Lo de ayer fue el mayor acto ecuménico de Podemos. Desde las 11.00 de la mañana, numerosos devotos huroneaban por los alrededores del Círculo de Bellas Artes, donde alguien dio el queo de que los dirigentes del partido andaban resguardados dentro, dando tiempo al tiempo. Por los ventanales de la pecera del Círculo se apreciaban siluetas, a la manera de Hitchcock en Falso culpable, y a cada presencia intuida la afición echaba una consigna al aire y lanzaba a los cristales el móvil prendido en una caña para obtener trofeo.
Entre el aroma a democracia vigilante y el fervorín pancartero llegó casi el mediodía y salió de la hornacina la Santísima Trinidad de Podemos: Pablo Iglesias, Íñigo Errejón y Juan Carlos Monedero. Pisaron la acera, muy climatizada de devotos, como un advenimiento. Para entonces, en decenas de miles de ciudadanos fermentaba el entusiasmo. Los líderes ocuparon su sitio y los símbolos verbales empezaron a salir de los gaznates generando un ruidoso bordado de consignas. Unos tiraban de lengua dispensando fuego amigo. Otros hacían de la mandíbula una bayoneta. Algunos les daban las gracias con prosapia antigua y desde el macizo de la tribu salían alegatos históricos contra los jabalíes de la casta. Estos muchachos tienen la enmienda de la peña ganada, pues saben que la democracia se ejerce también en el hecho de agruparse y mostrarse a lo grande.
Podemos ya no sólo convoca a jóvenes anillados o a existencialistas de alcanfor con Marcuse en la bolsa de mano. Quienes creen que la regeneración no es utopía forman un conjunto heterogéneo, compacto y desigual, sin miedo a decir patria y dispuesto a recuperar la cueva dialéctica de los mitos traficados. Podemos no es una marca, ni un crecepelo, sino una burbuja comisionada que se lanza en picado contra el fracaso del bipartidismo pidiendo fe y lañando con telegenia las heridas. Han tenido el acierto de poner a la peña en la calle sólo para hacer evidente, plástica y visual la realidad de un pueblo que pasa de seguir en este mal baile. «Nosotras también vemos lo que sucede. Y lo padecemos. Los apoyo porque Jesús también dijo 'podemos'». La monja que tuve al lado, natural de León, daba saltitos al paso de una comparsa.
Muchos espíritus fueron ayer sanados en el repecho que va de Cibeles a la Puerta del Sol, ágora y mentidero, donde Pablo Iglesias descargó el nuevo Sermón de la Montaña frente a la «raza de los acusados» (Cocteau) y anunció el «año del cambio». Desplegó una sonrisa de mucho diente, con maneras tremendonas. Apeló a don Quijote y a Machado en el Kilómetro 0. A la República y al 15M. Defendió a Grecia. Devastó con inteligencia la gestión de un PP devastado. Y de repente dijo algo que habrían firmado por igual Carmen Sevilla y Maradona: «Qué bonito es ver a la gente haciendo Historia». Lanzaba señales de triunfo a la mucosa más profunda de miles de ciudadanos. Para cumplir lo que Podemos promete hay que apelar (quizá demasiado) a la inocencia. Pero eso también está en nuestro ADN. «Pensar que sólo ellos tienen la exclusividad del cambio es como creer que sólo los otros tienen la exclusividad del robo», también lo escuché de un escéptico voyeur mientras iba yo contando gente, disfrutando gente de todos los perfiles, matices, colores, peinados. Hombres, mujeres, niños, ancianos, currelas, parados, flamencos y millonarios. Sí, también millonarios. (Y Carmen Lomana). Dicen que el cambio ha empezado. En el balcón de la Casa de Correos las banderas ondeaban hacia la izquierda sobre las testas de los podemitas («Eso somos», dijo un chaval). Madrid fue el único lugar de España donde el sol se hizo sitio. Podemos fue ayer más que un experimento: el cruce de un grito masivo por la justicia social y la oficina portátil del Ministerio de la Felicidad.