(Por Atilio A. Boron) En más de una ocasión el brillante dramaturgo, poeta y ensayista alemán Bertolt Brecht dijo que “el capitalismo es un caballero que no desea se lo llame por su nombre.” Comunista hasta la médula, Brecht ironizaba sobre la flagrante anomalía de un sistema que al paso que se vanagloria de ser la expresión más elevada del desarrollo económico, moral e intelectual de su tiempo curiosamente se esfuerza para no ser llamado por su nombre. ¿Cómo explicar esta contradicción? Si es tan bueno y virtuoso como lo dicen sus beneficiarios y publicistas, ¿por qué no quiere que se le reconozca?
La razón de este ocultamiento es fácil de entender: el capitalismo no es ese régimen de libertad, justicia, igualdad, derechos humanos que pregonan sus defensores sino su exacto reverso. Su violenta irrupción en la historia, retratada con caracteres imborrables por Marx en El Capital, se produjo “chorreando sangre y barro por todos sus poros.” Sangre y barro causados por la destrucción de viejos modos de producción que resistieron cuanto pudieron la instauración de un brutal régimen económico-social que, por primera vez en la historia de la humanidad, separaba a los productores de sus medios de producción y, en consecuencia, a la inmensa mayoría de la población de sus condiciones de existencia. Lejos de ser una emanación natural del espíritu humano -como falazmente argumentan Hayek, Popper y una pléyade de ideólogos conservadores- el capitalismo es un sistema profundamente inhumano e incorregiblemente destructor del medio ambiente y de los bienes comunes de la Madre Tierra. Por eso siempre vive obsesionado por pasar inadvertido, ocultando su naturaleza predatoria, la explotación del trabajo asalariado y las clases y capas subalternas, la refuncionalización del patriarcado, la opulencia de sus clases dominantes y el carácter de clase del estado mediante el cual estas mantienen bajo su égida al conjunto de la sociedad. Encubriendo también la incontrolable polarización económica y social que se origina en sus leyes de movimiento y que ha llevado a la escandalosa situación actual, cuando el 1 % más rico de la población mundial se adueña del 48 % de la riqueza del planeta en el 2014, y a punto de acceder a un control absolutamente mayoritario a partir del 2016 según el reciente informe que Oxfam presentara ante el Foro Económico Mundial de Davos en enero pasado.
Por eso la legión de publicistas, ideólogos y académicos del capitalismo se cuidan de usar este término. En su lugar hablan de “la economía”, “sistema de libre competencia” (¡en la era de los megamonopolios!) o “los mercados”. Al no llamar las cosas por su nombre, al no decir que esto es capitalismo y que con él se instaura la dictadura del capital -con sus previsibles ganadores, que se enriquecen escandalosamente, y sus igualmente previsibles perdedores, que cada día son más- el escamoteo del nombre permite engañar a las clases y capas subalternas haciéndoles creer que este sistema es la única forma de organizar la vida económica de manera racional, estigmatizando como irracional o artificial (porque lo “natural” es el capitalismo) cualquier otro modo de producción alternativo. Toda la industria cultural de la burguesía tiene como objetivo presentarlo como un sistema justo, equitativo y abierto, y en el cual cualquiera puede convertirse en millonario si trabaja arduamente para conseguirlo.
Fiel reflejo de esta actitud es el antológico editorial del día de hoy del diario La Nación (Buenos Aires) a propósito de las teorías del economista francés Thomas Piketty. Dice textualmente en su enojosa crítica enfilada no sólo a las tesis planteadas en El Capital en el Siglo XXI sino también al título de su obra, que “la catalogación de este sistema social como ‘capitalismo’ abre un espacio atractivo para su impugnación”, lo cual por supuesto es altamente indeseable. ¿Por qué sería susceptible de impugnación? Porque “la propiedad del capital despierta sentimientos adversos.” ¿Y por qué habrían de despertarse tales sentimientos? Respuesta: porque “se intuye que el capital se alimenta de egoísmo y hasta de avaricia.” Por supuesto: según este diario la crítica al capitalismo carece de fundamentos objetivos, es demagógica y se basa en meros “sentimientos” e “intuiciones” que estigmatizan el paciente esfuerzo del buen burgués que crea riqueza y facilita su derrame hacia el conjunto de la sociedad. La pobreza de su crítica a Piketty es conmovedora, y despierta más compasión que ira dada la rusticidad de su argumentación. Un macarthismo trasnochado viene de la mano de una indigesta mezcla de ignorancia y soberbia que le permite al editorialista desacreditar un trabajo que es criticable desde el punto de vista teórico por su lejanía con los análisis de Marx sobre el capitalismo (cosa que La Nación comprueba con satisfacción), lo que le inhibe al economista francés pensar en términos históricos-estructurales las raíces y el curso futuro de las dos veces centenaria polarización de ingresos y riqueza inapelablemente documentada en su libro. Más allá de cualquier balance sobre su inigualable capacidad de creación de riquezas, la evidencia de dos siglos confirma la infranqueable dificultad del capitalismo para distribuir con un mínimo de equidad la riqueza socialmente producida. El resultado fue la construcción de sociedades más desiguales e injustas. Acorralado por el diluvio de datos empíricos irrebatibles, el editorialista se limita a bramar con furia que se trata de “mediciones cuantitativas de distribución del ingreso groseramente estimadas por los ayudantes de Piketty”. Esto pone de manifiesto que ni siquiera sabe como se construyeron esos datos y los notables antecedentes académicos de los “ayudantes” del francés. En fin, una comprobación más de la deplorable metamorfosis del periodismo, devenido en burdo dispositivo de propaganda al servicio de los inconfesables intereses de un caballero que por muchas razones no quiere ser llamado por su nombre.