Héctor E. Schamis
29 MAR 2015 - 03:32 CEST
La frase pertenece a Beatriz Rojkés, Senadora argentina por Tucumán.
Acompañada por la Ministra provincial de desarrollo social, Beatriz
Mirkin, la Senadora se encontraba en el sur de la provincia, visitando
zonas inundadas. A viva voz los afectados expresaban sus quejas a las
funcionarias, aparentemente por la escasa ayuda recibida. El enfado de
los damnificados crecía junto con el malhumor y la incomodidad de la
Senadora. “Acá nos inundamos. Usted vive en una mansión allá [en la
capital provincial], pero mírenos a nosotros”, le recriminó un hombre.
La respuesta no se hizo esperar: “Yo tengo diez mansiones, no una, pero
estoy acá. Yo podría estar ahora en mi mansión, pedazo de animal, vago
de miércoles”, concluyó Rojkés. En youtube se hizo viral y hasta surgió
un hashtag, #YoTengoDiezMansiones.
La Senadora Rojkés es esposa del Gobernador de la provincia, José
Alperovich. La Ministra Mirkin es prima del Gobernador. Los Alperovich
son miembros importantes del oficialismo a nivel nacional; la Senadora
fue tercera en la línea de sucesión. En el poder desde 2003, Alperovich
reformó la constitución provincial para quedarse más tiempo del
estipulado, tres períodos consecutivos. Luego de rumores de otra reforma
para permitir la reelección indefinida, como sucedió en otras
provincias y como lo intentó la propia Fernández de Kirchner, la idea
fue desechada. No sorprendería ahora que la candidata a la gobernación
sea su esposa. El poder y sus enroques; sus puertas giratorias, en
realidad, porque el enroque solo ocurre una vez.
Pero Tucumán es más que anécdota. Es un prístino retrato de las formas
patrimoniales de dominación, comunes en América Latina y otras
latitudes, capaces de reproducirse tanto a nivel local como nacional. El
diálogo citado, que no fue diálogo, revela ese microcosmos del
patrimonialismo. Algunos verán populismo en la escena, pero es un error.
El populismo es una relación de dominación jerárquica, donde el poder
también circula de arriba hacia abajo, pero que está envuelto en un
lenguaje de horizontalidad de la relaciones sociales, el viejo mito de
la igualdad.
En la escena tucumana no hay horizontalidad alguna, ni en las relaciones
de poder ni en el discurso. Para la Senadora, no hay razón para ocultar
que es más rica de lo que el subalterno inundado suponía, diez veces
más rica. Es que allí reside su legitimidad. Su presencia en esa región
no es por obligación institucional sino por abnegación, precisamente
porque podría estar en cualquiera de sus diez mansiones, todas con piso
seco y techo firme. La Senadora pierde los estribos porque se ha metido
en el barro con generosidad paternalista y el necesitado es incapaz de
apreciarlo, le responde con ingratitud. Cuando el poder es tan
asimétrico, el pobre hasta puede perder su condición humana—“pedazo de
animal”—simplemente por ser ingrato.
Son los atributos de un orden político que Juan Linz llamó “sultanismo”.
Con el Imperio Otomano como metáfora y Max Weber como inspiración, la
noción describe un sistema de dominación donde el límite entre lo
público y lo privado es tan poroso que ambas esferas se fusionan. El
sultán administra la cosa pública igual que como administra su
plantación, su hacienda…o su concesionaria de automóviles, como
Alperovich. El Estado es la extensión de los dominios del sultán, de sus
activos.
Como tal, el nepotismo se convierte en el principio organizador de la
administración de ese Estado por necesidad. El nepotismo existe en todo
tipo de régimen político, pero en el sultanismo tiene otro valor
estratégico, es mucho más que la práctica de repartir cargos entre
parientes. Es el instrumento más importante de dominación, la garantía
de concentración endogámica del poder del Estado y de su reproducción en
el tiempo, su perpetuación. Las relaciones de parentesco naturalizan la
discrecionalidad y la arbitrariedad del sultán.
El Estado de Derecho se debilita hasta esfumarse. La dominación es
personalista, se hace dinástica, cuasi monárquica, solo que no es una
monarquía constitucional sino absolutista. La noción de accountability—el
responder por la legalidad y legitimidad de los actos de gobierno—es
aquí ficticia. El sultán solo le rinde cuentas a Dios y ello no ocurre
en la tierra.
En ese régimen el poder despótico captura intereses e identidades,
los transforma en rehenes de sus impredecibles caprichos. Lo hace por
medio del clientelismo, la distribución a discreción de premios y
castigos. Las redes clientelares crecen, pero no como política social de
un Estado redistribuidor, sino como arbitraria manipulación para
beneficio del poder. La pobreza no necesariamente disminuye, o no se
sabe porque no se mide, lo cual es común a estos regímenes. Es que en
realidad tampoco importa.
En esta brevísima historia, el lector encontrará rasgos que van, en
el espacio, de Trujillo a Marcos y de Ceaușescu a Stroessner y los
Duvalier, por nombrar algunos ejemplos. Pero también van, en el tiempo,
de los Somoza a los Ortega, de Batista a los Castro y de Juan Vicente
Gómez a Chávez, también como ilustración. El sultanismo no ha muerto,
está vivo y goza de buena salud. Macondo es muy real y los Buendía
siguen sucediéndose unos a otros.
Son todos lugares donde el poder causa la peste del insomnio y la
peste del olvido. Es esa amnesia que explica la repetición, porque las
personas hasta olvidan leer su propia historia. Solo les queda esperar
cien años para poder descifrar su propio destino. Hasta entonces,
seguirán gobernadas por los propietarios de mansiones, los sultanes.
Twitter @hectorschamis
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