Los momentos más complicados de la vida nos enseñan que somos más fuertes de lo que creíamos. Vale la pena recordarlo.
Cada vez que ocurre lo peor, tenemos la oportunidad de ser el mejor yo que podríamos ser. Cuando los desafíos parecen inalcanzables y la esperanza se convierte en un recuerdo distante, una nueva esperanza, más fuerte aún, está echando raíces.
Aunque los hechos de la vida cotidiana puedan dañarnos terriblemente y empujarnos hasta lo más profundo, nada puede robarnos la capacidad y el deseo de conectar con las cosas buenas de la vida. Y así, esa bondad siempre, a su modo propio y especial, prevalece, a pesar de las inimaginables probabilidades en contra.
Porque esa bondad vive en nuestros corazones, donde siempre podemos mantenerla con vida. Y como sabemos que se siente tan absolutamente bien, es precisamente eso lo que hacemos.
En los momentos cotidianos, la bondad vive. En los momentos más felices y durante los días más oscuros, se afianza más aún y adquiere más sentido en lo más profundo de nosotros mismos.
Nos detenemos para recordar todo aquello que ya ha sucedido, y miramos hacia adelante en dirección a las muchas posibilidades que están, ahora, asomando a la vida. A través de todo ello, por debajo de todo ello, llevamos con nosotros una bondad perdurable en el tiempo, una bondad de la que no podemos desprendernos.