Una escena: la bella Hilary Swank, caracterizada como un hombre —camisa a cuadros, vaqueros— sujeta por dos tipos, aterrada, mientras un tercero le baja los pantalones y descubre que sus genitales son femeninos. Después vendrán los golpes, la violación grupal. Finalmente, la muerte. Boys don’t cry, basada en el caso real de Brandon Teena, ponía sobre el tapete de los noventa el problema de la violencia transfóbica.
Sólo desde enero de 2008 se contabilizan más de 1500 asesinatos de personas trans (la estadística incluye pocos países fuera de Occidente, donde podemos suponer que la situación es peor). Casi el 80% de esos crímenes ocurrió en América Latina. Si consideramos que sólo una de cada 33.000 personas es transexual, la cifra resulta impresionante: un asesinato cada dos días. Esta situación de especial violencia es la que llevó a muchos colectivos LGBT a hablar de un “genocidio trans”.
Veamos cómo está compuesta esa masa de personas transexuales asesinadas. Si tomamos un período prudente de tiempo, podemos ver que en su mayoría se trata de trabajadoras sexuales, de entre veinte y cuarenta años. Jóvenes, precarizadas y en la calle: la fórmula de la desprotección.
La discriminación diaria y elabuso al que están sometidas las personas transexuales las convierte también en un sector especialmente vulnerable al suicidio: el 41% intentó suicidarse al menos una vez, un porcentaje nueve veces más alto que la media (4,6%).
Si escarbamos un poco más, veremos que la situación de las personas transexuales es devastadora en todas las estadísticas: son mucho más pobres, sufren más violencia sexual y policial, doblan la tasa promedio de desempleo y de contagio de HIV, caen más veces en la cárcel, experimentan más situaciones temporarias de calle o son homeless, abusan más que el resto de drogas y alcohol, tienen mucho menos acceso a la educación y a la salud, más de la mitad sufre el rechazo y el alejamiento de sus familias. Los trans, en el siglo XXI, viven en un verdadero ghetto a cielo abierto.
La realidad de los transexuales en nuestro país no es mucho mejor que en el resto del mundo. El 84% no terminó la secundaria, el 64% tiene la primaria incompleta, el 95% se dedica a la prostitución. La gran mayoría interviene su cuerpo en el mercado clandestino: las consecuencias derivadas de la aplicación de siliconas son la tercera causa de muerte en el colectivo. De estas condiciones locales, que también son mundiales, se deriva el dato más atroz: una expectativa de vida promedio de treinta y cinco años.
La legisladora María Rachid presentó esta semana un proyecto de ley para entregar un subsidio a miembros de la comunidad trans que hayan cumplido los cuarenta años. Fue recibido con un alto rechazo en páginas de Internet y redes sociales, con reacciones que van desde el clásico yo no pago mis impuestos para esto a la lisa y llana transfobia. Estos ciudadanos, insólitamente, consideran que los transexuales podrían ser una especie de privilegiados.
De aprobarse el proyecto de Rachid, el alcance de la medida beneficiaría a no mucho más de doscientas personas de la ciudad de Buenos Aires: la minoría de supervivientes que llegó con vida a esa edad. Ese —y no otro— debería ser el verdadero motivo de escándalo.