La trata de personas, una vieja y triste historia
Por Felipe Pigna
Fuente: Felipe Pigna, Mujeres tenían que ser. Historia de nuestras desobedientes, incorrectas, rebeldes y luchadoras. Desde los orígenes hasta 1930, Buenos Aires, Planeta, 2011, págs. 535-539.
A partir de los años veinte se tomaron medidas para perseguir el proxenetismo y la trata de blancas; sin embargo, ambos fueron en aumento, al igual que la cantidad de mujeres sometidas a explotación.
En primer lugar, después del fin de la Primera Guerra la “importación de prostitutas” tuvo un marcado aumento. Los desastres derivados de la primera gran carnicería a escala global facilitaron las cosas para los tratantes de mujeres de la Zwi Migdal y de las redes marsellesas, sobre todo en Europa oriental. Pero también la crisis local, entre 1915 y comienzos de los años veinte, aportó su cuota, lanzando a muchachas en manos de cafiolos y macrós locales. Por una y otra vía, fue notoria la expansión de los prostíbulos y “casas de tolerancia” en el período. Como señalan Rapoport y Seoane en su historia de Buenos Aires: “la cantidad de prostíbulos legales creció desde 292 en 1920 hasta 957 en 1925. A partir de entonces, la cantidad comenzó a descender hasta 271 en 1930. Esta disminución coincidió con la sanción de una ordenanza del 30 de diciembre de 1925, por la que el Departamento Ejecutivo municipal no concedería nuevos permisos para la habilitación de prostíbulo hasta tanto no se dictara una nueva ordenanza de moralidad”. 1
Para entonces la división entre “francesas”, “polacas” y “criollas” era, más que una connotación de nacionalidad, una especificación de “nivel” y de “tarifa”. Las primeras eran, en general, las que atendían en departamentos céntricos, a razón de una mujer por “casa”, y con ciertas condiciones de higiene más presentables. Las “polacas”, en cambio, solían ser las mujeres de los lupanares de barrios populares y arrabales, con la tarifa que se haría proverbial de 2 pesos moneda nacional el “servicio”, por lo general sometidas a servidumbre. La mayoría de ellas, en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, estaban esclavizadas por la Zwi Migdal. Los tratantes viajaban a países de Europa oriental, principalmente a aldeas de Polonia, donde “asumían la falsa personalidad de prósperos comerciantes enriquecidos en América, de regreso a su tierra natal en búsqueda de esposa. El medio ambiente económica y culturalmente precario, la falta de oportunidades individuales y otros elementos afines, les resultaban propicios para embaucar a esas inocentes mujeres, que por ignorancia estaban predispuestas a creer en la llegada del soñado “Príncipe Azul” [...]. Una vez aquí, el rufián obligaba a la mujer a entregarse a la prostitución, valiéndose de cualquier medio: desde los argumentos persuasivos hasta el castigo corporal, las privaciones y el encierro”. 2
La supuesta “mutual” en el barrio de Once había “copado” con sus prostíbulos “el cruce de las calles Lavalle y Junín, ocupando ambas aceras en un extensión de tres manzanas. Los más notorios llevaban nombres suspicaces: “Marita”, “Norma”, “El Chorizo”, “Las Ñatas”, “Las Esclavas”, “El Gato Negro”, “Las Perras”. El alojamiento de las mujeres llevó a una utilización intensiva de las viviendas: altillos, baños, cocinas y biombos permitían que las internas llegaran hasta setenta [por casa]”. 3
El “afrancesamiento”, en cambio, era parte del decorado para la prostitución destinada a hombres de la high life o de la burguesía que pretendía imitarla, el mundillo de “muchachos bien” y “magnates” de “palacete central” que concurrían a cabarets de lujo, como el Armenonville o el Julien. Con bastante resentimiento, el tango Margot, escrito por Celedonio Flores en 1919 y musicalizado por José Ricardo y Carlos Gardel, pintaba a la muchacha de arrabal que, al prostituirse por sus “berretines de bacana”, se “afrancesa” en el ambiente de los cabarets de la high life: “hasta el nombre te han cambiado, como has cambiado de suerte: / ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot”.
En 1919, una ordenanza de la Capital estableció que en cada prostíbulo sólo podía haber una prostituta. La medida tuvo varios efectos. Los lupanares colectivos pasaron, por lo general, a zonas de “extramuros”, como los barrios de Avellaneda “del otro lado de Riachuelo”, o más al norte, hacia San Fernando y El Tigre, o dentro de la Capital se disfrazaron de casas de renta e inquilinatos, con una mujer por pieza. Las casas “francesas”, que ya venían operando así, no tuvieron problemas.
En 1921, la reforma del Código Penal aprobada por el Congreso introdujo figuras delictivas vinculadas con el proxenetismo y la prostitución. Así el rufianismo se convirtió en delito, al igual que inducir, mediante violencia o engaño, a una persona a la prostitución. En el caso de menores, la figura de corrupción hacía que el proxeneta siempre fuese punible, ya que era irrelevante el consentimiento de la víctima. A raíz de esta reforma, ya en 1924 los diarios comienzan a registrar acciones policiales contra los rufianes. Pero el caso más notorio se produjo recién a partir de 1929, cuando una muchacha caída en la red de la Zwi Migdal, Raquel Liberman, se animó a denunciar a la organización, un hecho nada frecuente. Liberman era una polaca de familia humilde que había viajado a la Argentina junto a sus dos hijos para encontrarse con su marido. Pero su compañero murió y la joven se trasladó a Buenos Aires, donde fue engañada e ingresó a la red de trata. Allí permaneció por diez años hasta que logró juntar el dinero para pagar su libertad. Compró una casa de antigüedades pero los esbirros de la Migdal la ubicaron y la amenazaron. Creyó encontrar el amor de su vida en un tal Korn, quien en realidad no era otra cosa que un miembro de la “sociedad tenebrosa”, como también se la conocía a la red de trata. El hombre la estafó y la obligó a reingresar en la organización. Tomó coraje e hizo la denuncia ante el comisario Alzogaray, quien gracias a los precisos datos de Raquel, logró en 1931 desmantelar a la Zwi Migdal y detener y deportar (en aplicación de la Ley de Residencia) a los más notorios integrantes de la red.
Es cierto que, en buena medida, esas condenas se vincularon con dos intereses turbios de la dictadura de Uriburu: la intención de mostrar a los anteriores gobiernos radicales como corruptos y el marcado antisemitismo de los “salvadores de la patria” que habían perpetrado el golpe de 1930, y que se destiló en buena parte de la prensa de entonces a medida que se develaban los manejos de la Zwi Migdal.
El tango se encargó, por esos años, de difundir imágenes contradictorias de esas mujeres. En “Milonguita”, con música de Enrique Delfino y letra de Samuel Linnig, se construyó uno de los arquetipos, el de la muchacha de barrio engañada:
“¿Te acordás, Milonguita? Vos eras
la pebeta más linda ’e Chiclana;
la pollera cortona y las trenzas,
y en las trenzas un beso de sol...
Y en aquellas noches de verano,
al oír en la esquina algún tango
chamuyarte bajito de amor?
Esthercita,
hoy te llaman “Milonguita”;
flor de noche y de placer,
flor de lujo y cabaret...
Milonguita,
los hombres te han hecho mal;
y hoy darías toda tu alma
por vestirte de percal.
También sobre las “francesas”, la mirada es nostálgica y sensiblera, apuntando a la soledad y falta de amor. Otro tango de Delfino, “Griseta”, con letra de José González Castillo, estableció otro lugar común: el de comparar a las “francesitas” con el destino de la Margarita Gauthier, de “La dama de las camelias”, un tema recurrente. En cambio, otros tangos simplemente ponían una mirada condenatoria, sobre “minas” a las que la ambición habían llevado a la prostitución. El ya citado “Margot” lo decía así:
“Son macanas: no fue un guapo haragán ni prepotente,
ni un cafishio veterano el que al vicio te largó;
vos rodaste por tu culpa, y no fue inocentemente;
berretines de bacana que tenías en la mente
desde el día que un magnate de yuguillo te afiló...”
Con variantes, el mismo tema se reitera en “Mano a mano” (de Flores, Gardel y Razzano, de 1918), “Flor de fango” (de Pascual Contursi y Augusto Gentile, también de 1918), “Milonguera” (de José María Aguilar, de 1925) o “Muñeca brava” (de Enrique Cadícamo y Luis Visca, de 1928), que insiste en el tema de la afrancesada:
“Che, madame, que parlás en francés
y tirás ventolín a dos manos,
que cenás con champán bien frappé
y en el tango enredás tu ilusion...
Sos un biscuit de pestañas muy arqueadas,
muñeca brava, bien cotizada;
sos del Trianón (del “Trianón” de Villa Crespo...),
che, vampiresa, juguete de ocasión...”
Pero curiosamente, ya sea que se las pinte en su momento de “triunfos / pobres triunfos pasajeros” o en la decadencia, “sola, fané y descangallada” (como en 1928 Enrique Santos Discépolo escribirá en “Esta noche me emborracho”), los tangos de este período hablan siempre de las “minas” que se movían en los ambientes de los cabarets lujosos y entre “bacanes” y “magnates”, nunca de las muchachas de los prostíbulos de mala muerte, que eran la inmensa mayoría, con la hilera de clientes esperando en la salita bajo la mirada atenta de la madama, a la que al final de la “jornada” cada pupila entregaría las “latas” que certificaban la cantidad de “servicios” rendidos.
Referencias:
1 Mario Rapoport y María Seoane, Buenos Aires. Historia de una ciudad. De la modernidad al siglo XXI. Sociedad, política, economía y cultura, tomo 1, Planeta, Buenos AIres, pág. 391.
2 Gerardo Bra, La Organización Negra: la increíble historia de la Zwi Migdal, Buenos Aires, Corregidor, pág. 35-36.
3 Mario Rapoport y María Seoane, op. cit., pág. 392.
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