FAMILIA MACEO-GRAJALES
Cuatro mambisadas del general José
En este año, del bicentenario de Mariana Grajales, recordemos parte del rico anecdotario de uno de sus hijos, a quien se le considera paradigma de la impetuosidad y el valor a toda prueba
Por PEDRO ANTONIO GARCIA (cultura@bohemia.co.cu)
Fotos ARCHIVO DE BOHEMIA
3 de febrero de 2015
(Foto: Autor no identificado)
El 4 y el 5 de agosto de 1877, reunidos en el Potrero de Mejías, Barajagua, perteneciente a la jurisdicción de Holguín, los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo examinaron una vez más la situación nada halagüeña del campo mambí. El dominicano estaba apesadumbrado con las constantes indisciplinas de sus compañeros de armas. El Titán trataba de calmar a su maestro.
Tras dialogar al respecto y sobre otros temas, determinaron convocar a Titá Calvar y Modesto Díaz para ejecutar un nuevo plan de campaña, consistente en una serie de operaciones contra el Ejército colonialista que levantara la moral de los combatientes cubanos y a la vez entorpeciera los proyectos de pacificación del peninsular Arsenio Martínez Campos.
“El 6 se presentó el enemigo, salimos a su encuentro”, anotaría Gómez en su diario. El general Antonio, al ver que la caballería retrocedía ante una tropa colonialista emboscada en la maleza, se puso al frente de esos efectivos y los condujo al combate. Al llegar a las trincheras españolas, cayó gravemente herido, mientras lo envolvía la espesa cortina de humo de la descarga. Todos corrieron a rescatarlo. Afirma la tradición que su cuerpo inanimado chorreaba sangre por todas partes. Un oficial cubano exclamó: “Murió la Revolución en Cuba, esta era su alma”. Otro, menos emocional, auscultó al general y lo halló todavía con vida.
Gómez dejó a Maceo a cargo de un médico y una pequeña escolta comandada por José Maceo, de nueve hombres y una mujer, María Cabrales, la esposa del Héroe. Un traidor reveló por 30 monedas el lugar exacto donde reposaba el Titán y España envió contra él una formidable fuerza, dicen los cronistas que de dos mil o tres mil hombres. José ordenó la marcha. La camilla con el herido, quien tenía siete perforaciones de bala, se movía constantemente para eludir la cacería implacable. Fueron varios días sin comer y sin dormir, desbrozando espesuras y montes, mientras trataban de esquivar las arteras emboscadas. José, rifle en ristre, se batía como un león, vigilaba los movimientos del enemigo, defendía cada matorral, cada peñasco que protegía la camilla del hermano. Hubo un momento en que Antonio tuvo que olvidarse de su gravedad y montar en un caballo para escapar al galope. Pero al final evadieron la persecución y lograron llegar a un lugar seguro.
El historiador Abelardo Padrón, en su obra El general José. Apuntes biográficos, sentenció sobre este hecho: “Solamente un guerrillero como José pudo resolver la situación […] Fue jefe, centinela, sanitario, leñador. Y solo cuando Antonio se tiene en pie, lo deja. Aunque su complexión física había ayudado, su hermano José fue un factor determinante”.
Hijo de león y de leona
Con su Estado Mayor, en la Guerra del 95.
(Foto: Autor no identificado)
En su partida de bautismo, asentada en el Libro cinco de morenos de la Iglesia de San Nicolás de Morón, aparece inscrito como José Marcelino Grajales, hijo natural de Mariana, nacido el 2 de febrero de 1849, ya que según las leyes de la época al no estar casados sus padres por la iglesia, no podía ostentar el apellido paterno. Tal tratamiento habían recibido antes sus hermanos mayores Justo Germán, Antonio de la Caridad y María Baldomera. Pero todos sabían que eran hijos de Marcos Maceo (Santiago de Cuba, 1808), quien siempre reiteró y estuvo muy orgulloso de su paternidad. Durante la neocolonia, la mojigata sociedad de la época trató de adulterar las partidas bautismales de algunos miembros de la familia heroica para que aparecieran como hijos legítimos. Certificación inútil. El pueblo cubano, sin necesidad de párrocos y leguleyos, ya los había bautizado como Maceo Grajales para siempre.
De su padre, al igual que Antonio, aprendió a ser un excelente jinete, magnífico esgrimista, gran tirador. Manejaba el machete a la zurda; el revólver, a la diestra. Su madre lo educó en el patriotismo y la intransigencia revolucionaria: ella les hizo jurar, al esposo y a todos los hijos, que lucharían por la libertad de la patria hasta las últimas consecuencias.
Según la tradición, se incorporó a la insurrección el 12 de octubre de 1868, junto con sus hermanos Justo y Antonio. Tuvieron su bautismo de fuego ese mismo día, en Ti Arriba, como soldados bajo las órdenes del capitán Juan Bautista Rondón. José también batió el cobre en las acciones de El Salado, Mayarí y Jiguaní.
Segunda mambisada
En la tradición familiar de muchos descendientes de soldados y oficiales del Ejército Libertador se denominaba mambisada a los relatos de hechos acaecidos en las guerras de independencia, a veces pintorescos, siempre de profundo contenido patriótico. Incluso Fermín Valdés Domínguez, en su polémico Diario de soldado, usa el término. Una figura como José Maceo, obviamente, tiene un amplio anecdotario o, para estar acorde con Valdés Domínguez y otros insurrectos, una buena colección de mambisadas.
Entre combates, existían prolongados períodos de calma. Para alguien tan hiperactivo como José esto era un serio inconveniente. En una ocasión se percató de que en un lugar donde los españoles se habían atrincherado, algunos de ellos eran descuidados con sus armas cuando iban a buscar agua.
Camuflado en la orilla opuesta del río, cada vez que aparecía un enemigo, le disparaba, para ahuyentarlo o neutralizarlo. Uno de sus ayudantes vadeaba entonces el torrente para apropiarse del fusil abandonado. Así lo hizo varias veces hasta que varios peninsulares, emboscados en un matorral, dejaron sin sentido a culatazos al soldado mambí.
José no lo pensó dos veces. Montó su corcel y sin dejar de disparar su revolver, rescató al ayudante. Enterado del suceso, Antonio montó en cólera, ya que tal acción no estaba autorizada. “Está usted detenido. Y no se mueva de su pabellón hasta nueva orden”, conminó a José. Este, sin articular palabra, acató la medida.
Tiempo después alguien fue a notificarle que le habían levantado la sanción. “Dígale a Antonio que de aquí no puedo salir sin una orden escrita y firmada por él”, replicó José. El Titán fue a su tienda y le ordenó montar a caballo. Cabalgaron juntos. Nadie supo de qué hablaron. Al regreso, ya José no estaba detenido.
El mambí
José, rifle en ristre, se batía como un león.
(Foto: Autor no identificado)
Ya en 1869, a fuerza de coraje, José era sargento; a finales de 1870, teniente; capitán, en enero de 1871. Integró el contingente de Máximo Gómez para la invasión a Guantánamo, la cual consolidó la lucha armada en esa región. Por su temeridad fue herido gravemente en La Indiana (agosto de 1871) y Báguanos (junio de 1872). Ese año lo ascendieron a comandante. Al siguiente lo designaron jefe de batallón, con el grado de teniente coronel.
Gómez lo escogió para la invasión a Las Villas y con él compartió cargas al machete en Las Guásimas (1874). Aparte de lo ya narrado en Potrero (también llamado Mangos) de Mejía, se distinguió en Pinar Redondo, Llanada de Juan Mulato y Tibisal. Participó activamente en la Protesta de Baraguá. En marzo de 1878 lo ascendieron a coronel.
“Aquí todos somos cubanos”.
Esta mambisada la escuchó, cuando era un adolescente, el periodista Pedro García Yanes, junto con su padre, el general mambí Eduardo García Vigoa, de labios del teniente coronel Lino D’ou. Años después, Max, el hijo de Lino, se la relató al historiador Abelardo Padrón, quien la incluyó en su libro biográfico sobre José. Ambas versiones coinciden en lo esencial, solo presentan muy ligeras diferencias en los diálogos.
Cuentan que en cierta expedición, aparte de efectivos y armamentos, vino un dentista. Alguien, Lino D’ou nunca quiso identificarlo, se le acercó a uno de los ayudantes de José: “Díganle al general que aquí tenemos un dentista de color” (término que en la colonia y en la república neocolonial se usó para denominar a los negros y mulatos). El recado fue trasmitido. La respuesta de José no pudo ser más elocuente: “Dile al que te lo dijo y a ese dentista que se vayan para otra parte. Esta no es una Revolución de negros sino de cubanos. Aquí todos somos cubanos”.
De nuevo en la manigua
Al finalizar la Guerra de los Diez Años (junio de 1878), José quiso quedarse en la Isla. Confiaba en que la llamada Paz del Zanjón era solo una tregua y que pronto los mambises retornarían a la manigua. El 26 de agosto de 1879, al grito de ¡Viva Cuba libre! en las calles santiagueras, en compañía de su hermano Rafael (Cholón), Guillermón Moncada, Quintín Bandera y otros patriotas, se incorporó a la Guerra Chiquita. Fue ascendido a general de brigada. Cuando la contienda agonizó, ante la falta de unidad entre los cubanos, embarcó a Jamaica. Los españoles le apresaron en alta mar y lo enviaron a las prisiones africanas. De allí se fugó dos veces: en la primera, los ingleses lo entregaron; en la segunda, vía Francia, atravesó el Atlántico y se reunió con su hermano Antonio (1886).
Integró con el Titán y Flor Crombet la expedición de la goleta Honor, la cual desembarcó en Duaba (1º de abril de 1895). Quedó aislado, tras el combate del 10 de abril, del resto de sus compañeros y después de una odisea de ocho días, pudo contactar con el destacamento del patriota Prudencio Martínez. El 25 de abril, con un grupo de aguerridos guantanameros, enfrentó al regimiento del coronel español Copello, que le superaba en efectivos, en Arroyo Hondo, unos 12 kilómetros al nordeste de la ciudad del Guaso. Una temeraria carga, con José a la cabeza, decidió el combate.
Pasados tres días, le impusieron las estrellas de mayor general.
Cuarta mambisada. En Guantánamo
Cuentan que en las cargas de caballería iba encabezando la vanguardia, 30 pasos delante de su Estado Mayor. Avanzaba por los flancos y gustaba de arengar a sus hombres: “Arriba, la muerte es cuestión de fecha”. Así peleó hasta su caída en combate.
En una carta que le enviara a su esposa, Elena González, durante la Guerra del 95, refería como si relatara un chiste su entrada a la ciudad de Guantánamo con una veintena de insurrectos. De acuerdo con la tradición local fue a un bodegón donde, tras comprar tabacos, hizo un brindis por la libertad de Cuba y dejó de propina el vuelto. De manera jocosa le confesaba a su cónyuge: “Me divertía en ver a las mujeres huyendo y a los soldados, que aunque dicen que son tan guapos, saben huir bien”.
José en José
Amigo le llamó José Martí al escribirle unos meses antes del levantamiento simultáneo del 24 de febrero. “Quien ha defendido con valor mi Patria y su libertad de hombre, es como acreedor mío y me parece mi hermano”, aseguró el Apóstol en aquella carta.
Para el general José, Martí siempre fue un valiente. “Yo sabía que vendría a la guerra. Nunca pude dudar de él y supe siempre esperar que pudiera tener su tumba al lado de nuestros primeros guerreros. Martí no podía quedarse en Nueva York como otros”, le confesó a Fermín Valdés Domínguez tiempo después de la tragedia de Dos Ríos.
En otra ocasión, le diría a ese mismo interlocutor: “Solo Martí pudo sacarme de mi nido de amores, solo él me obligó con su patriotismo y me sedujo con su palabra, por él vine (a la manigua) y siento más que nadie que se haya muerto”.
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Fuentes consultadas
Los libros El general José. Apuntes biográficos y El general José, de Abelardo Padrón; Antonio Maceo. Apuntes para una historia de su vida, de José Luciano Franco; e Historia de una familia mambisa. Mariana Grajales, de Nydia Sarabia. El Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba.