La educación escolar tiene un papel fundamental en todo proceso de transformación social. A semejanza de la política y la religión, la educación puede servir para liberar o para alienar; para despertar protagonismo o favorecer el conformismo; para generar una visión crítica o legitimar el status quo, como si fuera insuperable e inmutable; para suscitar una praxis transformadora o para sacralizar el sistema de dominación.
En estos comienzos del Siglo XXI la educación escolar difiere mucho de la que predominó en el siglo 20. Hoy día nuestra vida cotidiana está invadida por nuevas tecnologías que nos aportan, en tiempo real, informaciones capaces de interferir en nuestra forma de existencia y de relacionarnos (ciberespacio, relaciones virtuales, crisis de las ideologías liberadoras, nuevos perfiles familiares y sexuales, monopolio y manipulación de la información, etc.).
Por vivir en un cambio de época y movernos entre la modernidad y la posmodernidad, estamos amenazados por la crisis de identidad teórica. El instrumental teórico, que tanto nos reconfortaba e incentivaba en el siglo 20, y que nos parecía tan sólido, se derrumbó con la crisis de la modernidad y de la razón instrumental.
¿Qué le impide a la educación formar personas altruistas? Hace falta una educación que, además de la escolaridad, de transmisión cultural del país y de la humanidad, suscite en los educandos una visión crítica de la realidad y un protagonismo social transformador.
De hecho en muchos países la educación escolar se convirtió en una prisión de la mente, donde las disciplinas curriculares son repetidas sucesivamente, en orden a la cualificación de la mano de obra destinada al mercado de trabajo. No se plantea como prioridad el formar ciudadanos y ciudadanas comprometidos solidariamente con el proyecto social emancipatorio.
Vivimos en la era de la perplejidad ante el futuro emancipado. Estamos en el limbo del proceso libertario. Movimientos, grupos y partidos de izquierda, cuando existen, todos ellos parecen estar perplejos ante el futuro. Muchos ceden ante la fuerza cooptadora del neoliberalismo y cambian el proyecto de liberación social por el mero usufructo del poder, aunque eso implique corrupción y traición a las esperanzas de los oprimidos.
La hegemonía capitalista ejerce un poder tan avasallador que mucho de nosotros abdican del propósito de construir un nuevo modelo civilizatorio. Poco a poco, como si se tratase de un virus incontrolable, el capitalismo se impone en nuestras relaciones personales y sociales. Nos vamos adhiriendo a la fe idolátrica de que “fuera del mercado no hay salvación”.
En la esfera personal, cambiamos nuestra ideología liberadora por una zona de confort que nos permita el acceso al poder y a la riqueza, librándonos de la amenaza de integrar el contingente de los 2,600 millones de personas que sobreviven con un ingreso diario inferior a los 2 dólares.
La escuela es, sí, un espacio político. Si no se tiene claridad acerca de su proyecto político pedagógico se corre el peligro de transformarla en mero espacio de negocios para diplomar competidores refractarios a la ética y a los derechos humanos.