En Rusia, hay una crisis cada 10 años. La actual —de la que, según Vladímir Putin, saldrá “de forma inevitable”— se debe a la ausencia de cualquier modelo económico ajeno a la renta petrolífera. Cuando esta es abundante, Rusia arranca. Y cuando el precio del barril cae por debajo de 60 dólares, la recaudación se desploma y todo el sistema se tambalea. Eso no quita que, para Vladímir Putin, la crisis sea culpa del “exterior”. Léase “Estados Unidos y Europa”, o lo que él llama “el imperio”, cuyo objetivo sería someter al resto del mundo. Sola cual oso rebelde, la valiente Rusia habría decidido resistir. Sin pasar por alto la eficacia de las sanciones “occidentales” adoptadas tras la anexión de Crimea, el factor detonante es en efecto la caída del precio del petróleo, pues pone de manifiesto la ausencia total de una política económica sólida. La cuestión es hoy saber si la agresividad putiniana está indexada a la renta petrolífera. En Europa, muchos así lo esperan, y supeditarán el levantamiento de las sanciones al apaciguamiento del frente ucraniano.
Pero, ¿Putin es agresivo o sus acciones exteriores son legítimas? El mandatario, que considera el hundimiento de la URSS como la “mayor catástrofe estratégica del siglo XX”, persigue desde su ascenso al poder, en 1999, el loable objetivo de devolver a Rusia su antiguo estatus de gran potencia. El problema es que pretende alcanzarlo mediante la reconquista de vastos territorios “que históricamente siempre pertenecieron a Rusia”, según sus propios términos, y apoyándose en las minorías rusófonas allá donde estas existan. Por si fuera poco, su proyecto Nueva Rusia consiste en impulsar el nacimiento de una “Unión Euroasiática” cuya existencia supondría la disgregación de la Unión Europea.
Esta ambición ya dio lugar, en 2008, a la práctica anexión de dos regiones de Georgia y, más tarde, en 2014, a la anexión de Crimea y a la ofensiva militar en el este de Ucrania. De modo que nos encontramos ante alguien que hace caso omiso de las fronteras y los tratados. Desde la II Guerra Mundial, ha sido el primero en cuestionar, en el corazón de Europa, la integridad territorial de ciertos países.
El mandatario, que considera el fin de la URSS como la “mayor catástrofe estratégica del siglo XX"
Vladímir Putin justifica sus actos en una supuesta humillación. Estados Unidos sería el principal culpable ya desde la caída del muro de Berlín. Pero olvida que la URSS se derrumbó sobre sus propios cimientos. No se trató tanto de que fuera vencida como de una verdadera implosión. Y Rusia solo se recuperó de su primer crack, en 1998, porque Boris Yeltsin obtuvo la ayuda de los occidentales. Pero también está en tela de juicio la “ampliación” de la Unión Europea. Sin embargo, hemos de recordar que Vaclav Havel hablaba, en nombre de todos los europeos del Este, no de “ampliación” sino de “reunificación”. Esta teoría de la humillación es pues una curiosa forma de releer la historia que oculta además ese viejo reflejo, aún activo en nuestros países, que es el antiamericanismo. Decididamente, con Obama o sin Obama, la capital del Mal debe seguir siendo Washington.
Del mismo modo, Vladímir Putin aparece ante ciertos sectores de la opinión pública como un “patriota”. Eso quiere decir, ni más ni menos, que Ucrania sería un equivalente de Alsacia y Lorena. Y, si Ucrania es Rusia, entonces los tanques y los militares rusos tienen carta blanca. Para Putin, Ucrania, lo mismo que Georgia y, tal vez mañana, otros Estados postsoviéticos son susceptibles de ser satelizados por Rusia para protegerla del supuesto peligro de quedar cercada. La vieja retórica de los poderes autoritarios que intentan resolver sus dificultades internas en el exterior.
Pero Vladímir Putin también ha logrado la hazaña de presentarse como el defensor de la civilización frente al “fascismo ucranio”. Este existe, por supuesto. Pero, aparte de que Rusia cuenta con sus propios extremismos, las elecciones legislativas en Ucrania han permitido ver la audiencia real de las ligas fascistas, que es insignificante.
Putin atrae a todos aquellos que siguen profesando un culto nostálgico al “hombre fuerte”
Si hacemos el recuento de los aliados privilegiados de Putin en Europa, son seis: la UKIP en Gran Bretaña, el Frente Nacional en Francia, el NPD en Alemania, el Jobbik (abiertamente antisemita) en Hungría, Amanecer Dorado (un partido auténticamente neonazi) en Grecia y Attack en Bulgaria. Todos estos partidos han pedido el levantamiento de las sanciones económicas adoptadas por Europa y los Estados Unidos: ¡qué coincidencia!
Como buen alumno del antiguo KGB, Vladímir Putin recuerda que Moscú disponía en Europa del Este de las correas de transmisión que representaban los partidos comunistas. Al reproducir este esquema con los partidos de extrema derecha, nos da una clara indicación de su propia ideología.
Finalmente, Vladímir Putin atrae en nuestros países a todos aquellos que siguen profesando un culto nostálgico al “hombre fuerte”. Nos habían contado que Putin era un estratega extraordinario que conseguía lo que se proponía y en las mismísimas narices de Occidente. Menudo estratega este que lleva a su país derecho contra el muro.
Hay, sin embargo, un punto crucial en el que los defensores de Putin tiene razón: Europa no puede concebirse a largo plazo sin una sólida colaboración con Rusia. Pero, por el momento, según Putin, Rusia se construye contra Europa.
Jean-Marie Colombani, periodista y escritor, fue director de Le Monde.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.