Sin embargo, si no hubiera habido seres humanos que plantearan problemas, no habría habido soluciones y tampoco habría habido ciencia. Tanto la una como las otras se logran soportando que el problema no coincida en el tiempo y el espacio con la solución. Es un algo que pide el objeto.
Como consecuencia, y sabiendo que la solución puede no hallarse jamás y de allí desprenderse una condena académica o sistémica, las "soluciones" que se han dado en realidad no son más que coincidencias forzadas, con el fin de aprobar anquilosadamente la proyección del poder en movimiento continuo.
La solución es recrear el territorio. "Pero eso está prohibido". Sólo en el territorio se pueden crear superficies que, en el mismo problema que plantean, manifiestan la solución. El problema –y, por lo tanto, la solución al colapso– es, pues, superficial. Ése es el riesgo al que nos enfrentamos, el verdadero riesgo: plantear problemas al poder desde la ciencia (episteme). Lo demás es la «actitud» que pide el poder en cir-culación continua para ser plenamente aceptado en sus filas. Primera condición: no renunciar a la globalización; es lo que exige el total (1).
El triunfo de la tesis de la sociedad de consumo
La estructura que la modernidad otorgó al vínculo entre mercancía, población, moneda y trabajo solemos llamarla capitalismo (de Estado, de mercado, mixto).
Como los otros elementos que compusieron el paradigma moderno (pedagogía, grandes ciudades, ideología, libertad, crítica, democracias ilustradas, burguesía, moda, cul-tura, estética…), el capitalismo padece la desintegración que el paradigma avisó como fatiga y agravio al final de la Segunda Guerra Mundial: la bomba atómica (devastación de Newton, los campos de concentración nacionalsocialistas o desmantelamiento de Descartes).
En ese momento, triunfa la tesis económica de la sociedad adquisitiva o de consumo, lanzada en los años veinte del siglo pasado, suficientemente criticada por autores de diferentes procedencias científicas y sin respuesta válida alguna del sistema. Sólo retórica lexicocrática.
Desde el final de esa guerra, la modernidad finalizada ha asistido a los diferentes colapsos que acabaron o redujeron a cenizas los distintos rostros del modelo moderno: la Razón. Sobre esos colapsos también se ha escrito suficientemente a lo largo de estos últimos 60 años, por ser restrictivos, sin encontrar el eco suficiente, si es que se produjo el mismo, en los vínculos sociales que se desencadenaron a lo largo de los últimos 35 años.
El capitalismo padece una doble vertiente de colapso. En un lugar (ubi), el co-lapso de lo económico, en su relación con la economía. En otro lugar (situ), el colapso entre la economía y las ciencias a las que hicieron auxiliares matrimoniales. Esa doblez no logra ser entendida como pliegue catastrófico.
Como la teología hizo arcilla de las demás ciencias, con el fin de eternizarse acríticamente como sistema modélico de la planetarización de sus discordias acumuladoras, el capitalismo aún no se ha enfrentado con un Concilio de Trento impuesto por un decidido Carlos V.
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¿Por qué no es una crisis lo que estamos padeciendo? En primer lugar, porque, como ya dijimos, si es una crisis, podemos esperar lo peor: el traslado del colapso a costa de los pueblos y las generaciones que encontrarán nuestra sucesión.
Sobre todo, no es una crisis porque ésta implica toma de decisiones para confirmar una continuidad a la que se le otorga una capacidad de pervivencia. La negación del inminente derrumbe, a pesar del apuntalamiento, no es la solución.
"No sabemos lo que puede pasar después de esta crisis a nivel social", comenta un economista serio. No saben, justamente, porque no hay crisis. En una crisis se toman decisiones distinguidas (de grado) para elegir el destino en referencia a lo que produjo tal o cual crisis de un determinado paradigma.
Alguien podría decir, con criterio, que estamos frente a otra de las crisis estructurales que presenta el capitalismo, desde hace dos siglos. Es cierto. Hay retracción del consumo, de la expansión, de las fuerzas productivas y de los medios de producción. Hay congelación de la masa monetaria y se habla de nuevo modelo económico.
El modelo de competencia está puesto en duda, así como el lugar que ocupa la empresa. Aparece un nuevo desequilibrio ente los países llamados centrales y los que se consideran periferia, y se ha vuelto evidente el deterioro en el comercio. Estas apariciones de la reiteración de la crisis estructural del capitalismo pueden hacernos creer que es una más. Y a esperar.
Sin embargo, desde el propio discurso de los apologetas del capitalismo, aparece un hecho novedoso: la desafectación de los objetos en su relación con la industria. Es como si el capitalismo se hubiese quedado sin motor o, por el contrario, hubiese sido devorado por la misma inercia de su movimiento totalista al tensar las elasticidades canónicas. Esto no significa "el fin de todo". El encubrimiento puede cumplir el efecto de traslado del problema de lo económico en su relación con la economía.
La vía de la crisis, forma de saturación paradigmática totalista
Estoy convencido, y así lo demuestran las inundantes medidas tomadas por los Estados, que se ha elegido la vía de la crisis como forma de saturación paradigmática, totalista, como forma de dar cuenta de que los responsables de la política económica no pueden pensar, pausar, cautivados por el cálculo que denigra el número y, lo que es peor aún, la noción fundante de la tecnología moneda.
Para que haya crisis es necesario que haya críticos distinguidos que tomen decisiones. La distinción, contraria a la vigilancia y el control, se caracteriza por la concesión a las personas distinguidas, fuera de mercado, que llevan la Cosa como único destino y allí se dirigen sin condicionantes a resolver un impasse. Lo que resuelvan los distinguidos será lo que haga que el criterio (crisis-crítica) prevalezca o caiga en los gritos dados a remeros esclavos reclutados en el supermercado.
También estoy convencido de que sacarán la economía hacia delante, tan hacia delante que ni podrán reconocerla como economía sino ya sólo como política de inversores ahogando o echando pequeños salvavidas a las democracias. Hasta que ya no les sirvan. Los plazos de ese salto cualitativo de la violencia del capital no pueden aún ser reconocidos por la generalidad de los humanos.
Los avatares que se introduzcan luego de la inundación (masiva) de capital y contabilidad para "reasegurar a los más poderosos" retocarán y trastocarán ese "crecimiento" que buscan y proclaman los distintos miembros de la feneciente trinidad moderna.
Al colapso interno de la economía con sus referentes auxiliares se añaden, en nuestra época de gestores, el problema energético y el medioambiental (2). Desconozco el sabor de ese cóctel y sus consecuencias sobre los humanos.
Otro discurso lleva a la comprensión del final de era
¿Por qué han decidido la crisis y no el colapso? En primer lugar, por un problema lexicográfico. Los escolásticos, posteriores a Tomás de Aquino –padre no querido de las deformaciones, simplificaciones y sofisticaciones universitarias que los alumnos imprimen al pensamiento de quien asignan como maestro–, fueron presa de los juegos lexicográficos durante varios siglos.
Quien más y mejor léxico dominara (produjera dominio, no discurso) era quien ejercía de jefe universitario. Secuela en lugar de escuela. Esta situación fue arrastrada tanto por la peste que arrasó la Edad Media y su modo de vida como por el Concilio de Trento, mientras los protestantes buscaron y lograron definir el colapso, asumiendo un nuevo rumbo dis-cursivo institucional, que echaba por tierra la globalización católica, y, sobre todo, económico: el capitalismo.
Aún hoy la Iglesia católica paga y hace pagar el no haber aceptado a tiempo el colapso lexicográfico de la lengua latina apropiada por sus teólogos y llevarlo adelante bajo la faceta religiosa de la crisis (de fe; de confianza, se diría hoy).
Siempre me cuestiono cuando en una disciplina, o en una obra de tendencia lexicográfica, sus juegos me producen un rechazo estético (por cierto, un rasgo moderno). O bien estoy frente a mis propios prejuicios, o bien allí hay algo repugnante, quizá pornosgraphós.
La lexicocracia de los economistas, sobre todo en los últimos años de la Guerra Fría y su "victoria", me produce esa repugnancia, tanto en mis prejuicios como en mis criterios estéticos. Es inaceptable el pornosgraphó del que hacen gala (3).
No sólo la economía padece la lexicocracia. Otras ciencias y disciplinas también han caído en las trampas del colapso de la división del trabajo productora de fatiga: colapso lexicográfico/voracidad divulgativa. Una voracidad que engulle emitiendo, en este caso y desde hace 30 años, imagen en pantalla; imagen de eternidad del modelo, de la vida urbana apetecible por lo imparable (circulación totalista), de las técnicas aplicadas a la industria como salvación escatológica.
Una de las razones por las cuales deniegan, salvo en los momentos iniciales del crash de 2008, cuando se atrevieron a hablar de colapso, es justamente que la crisis sostiene la creencia en la eternidad del modelo económico y sus efectos en los modos de vida publicitados, como producto de consumo, como sistema político o como modo reproductivo de la cohabitación urbana. Ese reino ilusorio fue sostenido como imaginario de eternidad del modelo imantándole lexicografía unidireccional, en este caso la dirección obligatoria de aceptar este momento de callejón sin salida de los humanos como una crisis (4).
Cuando las instituciones encuentran en la lexicocracia el sostén de su funcionamiento y normalidad, difícilmente pueden ejercer una pausa que les permita romper ese círculo vicioso para poner las cosas en su sitio (lo económico) y comenzar desde allí a cuestionar la cosa misma y el sitio desde donde ésta se observa (5).
En nuestro tema: ¿qué es el trabajo, la moneda, la mercancía? ¿Qué es el agrós y la ciudad? ¿Por qué hay comercio? ¿Qué formas de intercambio pertenecen al orden de lo humano? De estas preguntas se desprenden las tecnologías fundamentales (desde el neolítico), las que no deben ser obturadas por las sofisticaciones de cualquier totalismo lexicocrático (6).
De hecho, el totalismo no se desarrolla por un afán taxonómico sino por la lucha unidireccional para acumular la sumatoria absoluta de los fragmentos de las superficies deterioradas a fortiori.
La pausa, detener la acción del mal, es imprescindible. En efecto, para que aparezca la pausa debe avisar un compromiso ético. La pausa es un acto, no un suceso pasivo. Aún más, al ser un acto no puede ser cualquiera sino un acto de separación.
Si no hay pausa, aparecen las diversas formaciones del pegoteo endogámico y la institución, cualquiera, se satura y colapsa. Aparece lo inseparable como talla a la endogamia para disfrutar de la inmensa felicidad promiscua, acrítica y, en este caso, también, lexicocrática. Una lexicocracia que es siempre fruto de la sofisticación sostenida por ideales institucionalizados.
El elogio lexicocrático indiscutible llamado «cultura de masas» se encargó, por ejemplo, de acabar con la concepción burguesa de intimidad y, sin embargo, no rescató su noción aristocrática, la del rechazo al absolutismo monárquico que pretendía extender sus controles, eso que lo sostenía (7). Los monarcas del despotismo ilustrado del siglo XVIII suponían que aumentando los controles aplacarían cualquier rebelión o revolución contra su poder. Podemos verificarlo en el fracaso de Turgot imponiendo la contención del déficit frente al aumento del lujo.
Entonces, en el lugar de la intimidad apareció el totalismo de la vida superpuesta por imágenes retocadas en pantalla como su versión masiva: la obscenidad, el estar por fuera de cualquier escena que registrara la presencia de los cuerpos y sus poros, atrapados en la dictadura de la imagen obturada en pantalla.
Lo obsceno como la virtualización de los cuerpos arrojados a una vida de diseño cooligan, happy, con el fin de quitar el cuerpo de la relación con otro cuerpo que comprometa la aparición de los poros (8). Los poros, los cuerpos, la presencia o ausencia del otro como verdad de lo concreto. Pausa. Superficie. Pantalla para el amor y la pausa sexual.
La pausa pone en peligro lo obsceno, lo desagrega como función central totalista y sus producciones de confusión en el lazo social. Territorio de la entrega de lo íntimo compartido, se convierte en la peor enemiga de la vida diseñada para la razón de éxito: servir a un amo amable y simpático.
En este sentido, la pausa tiene por cometido hacer cesar el mal, inclusive aquel que logra articularse como argumentación del bien (lo admitido en el resultado/total) a través del pornosgraphós.
Tarde o temprano, nunca en el momento apropiado, si no aparece la pausa, se ter-mina quemando todo, hasta el muerto que se lleva a un sitio lejano; como no funciona la pausa frente al muerto en Mientras yo agonizo, de William Faulkner, y todo acaba ardiendo. Insisto, me refiero a la pausa como autocrítica distinguida: "qué estoy haciendo con mi vida". No como "me tomo una aspirina y sigo".
En cambio, y en este periodo de la historia, aparece la prórroga. El intento por hacer una última jugada de ruego que demore. O sea, prolongar una vez que el tiempo adquirido ha sido superado y se decide suceder los problemas cruciales con el fin de que la circulación totalista continúe sin interrupción, sin territorio.
Se habla de "crisis" o "ralentización económica". Lo cual indica, en ambos casos, una añoranza de la velocidad de llegada a la que se estaba moviendo el capital. Deberíase trabajar, en cambio, en qué indica esta "ralentización crítica". Sin embargo, se la combate con más riesgo para imprimir una vez más la velocidad que necesita la avidez del total.
El colapso del capitalismo, de este modo, no sólo va a profundizarse en las vertientes a las que referimos, sino en el de los otros testigos teóricos y prácticos de la modernidad posdatada; inclusive aquellas formas discursivas que deseamos encuentren su sitio en el nuevo periodo, el cual aún no ha sido hallado ni solicitado, en esa prórroga irresponsable e institucionalmente aterrorizada, su nueva vertiente sintomática, negadora de la caída aún sin definir de aquellos anquilosados ideales modernos.
El automatismo acrítico que el capitalismo eligió como vía totalista, no sólo a par-tir de la segunda posguerra mundial sino, sobre todo, a partir de la crisis del canal de Suez de 1956, cuando el Reino Unido traslada todo el poder al aparato de Estado estadounidense, generó una pérdida difícilmente reparable para el recorrido económico y civilizatorio europeo.
Ese automatismo acrítico se leyó (y aún se lee), a partir de la caída del bloque soviético, como el triunfo imaginario de la concepción ad infinitum de un sistema que pronto tocará el cielo con las manos, tal como sueña. «Hemos derrotado a los malditos soviéticos, por lo tanto el mundo es nuestro para siempre. ¡A reventar de placer!»
La crítica es, justamente, la forma que una de las formas de la pausa, iluminadora, eligió para la modernidad. Desde los años cincuenta del siglo pasado se habla de la muerte o de la crisis de la crítica: literaria, pedagógica, científica, musical, lógica, económica... Esa crítica intentó, como último tramo de pervivencia moderna, des-abastecer el biografismo burgués por la lectura de la estructura de cada obra, de cada modelo o sistema.
¿Cómo se prolongará el capitalismo una vez fenecida la burguesía?
La destrucción de la burguesía prevista por Marx ya se ha dado a sí misma y hace tiempo los argumentos acríticos, encriptados, de su suicidio como clase dominante. Simplemente, ya no le era útil al total del capitalismo. La burguesía, mientras existió como poder, garantizaba aún cierta existencia de la territorialidad, aunque no fuera de otra forma que evidenciando la atribución de la intermediación que heredó del feudalismo.
La burguesía dominó no sólo las industrias y los bancos sino también las distintas vertientes del arte y el pensamiento. De ella salieron tanto grandes fortunas como transformadores e inventores de distintas disciplinas y revoluciones de las que podemos sentirnos tendentes al reconocimiento agradecido. Todas ellas con sus referencias críticas apropiadas y muchas veces convenientes.
Esa caída de la burguesía ha producido un efecto apático en el hecho crítico mismo, volcando hacia la vociferación de la expresión, los avances del oportunismo, la justi-ficación aleatoria del salvajismo competitivo, del todo vale espectacular (9). Al mismo tiempo, hemos «interiorizado» de un modo tan profundamente alienante la censura de la vociferación en pantalla, tan temida, que ya no es necesaria la hoguera del inquisidor. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿puede sobrevivir el capitalismo a la caída de la clase para la que fue creado, la burguesía?
Sin censura, en el sentido de mesura, no hay distribución posible. No hablamos sólo de redistribución. Tampoco funcionaría la distribución de la riqueza entre los ricos. Si esa censura, ese límite, no aparece o es obstruido, la riqueza colapsa. Surge la versión validada del canibalismo. Todo, vale.
Las clases, entre otras, cumplen la función de límite al canibalismo dentro de una misma clase, social en este caso. Uno de los núcleos del colapso en el cual estamos instalados fue la desconfianza de los ricos entre sí como consecuencia de no pertene-cer a clase alguna.
Hace algunos años, le planteé el problema de la caída de la burguesía a Joseph Stiglitz , quien me comentó que él no veía la ausencia de una clase burguesa dominante sino que ese lugar lo ocuparía una especie de burguesía "tecnológica".
Espero que no sea así y tengo la percepción de que ése es el proyecto, lo cual obligará a pensar algunas cuestiones políticas de un modo notablemente diferente. Una diferencia que piense los distintos niveles oclu-sivos que este sector social puede ocasionar en el lazo social. Es justamente la tecnocracia la que para mí todavía es un sector social, la que busca al capataz perfecto de los remeros esclavos, con el fin de que se sientan en libertad por poder insultar al remero que tienen delante con datos biográficamente difamados en pantalla (10). La muerte de las democracias generada por el golpe de Estado de los tecnócratas lexicográficos.
Ya hay signos claros, tanto en la moral cooligan como en el Nuevo Orden tecnocrático y científicamente (doxa) higiénico y prolijo, en la fabricación de guetos supuestamente identitarios, en la corroboración del paso acrítico de un estado al otro atravesados por el aval de la imagen (eidolos), de que ese sector social ha sido entronizado. Los cooligans, esos anuladores de la tragedia del sueño humano.
Su coronación patética no tiene otro fin que la construcción aleatoria de un nuevo modelo de sector social, amante de la autoproclamada "sociedad abierta", que prorrogue la existencia del capitalismo como único superviviente de la modernidad de la corrección permanente.
De ocurrir un intento de dicha sustitución de las democracias por tecnocracias (al principio seguramente encubiertas por las votocracias), se producirá un aumento constante, sin solución, de las contradicciones paradigmáticas. Cualquier praxis y práctica democráticas saldrá enrarecida si se decide dar el paso al abismo de los tec-nócratas en el poder.
De las democracias a las tecnocracias sólo hay un camino segu-ro, la implantación invariable del "discurso único" como obligado camino recorrible para resucitar la conjugación convulsiva entre sistema y modelo del capitalismo. Concretamente, la implantación del totalismo como sistema de gobierno.
De hecho, ¿no han trabajado a lo largo de dos siglos para que eso sucediera en los "Modern times"? La burguesía construyó su suicidio fabricando la locura de la competencia técnica/patente hasta que ésta ya no la necesitó y la dejó caer. Cuando cede, lo que cae se somete a lo peor. ¿No querían omnipotencia "tecnológica" para competir "apalancados"? ¡Ay!, ahí tienen su pagaré totalista.
El problema (sin duda energético, vital) lo tendrán los ciudadanos. El problema (sin duda institucional pero también en el nivel del mito) lo padecerán aquellos que sostuvieron las posibilidades de las democracias por encima de las técnicas aplicadas a la industria del consumo y sus «ingenierías» financieras.