparecidas, dijo. El obispo de Viedma, Miguel Hesayne, dijo que la Iglesia debía apoyar a los familiares de las personas detenidas-desaparecidas. Lamentó que el Episcopado estuviera dividido y los militares pudieran valerse de unos obispos en contra de otros. Para Hesayne, debía condenarse la tortura, como ofensa a la dignidad humana. Los obispos de Formosa, Posadas y Reconquista, Pacífico Scozzina, Jorge Kémerer y Juan José Iriarte, contaron que también en el otro extremo del país fueron detenidos muchos campesinos sin participación en hechos de violencia y algunos sacerdotes y laicos consagrados, que padecieron maltratos y robos durante los allanamientos. El obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, contó que el jefe de la base áerea de El Chamical había interrumpido su homilía durante la misa, una casa parroquial había sido clausurada, varios sacerdotes y religiosas, dos seminaristas e incluso el vicario general de la diócesis fueron detenidos. El propio obispo fue revisado como un reo en un santuario popular.
Según el obispo Carlos Ponce de León en San Nicolás se vivía un clima de terror. Cuando intercedió por varias personas desaparecidas, el jefe del área de seguridad local, coronel Manuel Saint Amant, le respondió con desdén:
–Voy a hacer desaparecer a todos los que están con usted, y a usted todavía no puedo porque es obispo.
Luego de esas intervenciones y de otras similares de los obispos Antonio Aguirre (San Isidro), Antonio Quarracino (Avellaneda), Jorge Manuel López (Corrientes) y Miguel Raspanti (Morón), la conferencia debatió qué hacer: 19 obispos querían difundir lo que pasaba en el país, pero 38 se opusieron. Por eso, el documento que emitieron, “País y Bien Común”, pidió comprensión hacia el gobierno militar y dijo que era equivocado pretender que los organismos de seguridad actuaran “con pureza química de tiempo de paz, mientras corre sangre cada día”. También consideraba aceptable el sacrificio de “aquella cuota de libertad que la coyuntura pide”. En cambio condenó como pecado “el asesinar, con secuestro previo o sin él, cualquiera sea el bando del asesinado”. Postuló así una improbable equivalencia. El nuncio Pio Laghi recibía información de los diplomáticos occidentales acreditados en Buenos Aires. Cada quince días, funcionarios de 32 países intercambiaban información. El 19 de mayo se confesaron su preocupación: “Si saliera a luz el tratamiento que dan a los prisioneros las autoridades que efectúan los arrestos, la imagen del gobierno argentino sería tan mala como la del chileno, y sólo será cuestión de tiempo que esto ocurra”. Dos años y medio después, el 22 de diciembre de 1978, el secretario de la nunciatura, Kevin Mullen comunicó a funcionarios de la embajada estadounidense que “un oficial de la más alta jerarquía del Ejército había informado a Laghi que durante su campaña antisubversiva las Fuerzas Armadas se habían visto obligadas a ‘encargarse’ de 15.000 personas”.