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General: juana azurduy
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Respuesta  Mensaje 1 de 21 en el tema 
De: Ruben1919  (Mensaje original) Enviado: 30/06/2013 06:18

Juana Azurduy

La Teniente Coronela

Capítulo I

de Mario `Pacho´ O' Donnell


Juana nació en Chuquisaca. Eso no era nacer en cualquier lugar ya que dicha ciudad, que también reci­bía los nombres de La Plata o Charcas, era una de las más importantes de la América española.

Pertenecía al Virreynato del Río de La Plata desde 1776, igual que el resto del Alto Perú, y en ella residí­an nada menos que la Universidad de San Francisco Xavier, la Audiencia y el Arzobispado.

En los claustros de primera se formaron la mayo­ría de quienes protagonizaron la historia de las inde­pendencias argentina y altoperuana. Entre nuestros próceres cabe nombrar nada menos que a Castelli, Moreno, Monteagudo y otros.

Era una ciudad socialmente estratificada, desde la aristocracia blanca que podía alardear de antepasados nobles venidos desde la Península Ibérica hasta los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles empedradas o mal subsistían del "pongueaje" en las avaricientas casas señoriales. Entre ambos había sacerdotes, togados y concesionarios de mitas y yaco­nazgos enriquecidos fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a pesar de que sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas.

En la universidad circulaban las ideas de los neoescolásticos españoles -Vitoria, Suárez, Covarrubias, Mariana-, que prepararon el camino para la conmoción ideológica producida por la Enciclopedia Francesa,y las ideas de Rousseau. Fue allí donde nacieron las demandas de igualdad, libertad y fraternidad que comenzaron a conmover los cimientos de la dominación española en sus colonias virreinales del sur de América.

En las cercanías de Chuquisaca nació Juana Azurduy, y tal destino geográfico influyó decisivamente en su vida. Fue hija de don Matías Azurduy y doña Eula­lia Bermudes.

Era niña agraciada que prenunciaba la mujer de la qué mentaríase su belleza. Una contemporánea, doña Lindaura Anzuátegui de Campero la describía así: "De aventajada estatura, las perfectas y acentuadas líneas de su rostro recordaban el hermoso tipo de las transtiberianas romanas".

Valentías Abecia historiador boliviano, señala que "tenía la hermosura amazónica, de un simpático perfil griego, en cuyas facciones brillaba la luz de una mira­da dulce y dominadora". Esa indiscutible belleza será en parte responsable del carismático atractivo que doña Juana ejerció sobre sus contemporáneos.

Su madre, de allí su sangre mestiza, era una chola de Chuquisaca que quizás por algún desliz amoroso de don Matías Azurduy, se elevó socialmente gozando de una desahogada situación económica, ya que el padre de doña Juana era hombre de bienes y propie­dades.

Juana heredaría de su madre las cualidades de la mujer chuquisaqueña: el hondo cariño a la tierra, la apasionada defensa de su casa y de los suyos, la viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el espíritu de sacrificio. La conjunción de sangres en ella fue enriquecedora, pues llevaba la sabiduría de los incas y la pasión dé los aventureros españoles. Pues también mucho tuvo de la España gloriosa y esforzada por línea paterna, porque fue mujer de ambición y de sentido de grandeza, capaz de casi todo en la persecución de sus ideales.

Nació el 12 de julio de 1780, dos años después de un hermano muerto prematuramente, Blas. Quizás algo de los varoniles atributos que sin duda caracterizaron a doña Juana se debiera al duelo imposible por una pérdida irreparable que hizo que los padres le transfiriesen las características reales o idealizadas de quien ya no estaba. También es de imaginar que en una sociedad conservadora como la chuquisaqueña, don Matías y doña Eulalia hubiesen anhelado la llega­da de otro varón para que perpetuase un apellido considerablemente noble y también para que en su adultez pudiese sustituir al padre en la administración de las propiedades familiares.

En aquella época, lo que resalta aún más la extraordinaria trayectoria de doña Juana, las mujeres esta­ban irremisiblemente condenadas al claustro monacal o al yugo hogareño.

De niña, Juana gozó en la vida de campo de libertades inusitadas para la época. Se crió con la robustez y la sabiduría de quien compartía las tareas rurales con los indios al servicio de su padre, a quienes observaba y escuchaba con curiosidad y respeto, hablándoles en el quechua aprendido de su madre y participando con unción de sus ceremonias religiosas.

En su vejez contaba que fue su padre quien le enseñó a cabalgar, incentivándola a hacerlo a galope lanzado, sin temor, y enseñándole a montar y a desmontar con la mayor agilidad. La llevaba además consigo en sus muchos viajes, aun en los más arduos y peligrosos, haciendo orgulloso alarde ante los demás de la fortaleza y de las capacidades de su hija. Sin duda se consolaba por el varón que el destino y el útero de su mujer le negaran. Así iba cimentándose el cuerpo y el carácter de quien más tarde fuese una indómita caudilla.

Vecinos de los Azurduy, en Toroca, eran los Padilla, también hacendados. Don Melchor Padilla era estre­cho amigo del padre de Juana, y ellos y sus hijos se ayudaban en las tareas campestres y compartían las fiestas. Pedro y Manuel Ascencio, bien parecidos, fran­cos y atléticos, forjados en la dura y saludable vida del campo, eran los jóvenes Padilla, y muy pronto entre Juana y Manuel Ascencio se despertó una fuerte corriente de simpatía.

La intensa relación cíe Juana con su padre se acen­tuó aún más con el nacimiento cíe una hermana, Rosa­lía, quien capturó la mayor parte de los desvelos maternos, en tanto don Matías terminaba de conven­cerse de que jamás sería bendecido con un hijo macho.

Siguiendo con las costumbres de la época, termina­da su infancia, Juana se trasladó a la ciudad para aprender la cartilla y el catecismo, lo que hacía sin duda a contrapelo de su espíritu casi salvaje, enamora­do de la naturaleza, de los indígenas y del aire libre, pero que también le confirió la posibilidad de desarro­llar su inteligencia notable y le aportó las nociones para organizar el pensamiento lúcido que siempre la caracterizó.

Marcada por un sino trágico que la perseguiría toda su vida y que la condenaría a la despiadada pérdida de sus seres más queridos, su madre muere súbitamente cuando Juana cuenta siete anos sin que jamás pudiese enterarse de la causa misteriosa, por lo que su padre la llama nuevamente junto a él, al campo. Pero esto tampoco duraría mucho porque don Matías, enzarzado en un entrevero amoroso, muere también, violentamente, sospechándose que a mano de algún aristócrata peninsular que por su posición social pudo evadir todo escarmiento.

No es improbable que esta circunstancia de brutalidad y de injusticia, que la separó definitivamente de quien ella más amaba -y a quien ella más debía-, haya teñido el inconsciente de Juana de un vigoroso anhelo de venganza contra la despótica arbitrariedad de los poderosos.



Capítulo II

 

 



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Respuesta  Mensaje 7 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:25

Estos éxitos, sumados a la expansiva aureola de Pachamama que seguía adquiriendo doña Juana, per­mitieron a los Padilla engrosar sus tropas. Pero tam­bién ayudaban las buenas nuevas: desde el sur venían gentes anunciando que se estaba organizando otro ejército auxiliar abajeño, financiado en gran parte con los tesoros que Belgrano había saqueado de la Casa de Moneda en Potosí, lo que le había granjeado la antipatía de muchos altoperuanos. Mucho más cuando s­e supo que al retirarse huyendo luego de sus derrotas había intentado volar tan bello e histórico edificio.

Lo relata José María Paz, quien entonces era un joven capitán. Eran los días posteriores al desastre de Ayohúma:

"El enemigo no estaba quieto, y nuestra per­manencia en Potosí no podía ser larga. El 18 por la mañana se dio la orden de marcha para esa tarde, y a las dos estuvo la infantería formada en la plaza, y la caballería en la calle que está al costado de la Casa de Moneda. Las tres serían cuando se marchó el general Belgrano con la pequeña columna de infantería, quedando solamente el general Díaz Vélez con nosotros, que seríamos ochenta hombres. Se empezaron a notar algunos secretos entre los jefes más carac­terizados, y había en el aire algo de misterio que no podíamos explicarnos. Luego estuvimos al corriente de lo que se trataba ".

Se dieron órdenes a los vecinos de la plaza y demás cercanías a la Casa de Moneda para que aban­donasen sus casas con sus familias y se retirasen a una distancia mayor a las veinte cuadras, Nadie compren­día el objeto de estas órdenes, y las casas, lejos de desocuparse, se cerraban con sus habitantes dentro, lo más seguramente que podían. Poco a poco fue acla­rándose el misterio y empezó a divulgarse el motivo de tan extraña resolución:

“Para persuadir al vecindario a que abando­nase por unas horas sus casas y al populacho de la calle que se retirase, se creyó conveniente ir haciendo revelaciones sucesivas. Se les dijo, primero, que corrían inminentes peligros si no obe­decían; luego, que iban a ser destruidas sus casas y perecerían bajo sus ruinas; finalmente, se les confesó que el sólido y extenso edificio de la Casa de Moneda iba a volar a consecuencia de la explosión que baria un gran depósito de pólvora que iba a incendiarse".

Y no se trataba de un engaño, puesto que, efecti­vamente, se había resuelto en la reunión del Alto Mando hacer volar la Casa de Moneda para que los realistas, que se acercaban pisando los talones de los vencidos patriotas, no pudiesen sacar provecho de ella.

"La sala llamada de la fielatura, porque en ella se pesan las monedas que han de acuñarse, queda al centro del edificio y está más baja que lo restante de él. En esta sala se habían colocado secretamente numerosos barriles de pólvora, para cuya inflamación debía dejarse una mecha de duración calculada para que a los últimos nos quedase el tiempo bastante de retirarnos. "

Estaba el sol próximo a su ocaso, cuando el gene­ral Díaz Vélez, cansado de órdenes e intimaciones que no se obedecían, y en que empleó a casi todos los ofi­ciales y tropa que formaban la retaguardia, resolvió llevar a efecto el proyecto, aunque fuese a costa de los incrédulos y desobedientes.

Ya se prendió la mecha, ya salió el último hombre de la Casa de Moneda, ya se cerraron las gruesas y ferradas puertas de la gran casa, cuando se echaron de menos las inmensas llaves que las aseguraban:

"Vi al general en persona agitándose como un furioso y pidiéndolas a cuantos lo rodeaban; pero ellas no aparecieron. Entretanto el tiempo urgía, la mecha ardía y la explosión podía suceder de un momento a otro. Fue preciso renunciar al empeño de cerrar las puertas y, contentándose el genenal con emparejarlas, montó en su 'Doncella­' (su mula tenía este nombre) y dio la voz de partir a galope".

La precipitada marcha no se detuvo hasta el Soca­vón que está a una legua de la plaza, adonde llegaron al anochecer. Deseando gozar en su totalidad del terri­ble espectáculo de ver volar en pedazos un gran edifi­cio y quizá media ciudad, las tropas hicieron el cami­no con la mirada vuelta hacia atrás:

"Yo aseguro que no separé un momento la visa de la dirección en que estaba la Casa de Moneda, lo que me originó un dolor en el pes­cuezo que me duró dos o tres días después".

Llegaron al Socavón desconfiando ya de que Ocu­rriese la explosión. Un cuarto de hora después ya era certidumbre que la mecha había sido apagada o sus­traída.

El general Belgrano, decepcionado y rabioso cuan­do vio fallida la operación, hizo un último esfuerzo por llevarla a cabo:

“El capitán de artillería don Juan P. Luna se presentó ante nosotros con una orden del Comandante en Jefe para que se pusiesen a su disposición veinticinco hombres de los mejor montados con los que debía reingresar en la ciu­dad y en la Casa de Moneda, volver a preparar y encender la mecha encendida que la hiciese volar".

Pero esto ya era imposible, pues el vecindario potosino, que no quería ver destruido el más valioso ornamento de su pueblo, ni derrumbadas sus casas, tampoco morir sepultado bajo sus ruinas, hubiera hecho pedazos al capitán y sus veinticinco hombres. Luna llegó a los suburbios, olfateó de qué se trataba y se retiró prudentemente.

La mecha había sido apagada por el oficial traidor N. Anglada, mendocino, del ejército patriota, quien, bien parecido, se dejó seducir por una dama realista enterada por el mismo Anglada del plan de voladura, quien lo convenció de arrancar la mecha y de ocultar las llaves que cerraban la puerta de acceso.

El plan de Belgrano, absolutamente comprensible desde un punto de vista militar, ya que se trataba de quitar recursos al enemigo, y que mucho se parece al "éxodo jujeño" de tiempo después, es una mancha indeleble que opacó la figura de don Manuel ante los altoperuano, orgullosos de un edificio tan vello que recibe el apelativo algo excesivo de “el Escorial de América”.

 



Capitulo XIII

 

Doña Juana transcurrió un raro tiempo sin comba­tes, alternando su honda relación con Padilla y su maternal dedicación a sus hijos con la organización de un escuadrón al cual dio el pomposo y excesivo nom­bre de "Húsares", porque los nativos eran muy sensi­bles a los nombres extranjeros. Se encargó también de dotarlos de un uniforme precariamente concebido pero suficientemente marcial, para ser lucido con orgullo y altivez.

Este regimiento tuvo su bautismo de sangre el 4 de marzo de 1814 en la batalla de Tarvita. Enterado el matrimonio guerrillero de que avanzaba un nutrido regimiento realista al mando del comandante Benito López, se emboscaron en un desfiladero con el fin de sorprenderlo y destrozarlo, y en el momento oportuno atacaron con sus fuerzas considerablemente inferiores.

Los tablacasacas eran un escuadrón bien pertrecha­do y disciplinado, y pudieron resistir el embate que Manuel Ascencio condujo a su cabeza, reagrupándose para salir en persecución de los guerrilleros.

Pero fue en ese momento cuando los "Húsares" comandados por doña Juana entraron en acción y se precipitaron contra el flanco izquierdo de los godos, mientras que Zárate hacía lo mismo, en una maniobra bien combinada, contra el derecho.

Después de dos horas y media de cruento comba­te, la acción se definió en favor de los patriotas. López, el comandante español, huyó y buscó refugio en el pueblo de Tarvita.

Habían escogido para atrincherarse la casa del cura, que era espaciosa y de paredes anchas. En los lugares de acceso levantaron barricadas de adobe, convirtie­ron los ventanucos del granero en aspilleras y, así parapetados, esperaron el ataque.

No tardó mucho en oírse el griterío de los indios y cholos que avanzaron sobre la casa, pero varios de ellos rodaron sobre el suelo, alcanzados por los certe­ros disparos que partían desde el interior.

Padilla, cambiando de táctica, ocultó preventiva­mente a sus hombres en los ranchos vecinos e intentos incendiar el refugio enemigo, mas tampoco obtuvo resultado, ya que los precavidos españoles habían cubierto de barro el techo.

-Cuando yo vaya a arrimar una escalera en aque­lla esquina -dijo, indicando con su diestra-, todos a pegar tiros y tiros a las ventanas...

Te van a matar. ¿Qué es lo que vas a hacer? -pro­testó doña Juana.

-Ya lo verás. Con que... denle duro. -Y se alejó por una calle estrecha.

Cesó por unos momentos el ataque. Ningún dispa­ro, ninguna voz. El corazón de la guerrillera latía de inquietud; sus ojos, de tanto mirar el ángulo indicado, se empañaban. Luego el tiroteo se renovó con mayor intensidad, porque cautelosamente Padilla se aproxi­maba ya al granero arrastrando una escalera que arri­mó en el ángulo donde no había troneras y trepó al techo cargando un bulto y su fusil.

¿Qué era lo que intentaba?, se preguntaron sus par­tidarios. Los disparos continuaron aceleradamente y el vocerío de los indios era ensordecedor. Padilla hora­daba ahora el techo con el arma.

-¡Al asalto! ¡Al asalto! -gritó Hualparrimachi ense­ñando su cara ensangrentada y los indios envalentona­dos corearon con ímpetu.

El caudillo continuaba trabajando como un catea­dor de minas. Había hecho un boquete.

Los de adentro no se daban cuenta de lo que esta­ba sucediendo en el techo, atentos a la amenaza de asalto, a los disparos, a esos indios que avanzaban por delante y por detrás del granero.

Rozando la frente de Padilla silbó lentamente una bala. Impertérrito, obcecado, siguió su trabajo hasta concluirlo. Tomó entonces el bulto, que no era otra cosa que un cesto de ají, lo amarró con un lazo de cuero remojado y, convenientemente sujeto a su fusil, lo incendió, dejándolo caer por el boquete. Volvió a cubrir el agujero con barro y paja y saltó desde el techo entre el clamor de sus guerrilleros.

Los realistas vieron pender sobre sus cabezas una brasa gigante que humeaba con insoportable olor y, sintiéndose cegados y al borde de la asfixia, abando­naron la lucha. El humo sofocante del ají los obligó a abrir las puertas, salir al campo y rendirse a discre­ción.

Luego de dicha acción, Hualparrimachi, que sabía husmear donde los demás no encontraban nada sos­pechoso, descubrió disimulada en la vestimenta de algunos de los prisioneros una carta que dirigía San­chez de Velasco al derrotado. comandante López, en la que le anunciaba que el hijo de éste, Francisco López de Quiroga, estaba ya cerca con un escuadrón para unírsele y aumentar su poderío para derrotar a los Padilla.

Estos inmediatamente dispusieron la estrategia ade­cuada para dar cuenta de los nuevos y desprevenidos contingentes enemigos, y así fue como en una embos­cada los derrotaron rápidamente. Tanto Sánchez de Velasco como López de Quiroga fueron hechos prisio­neros y puestos al cuidado de Zárate, quien se repo­nía de algunas heridas importantes recibidas en el combate de Tarvita.

Si bien hasta ahora los Padilla habían logrado sofo­car con habilidad y coraje los embates de sus enemi­gos, era evidente que éstos estaban cada vez más decididos a terminar con ellos concentrando fuerzas, debido a que la resistencia de otros caudillos iba apa­gándose, y preocupados porque la supervivencia de Manuel Ascencio y Juana convencía aún más a quie­nes los imaginaban dotados de condiciones sobrenatu­rales, inmunes a las armas realistas y con capacidad para invisibilizarse en el momento oportuno. De otra manera era inadmisible que los enfurecidos y podero­sos godos aún no hubieran podido dar cuenta de ellos.

El redoblado acoso obligaba a los guerrilleros a moverse con mayor precaución en terrenos cada vez más difíciles, en condiciones climáticas extremas, resultándoles a veces imposible conseguir alimento durante varios días.

Esto producía un progresivo deterioro en la condi­ción física de los niños Padilla. Ya no le era fácil a Manuelito trepar como cabra a las alturas y a veces debía sentarse sobre una roca para recobrar el aliento. En cuanto a Mariano, se lo notaba más apagado, sin entrometerse en todo y con todos, replegado sobre sí mismo. También las niñas alegaban con frecuencia no tener fuerzas para seguir caminando y reclamaban que se las llevase en brazos. En todos ellos eran evidentes una pálida delgadez y una creciente debilidad.

A pesar de tales penurias los jefes realistas, luego de Tarvita, no fueron pasados por las armas sino con­servados con vida e incorporados a la furtiva carava­na. Esta magnanimidad contrastaba con la impiedad de tantos jefes al servicio del rey, pero también, para ser leales a la verdad, con la de otros jefes de Republiquetas que emularon a sus enemigos llevando siempre a cabo una atroz guerra de exterminio, en la que los rendidos, los prisioneros y los heridos de uno y otro bando eran inevitablemente ejecutados, a veces luego de feroces tormentos.

Hasta se dieron casos de canibalismo, como lo rela­ta el Tambor Vargas:

“El 29, día de San Miguel en la fiesta de Lequepalca, estaban los indios de la Patria jun­tando gente, sorprendieron a dos mozos que eran orureños guardas de Alcabalas, los atrope­llaron y mataron a palos, también al hijo de un amedallado del rey (Así se designaba a los nativos altoperuanos distinguidos por sus servicios a España. (N. del A.) lo mataron, después machu­caron el cuerpo del muchacho en un batán, esto es, lo molieron.

"El 30 juntándose los del rey con bastante indiada y tres bocas de fuego llegaron a Lequepalca, después que los patriotas se fueron, sólo lograron pescar a algunos indios de esas inme­diaciones, los encerraron en la iglesia, de donde sacaron a tres, reconviniéndolos para qué mata­ron a un muchacho tierno poniéndolo en ese estado machucado, pues ahora que se lo coman, que para eso lo harían así, mandando ponerlos juntos con las tercerolas, y por no perder la vida comieron naturalmente carne humana ".

Los Padilla no practicaban la crueldad y un testimo­nio de su carisma y nobleza es que sus prisioneros de Tarvita, Manuel Sánchez de Velasco y Francisco López de Quiroga, más tarde liberados, fueron conversos a la causa rebelde, llegando el primero a ser importante magistrado de la Bolivia independizada y dedicando conmovedoras páginas de elogio a doña Juana en su excelente Memorias para la historia de Bolivia. Por su parte, López de Quiroga se incorporó al ejército boli­viano para luchar en contra de su antiguo bando, lle­gando a general de brigada y pasando a la historia por haber salvado la vida del mariscal de Ayacucho, D. Antonio José de Sucre después del motín de abril de 1828 en Chuquisaca.

 

 



Capítulo XIV

 

 


Respuesta  Mensaje 8 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:26

Un espía informa a los rebeldes que el brigadier Pezuela, furioso y quizás también asustado por la derrota de Tarvita, ha ordenado la concentración de escuadrones a su mando para acabar de una vez con los Padilla. Instruye al coronel don Sebastián Benavente, que se encontraba en Cinti, para que una sus fuerzas con las del comandante don Manuel de Ponferrada, quien se hallaba en las proximidades de La Laguna.

La amenaza es temible, pues son más de trescientos soldados de infantería, pero, sobre todo, la concentra­ción implica más de doscientos de caballería, número imponentemente superior a las fuerzas de la guerrilla.

Luego de largas y tiernas deliberaciones, los espo­sos Padilla deciden que sus demacrados hijos no están en condiciones de continuar huyendo en las deletére­as condiciones que esa geografía tan exigente impone, y por lo tanto deciden dividirse, quedando ella escon­dida con sus hijos en el valle de Segura, acompañada de unas pocos guerrilleros, mientras él se dirige hacia los dominios del caudillo Vicente Umaña, para con­vencerlo de unir fuerzas. Juan Hualparrimachi irá con Ascencio en el convencimiento de que habría combate y de que el refugio era seguro.

Pocos días después, como si vientos trágicos hubie­ran comenzado a soplar, Juana se entera de que Manuel ha sido derrotado en las cercanías de Pomabamba por las fuerzas realistas, y que éstas luego han entrado en la ciudad, castigándola por haber sido soli­daria con las fuerzas patriotas, saqueándola, incen­diándola y cometiendo todo tipo de tropelías contra sus habitantes. Juana teme por la suerte de Manuel, pero confía en que la sagacidad de éste le habrá per­mitido una vez más eludir la muerte.

De todas maneras, ya resulta claro que su refugio se ha vuelto muy poco seguro -no faltaría el inevita­ble delator-, y sospecha que los realistas se preparan para darle caza. No le queda entonces otra alternativa que internarse en los pantanos del valle de Segura, de agua verdosa e infestados de insectos y de alimañas. Es tan inhóspito el lugar que la mayoría de los guerri­lleros comprometidos ante Manuel Ascencio de custo­diar a su familia desertan y buscan zonas más sanea­das.

Es posible que doña Juana haya sentido en ese momento, crudamente, el flanco que al destino ofrecía su condición femenina, atada al instinto de protección de esos niños que no podían valerse por sí mismos, desamparada de la protección de un macho vigoroso como su marido, y a merced de enemigos contra los que no sabia combatir: los mosquitos y las fiebres palúdicas, amenaza mortal de la que era tan difícil liberarse en esos pantanos.

Acompañada sólo por dos o tres de sus más leales, lamentando el inmenso error de haber prescindido del irremplazable Hualparrimachi, arrastrando a sus hijos ya casi exánimes, sale del ominoso refugio de la selva, arriesgándose a la delación y al ataque con tal de que los niños puedan encontrar sosiego, abrigo y alimento en algún rancho vecino.

El peor de sus temores se confirma, ya que Manue­lito, el mayor, a pesar de ser el más robusto y el más estoico, cae preso de las violentas fiebres de la malaria y va desmejorando hora tras hora ante la angustia de su madre.

¿Que ha sido mientras tanto de Manuel Ascencio? Llamado con insistencia por Umaña, pasó al pueblo de Sauces llevando consigo cincuenta fusiles, un cañón y algunas cornetas y otros pertrechos militares arrebatados al enemigo a lo largo de tantas escaramu­zas.

Era don Vicente Umaña un guerrillero semisalvaje, feroz, astuto y desconfiado, con fama de que cuando acometía al enemigo lo hacia con la seguridad de ser superior sin nunca aventurar sus golpes; por esto es que, dicen los historiadores, sus operaciones en la guerra de los montoneros fueron muy esporádicas, no tienen el lucimiento ni el brillo de otras y son tan poco conocidas.

La influencia de este caudillo en la zona de Azero era grande, muchos montoneros le obedecían y además contaba con el poderoso refuerzo de los indios chiriguanos, diestros flecheros y muy numerosos en todas esas regiones.

Poco después de llegado Padilla a Sauces fue erró­nea o ladinamente informado de que los enemigos habían avanzado sobre Segura, sorprendiendo y apri­sionando a doña Juana y a sus hijos.

El furor de Padilla no tuvo límites, y en ese momen­to quiso volar en socorro de su familia. Umaña y Cár­denas consultaron ante un Consejo de jefes la conve­niencia de abrir un nuevo frente, y la mayoría opinó por la inmediata retirada al interior de la provincia.

Fueron vanas las amenazas, ruegos y ofertas de Padilla y Hualparrimachi: ninguno quiso acompañar­los, y cuando resolvieron partir con sus escasas fuer­zas en busca del enemigo, Umaña ni siquiera quiso devolverles las armas y pertrechos que tan confiada­mente habían depositado bajo su custodia.

Las protestes de Padilla fueron inútiles, los increpó llamándolos traidores y cobardes, pero sólo pudo lograr que le devolvieran una carabina de uso particu­lar que él tenía en gran estima por ser recuerdo de su padre. Se le negaron hasta seis fusiles que pidió pres­tados y tuvo que reemprender la marcha con su gente desarmada.

Desde Uli-Uli mandó emisarios a Cumbay, dándole cuenta de lo ocurrido y pidiéndole una vez más auxi­lio de gente y armas; sin tiempo que perder, presa de oscuros presagios, partió a marcha forzada en busca de doña Juana y sus niños.

En su vejez, en esa vida que se le estiró más allá de lo que ella misma hubiese deseado, doña Juana recor­daba con impresionante nitidez el momento en que se dio cuenta de que no sólo Manuelito sino también Mariano estaba gravemente enfermo. Se le aparecían como una pesadilla recurrente y atormentadora, y aquellos ojos de su primogénito se le iban agrandan­do, suplicantes, tiernos y despedidores, hasta transfor­marse en diabólicos y acusadores. Porque si Manuel, aquel que a pesar de sus pocos siete años ya despun­taba como un varón vigoroso y arrogante como el padre, era quien primero iba a sucumbir bajo el fuego devastador de las fiebres palúdicas, fue más que evi­dente para la jefa guerrillera que igual destino les aguardaba a sus otros hijos.

-Anda, llevátelas lejos, al rancho de cualquier indio amigo que pueda cuidarlas hasta que sus herma­nitos se curen -instruyó a Dionisio Quispe, el único acompañante que le quedaba, fugados aquellos ante quienes ya no era la jefa imbatible sino una madre angustiada, indecisa, que imploraba por la presencia de su esposo Manuel Ascencio.

La batalla de Manuelito contra su enfermedad fue tremenda, corajuda. Cuando su madre lo desvistió para ponerle paños fríos y acariciar su piel descubrió horrorizada cuán enflaquecido estaba, cuánto había sufrido el niño sin quejarse en esa vida de privaciones a que la lucha guerrillera los sometía.

Muchos años más tarde, en Chuquisaca, en su vivienda miserable, bajo el techo pajizo del que de tanto en tanto se descolgaba alguna vinchuca que nunca la picaba, como si la respetase, la anciana recordaría, no podría dejar de recordar, cómo Manue­lito la consolaba:

-No llore, mamita, que ya me voy a curar.

La mujer, inmensamente sola, abrazó ese cuerpito amado que despiadadas oleadas de calor hacían tem­blar de pies a cabeza empapándolo en fría transpira­ción ese cuerpito que fundía desesperadamente con el suyo intentando poner dique a esa vida que se escapaba segundo a segundo.

-¿Y tatita, cuándo vendrá tatita, que quiero despe­dirme de él?

Por fin, murió Manuelito, sin cerrar los ojos hasta el último instante, con su mirada, clara a pesar de la enfermedad, fija en los ojos de doña Juana.

El aullido de esa madre debe de haber sido desco­munal. Se mentaba que más pareció el alarido de un animal salvaje, herido, rabioso.

Pero no hubo mucho tiempo para lamentos, por­que era ahora el turno de Mariano, quien mostraba también a las claras que su situación iba tornándose desesperante. Aquel niño reflexivo y de perspicacia asombrosa para sus cortos años, físicamente de impre­sionante parecido a la madre, agonizaba.

-Sí Manuel será un gran jefe, Mariano será un gran doctor -opinaba con orgullo Manuel Ascencio, tomados de la mano con doña Juana, cuando bañados por el sol generoso del altiplano hacían planes para cuando esa guerra horrible terminase.

Pero esa guerra no había terminado sino que se había llevado ya a sus dos amantísimos hijos, y doña Juana ni siquiera sabía dónde estaba su marido, temiéndolo prisionero o muerto en algún encuentro con el enemigo.

Cava dos fosas precarias para sus hijos muertos, sin tiempo para el lamento pues un mal presagio la acu­cia: el indio que debía llevar a Mercedes y Juliana al refugio más seguro no ha regresado.

Doña Juana ata velozmente dos ramitas y fabrica así una insignificante cruz para esa montículo de tierra yerma que alberga a esos seres tan amados que la perseguirán con su recuerdo hasta el último de sus días, hasta el último de sus minutos.

Parte de inmediato, sola, en la dirección que presu­me que han tomado sus hijas, y vaga por la comarca tropezándose con los arbustos, arañándose con los espinos, empolvándose en cada una de las caídas has­ta divisar un rancho en cuya puerta hay un tablacasa­ca de guardia.

Fue en ese momento cuando se produjo algo así como un milagro. O por lo menos algo bueno entre tanto despiadado infortunio: un ruido a sus espaldas la hizo girar sobre sí misma, dispuesta a vender cara su vida, mucho menos por ella que por esas dos hijas que precisaban su ayuda. Eran Manuel Ascencio y Juan Hualparrimachi, quienes al verla, desgreñada, sangrante, con la angustia pintada en su rostro, com­prendieron que algo terrible había sucedido y que algo terrible seguía sucediendo.

Cuando Juana contó lo de la muerte de Manuel y Mariano, su esposo tuvo un acceso de furor, incre­pándola con violencia, reprochándole que no había sido capaz de cuidar a sus hijos evitándoles la muerte.

Esa escena se reproduciría incesantemente, en recuerdos y en sueños de doña Juana, grabada a fue­go en su sentimiento de culpa, ya que, estaba segura de ello, si bien una madre es la indiscutible artífice de la llegada al mundo de todo niño, siempre es tam­bién en algo culpable de que algo muera.

Casi despedazada de dolor, Juana comprendía la furia de Manuel Ascencio, quien tantas esperanzas depositara en un futuro luminoso para sus hijos, sien­do ése uno de los principales motivos de su lucha heroica. Hasta, de no haber sido porque Hualparrimachi se interpuso, la hubiese golpeado.

Por fin ese hombre hercúleo, noble, generoso, se echó a llorar como un infante, su cuerpo sacudido por quejidos y lamentos apagados para que los tablacasa­cas que vigilaban ese rancho vecino, donde segura­mente sus hijas estarían prisioneras, no lo escucharan.

Fueron varias las veces en que luego Manuel Ascencio se disculpó ante Juana por su injustificado arranque. Aún muchos meses después lo seguía haciendo. Su esposa nada debía perdonarle, pues aún mayores eran sus propios reproches, buscando en vano satisfactorias justificaciones para el sacrificio que la lucha atroz había destinado a niños inocentes que no habían elegido esa vida, sino que les había sido impuesta por la decisión de sus padres. Doña Juana no podía evitar imaginar a los hijos de las damas chu­quisaqueñas como ella, entibiados por el fuego crepitando en sus hogares, llevando la misma vida prolija y segura que su condición social y económica les hubie­se permitido a Mariano y a Manuel, cumpliendo con un destino acomodado a pesar del alboroto en la región; a veces, muy de vez en cuando, el enfrenta­miento, entre realistas y patriotas podía alterar sus vidas, quizás con algún cañonazo lejano o con algún relato de desgracias próximas.

-Hijitos e hijitas míos, su muerte ha de tener algún sentido -se escuchó decir doña Juana y seguiría diciéndose, preguntándose y muchas veces insultán­dose, casi todos los restantes días de su vida.

Por fin, Manuel Ascencio se echó en los brazos de su esposa y, abrazándola con fuerza y con amor, la besó interminablemente secándole las lágrimas y fun­diendo sus dolores para transformarlos en fuerza, ya que tenían ahora una misión inmediata que cumplir: liberar a las dos hijas que les quedaban.

Hualparrimachi, Manuel Ascencio y Juana se aba­lanzaron como una tromba sobre el rancho, casi iner­mes, a puño limpio, descargando garrotazos a diestra y siniestra, hiriendo y matando, sin importarles que se tratase indudablemente de una celada y que las niñas estarían allí como cebo de una partida de realistas que esperaban justamente eso, que sus padres intentaran rescatarlas para que así se cumpliese el plan urdido desde que Dionisio Quíspe prefiriese traicionar a los esposos Padilla, también él convencido de que ya no había futuro en permanecer a su lado, y de que para salvar el pellejo era necesario pasarse a los realistas.

Mercedes y Juliana yacían con sus muñecas y sus tobillos atados con ligaduras a los barrotes de una cama, y desde allí, a través de sus lágrimas, presencia­ron cómo un tendal de muertos con el vientre abierto o con la cabeza desflorada quedó desparramado den­tro y fuera de la mísera vivienda, mientras los heridos se revolcaban de dolor dejando regueros de sangre en su desesperada lucha por evitar la muerte, reptando entre otros ya exánimes que apenas si podían ya res­pirar.

Los Padilla y Hualparrimachi se alejaron con las niñas en los brazos en busca de refugio, y entonces percibieron sus cuerpitos hirvientes y temblorosos, no por temor, ya que las niñas, tomando ejemplo de su madre, no eran menos bravías que los varones, sino por el paludismo, que también se había ensañado en ellas.

Y fue así como Juliana, que siempre ayudaba a su madre en los quehaceres hogareños, equilibrada y jus­ta, y Mercedes, quien había sido dotada de una alegría contagiosa que hacía reír a todos con sus monerías y con sus ingeniosidades, también terminaron muriendo a pesar de que esta vez eran tres los que intentaron ayudarlas en sus esfuerzos por sobrevivir.

 

 

Capítulo XV

 

 


Respuesta  Mensaje 9 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:27

A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y Manuel Ascencio en algo despiadado, en algo brutal. Su motivación era ya no sólo el librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se trató también, y quizás más que nada, de ven­gar la muerte de sus cuatro amadísimos hijos.

Esa lucha hasta entonces, por supuesto, no había estado exenta de violencia, como que el general Bel­grano, antes de Vilcapugio, había sometido a juicio a Padilla por haber pasado por las armas a algunos pri­sioneros que traía consigo y que, según afirmó en su defensa, habían perturbado gravemente el accionar de la partida patriota cuando fue atacada por sorpresa por otra al servicio del rey.

-No hubiéramos llegado hasta aquí con vida, ni yo ni mis hombres, ya que estos godos eran contuma­ces y estaban decididos a hacernos pagar por haberlos tomado prisioneros.

-Ello debería decidirlo el tribunal -había respon­dido el general, mirándolo de frente, con esa voz algo chillona que describieron sus contemporáneos.

Había sido Díaz Vélez quien intercediera por él y lograse convencer a Belgrano de que los méritos del jefe guerrillero eran tales que merecían que se pasase por alto esa posible falta.

Eran los tiempos en que Belgrano trataba de mos­trarse ante los arribeños como una persona de con­ducta ejemplar, buscando de esa manera borrar el mal recuerdo que habían dejado Castelli y Balcarce y sobre todo Monteagudo, la cabeza del primer ejército auxiliar, que dejaron tras de sí una estela de violencia, de arbitrariedad y de sacrilegio que había predispues­to malamente a los habitantes del Alto Perú en contra de las expediciones libertadoras que subían desde el Río de la Plata.

Pero a partir de la muerte de Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes la situación era otra, y ya no estaba Belgrano, derrotado por los realistas, imponiendo res­peto y autoridad sobre los Padilla.

De allí en más ya no sucedió como antaño, en que Juana intercedía ante Manuel Ascencio o ante Zárate para que dejasen libres a los prisioneros o para que no maltratasen a algún capturado para arrancarle información imprescindible. Ahora era ella misma quien con sus propias manos despachaba al otro mun­do a quienes portando una bandera blanca se entrega­ban a sus huestes.

Eran estas escenas también las que sobrevolaron a la anciana que, miserable y olvidada, pasó tantos años sentada en su banco de paja dedicada a recordar, mientras la muerte, con la que según las mentas indí­genas tenía sellado un pacto, parecía no llegar nunca.

Otra de las consecuencias de la muerte de sus hijos fue que doña Juana quedó rápidamente embarazada, quizás para expulsar tanta muerte de sus vidas y tam­bién para tratar de revivir imposiblemente a quienes se habían ido en quien estaba por llegar.

La situación de los Padilla se modifica también en cuanto a su ascendiente sobre las dispersas y maltre­chas fuerzas rebeldes. En parte debido a que la tre­menda tragedia que se ha abatido sobre ellos disminu­ye ante criollos e indios el prestigio que les había dado el suponerles indemnes a los ataques del enemi­go y del destino, como si hubiesen formalizado un pacto con el supay, quien ahora parecía haberles dado la espalda haciéndolos objeto de su malignidad. Por otra parte, el cambio en la actitud magnánima y noble que tanta fama les había ganado hasta mucho más allá de la región les había ido juntando enemigos por la forma en que ahora conducían la guerra.

Entre ellos Vicente Umaña, la sombra negra de Manuel Ascencio, quien quizás por considerar que la resistencia patriota debía llevarse a cabo de otra manera o quizás por motivos menos loables, decidió sublevarse contra los esposos y eliminarlos.

Los Padilla, suicidamente, puesto que apenas con­taban con Hualparrimachi y muy pocos de sus honde­ros, decidieron enfrentar a los cientos de partidarios de Umaña. Pero fue entonces cuando, como convoca­dos por algún designio inexplicable, irrumpió en el horizonte una partida de flecheros que el cacique Cumbay les enviaba, respondiendo a su ruego y ente­rado de sus infortunios, lo que lo decidió más que nunca a ser solidario con sus amigos. Umaña, a la vis­ta de esto, decidió replegarse.

Esto les permitió reorganizar sus fuerzas, a los fle­cheros chiriguanos agregaron cuarenta honderos y alcanzaron a formar un nuevo escuadrón de fusileros.

Con fuerzas tan exiguas pero movidos por una voluntad superior a la prudencia, los Padilla salieron a enfrentar a los tablacasacas cuando éstos se encamina­ban nuevamente hacia Tarvita.

La táctica guerrillera ya no es la del sigilo y la de la sorpresa, sino que es la del enfrentamiento brutal a matar o a morir. La nueva batalla pasa a nuestra histo­ria como una de las más sangrientas libradas en suelos altoperuanos. Los realistas sufren importantes pérdi­das, arrollados por un ciclón humano que los fuerza a replegarse en pánico y desorden.

Los Padilla rematan a los heridos que quedan en el campo de combate y a los pocos prisioneros que intentaron ganar su misericordia entregándose brazos en alto, e irrumpen en casas y graneros insaciable­mente deseosos de sangre enemiga. En una eficiente operación de limpieza exterminan a todos los godos que habían buscado refugio debajo de las camas, den­tro de las parvas de heno o en los altillos.

Ni un solo tablacasaca queda con vida.

Durante mucho tiempo se comentará en la región el impresionante espectáculo de los soldados al servi­cio del rey arrojándose con sus cabalgaduras al torren­te asesino del río que corre en el fondo del valle, pre­firiendo morir desnucados o ahogados antes de caer en manos de esa jauría ávida, en la que los temibles guerreros chiriguanos mostraban mayor humanidad que los criollos y mestizos empujados por sus jefes.

 

Capítulo XVI

 

Lo expresa Joaquín Gantier: "Ya no es la ley del Talión lo que prima sino una ley más inhumana: por un muerto se exigen dos, por dos cuatro, y así en pro­gresión satánica. En estas últimas hazañas los Padilla no han tenido piedad ni consigo mismos".

Dicha vengativa audacia, casi suicida, que había arrasado con algunos sistemas lógicos de seguridad y de precaución, debía inevitablemente cobrarse alguna víctima y ésta fue Juan Hualparrimachi.

Los poemas del joven cholo habían ido volviéndo­se cada vez más tristes, quizás premonitorios de lo que su intuición indígena le anunciaba.

 

Huañuyta maskaj, ñocka riscani

Auckanchejcuna

Jamullanckancu, pucarancuna

Jalatajmin.

Voy en busca de la muerte.

Nuestros enemigos

ya vendrán

levantando sus campamentos.

 

Illarejpacha pputiy ayckechej

Maypipis casaj

Ckanlla sonckoytca pparackechirnqui

Causanuycama.

 

Mientras te encuentres en este mundo

harás huir la pena, y donde

me encuentre, tú sola harás

latir mi corazón.

 

Misti ckkajajtin lansatataspa.

Yuyaricunqui

Mafinatachus ckanraycu kkajan

Ijma sonckgycka.

 

Cuando arda el Misti, vomitando

fuego, te has de acordar

cómo para ti arde

mi corazón oprimido.

 

Escenario de esta nueva tragedia en la vida de Jua­na Azurduy fue el Cerro de Carretas, lugar que los esposos conocían muy bien, pues les quedaba a sólo dos leguas de Tarabuco. En este lugar los guerrilleros esperaron al ejército que el general de la Pezuela había enviado a las órdenes del coronel Sebastián Benavente, quien desplazó el poderoso contingente que tenía su cuartel en Cinti.

El combate se libró el 2 de agosto de 1814. Como siempre, la diferencia de armamento entre ambas fuer­zas era imponente, ya que a las numerosas bocas de fuego se contraponían las huaracas, las lanzas y las flechas indígenas, y algunas pocas piezas de artillería que los patriotas habían conseguido rescatar en ante­riores acciones contra los realistas.

Se luchó bravíamente durante casi tres días, inten­tando los leales al rey trepar por las laderas donde se habían guarnecido los patriotas a favor de su conoci­miento del terreno, quienes desde allí descargaban sobre ellos las pocas bombas con que podían alimen­tar los recalentados cañones. También habían prepara­do un ingenioso dispositivo de enormes piedras que hacían rodar en alud desde la cima de las montañas y que, arrastrando otras en su camino, provocaban importantes pérdidas en el enemigo.

El Cerro de las Carretas parecía inexpugnable, salvo que se tuviese un conocimiento del terreno del que los realistas carecían. Pero el coronel Benavente, quien sabía aprovechar las debilidades de algunos integrantes de las fuerzas de los Padilla, logró sobor­nar al indio Pedro Artamachi, quien lo guió por un sendero en medio de la noche oscura hasta donde las fuerzas de los Padilla descansaban desprevenidamente después del esfuerzo bélico.

Manuel Ascencio no estaba allí, pues se encontraba recorriendo y ordenando otros puestos de su dispositi­vo. Juan Hualparrimachi, como siempre, corrió en ayuda de doña Juana, quien, atacada por varios solda­dos enemigos, se defendía con una bravura que arran­caba gritos aterradores de su garganta.

El combate era aún más desigual, pues muchos de los guerrilleros se habían dispersado, de acuerdo a la táctica aprendida, en las sombras de la noche, para más tarde reagruparse, pero Juana no había podido hacerlo pues era el planeado objetivo de la operación sorpresiva, de manera que no tuvo otro remedio que enfrentar a quienes la acosaban con la sola ayuda del valiente nieto de reyes, quien puso su cuerpo por delante del de ella cubriéndola como escudo.

En ese momento Padilla regresaba velozmente con un grupo de subalternos, pues había escuchado ruido de disparos y entrechocar de sables, y su mera presen­cia bastó para que los realistas se dieran a la fuga.

Pero antes una descarga de fusilería, que tenía como blanco a la futura teniente coronela del Ejército Argentino, encontró a su paso el pecho del joven cho­lo, quien cayó con su pecho destrozado sin alcanzar a proferir ni un gemido.

Otra vez Juana Azurduy debió enfrentar la muerte de uno de sus seres más queridos, sin que su corazón nunca desarrollase útiles callosidades que la hubiesen vuelto insensible.

En el mismo momento en que Juana supo que ya nunca más Hualparrimachi estaría a su lado quizás se permitió interrogarse acerca de lo que realmente sen­tía por el bello cholo. Aceptaría entonces que ese gran afecto estaba fuertemente teñido de atracción amoro­sa, y su memoria muchas veces se solazaría en aque­llos brazos de rocosos músculos que dibujaban luces y sombras debajo de una piel aceitunada y fina que a Juana le gustaba acariciar mientras el rostro de faccio­nes nobles y viriles del muchacho la observaban, y la seguirían observando siempre, más allá de su muerte, con anhelo.

A la esposa de Manuel Padilla difícilmente se le hubiera ocurrido serle infiel, no sólo por amor sino también porque no desconocía que las consecuencias de tal traición podrían haber sido nefastas, pero de lo que estaba segura era de que si con alguien hubiera podido hacerlo era con aquel apuesto lugarteniente, tan corajudo y tan leal. Comprendería entonces, o aceptaría, que era ella la destinataria de las tristes poe­sías de amor de Hualparrimachi.

Ancaj lijranta mañaricuspa

Llantumusckayqui,

Huayrahuan pphuasnayayman

Huayllucusunaypaj.

 

Prestándome alas el cóndor

te haré sombra.

Con el volar del viento

te acariciaré.

 

Causaynincajta quipuycurckanchej

Manan huañuypis

T'tacahuasunchu, Huiñay-huiñaypaj

Ujllamin casun.

 

Nuestras vidas enlazamos.

Y ni la muerte

nos separará. En la eternidad

uno solo seremos.

 

 

 



Capítulo XVII


Respuesta  Mensaje 10 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:29

Capítulo XVII

 

La guerra era cada vez más brutal y parecía no ter­minar nunca. Sus protagonistas se fueron endureciendo y ­volviéndose más feroces. Quizás fuera ésta la forma de sobrevivir en ella.

Eso mismo le había sucedido al general Manuel Belgrano, tan respetado por los Padilla, quien, en un primer momento, luego de hacerse cargo del segundo ejército del norte en sustitución de Castelli y González Balcarce, habiendo obtenido el magnífico triunfo de la batalla de Tucumán, decidió amnistiar a los vencidos y otorgarles el beneficio de una rendición con honores y dejándolos en libertad. Entre ellos a su comandante en jefe, el arequipeño Pío Tristán,

quien juró igual que sus soldados ante la Virgen del Carmen no volver a tomar las armas en contra de los patriotas.

Desde el humanitarismo de este gesto hasta la cruel decisión del mismo Belgrano de hacer fusilar por la espalda, cuidando de no agraviar sus cabezas, a algunos soldados juramentados que luego habían sido apresados en Tambo Nuevo, mediaron sólo algunos meses de cruenta lucha que transformaron el alma del creador de nuestra bandera. Tanto fue así que la instrucción de que los plomos no arruinaran las cabezas de los condenados se debió a que éstas fueron cortadas y colocadas en el extremo de picas erguidas cerca del campamento enemigo, por lo que era indispensable que fuesen reconocibles para escarmentar y horrorizar a los realistas.

Esas extremas condiciones de vida, en que él sufrimiento y el dolor acechaban en cada recodo, provocaría también disturbios en las relaciones de los Padilla con sus subordinados. Fue así como después de la terrible derrota de Carretas, en la que no sólo perdieron a Juan Hualparrimachi sino a una importante porción de sus fuerzas, Manuel Ascencio recriminó acremente a Zárate, pues éste no había respetado sus órdenes de aguardar con reservas en Turuchipa por si fuese necesario contar con su ayuda.

Su lugarteniente, por propia decisión, había emprendido algunas acciones contra el enemigo que no sólo le impidieron recibir y responder a los dramáticos pedidos de ayuda de su jefe, sino que también había diezmado dichas reservas, con las que contaban los esposos para reorganizar sus fuerzas.

Zárate reaccionó con enojo ante el reproche y se dirigió a entrevistar a Antonio Alvarez de Arenales para cuestionar la autoridad de Manuel Ascencio.

Este español al servicio de la causa patriota, quien era reconocido como jefe por todos los caudillos altoperuanos, reafirmó la autoridad de Padilla e instruyó a Zárate a obedecerlo, aunque también pidió a los esposos que moderaran el estilo despótico y algo irreflexivo que imprimían a sus acciones desde un tiempo a esa parte.

Enterados los españoles de las nefastas consecuencias que la Batalla de Carretas había tenido (para los esposos Padilla, consideraron llegado el momento de volver a agrupar fuerzas y asestar el golpe definitivo. El objetivo era no sólo terminar con dichos caudillos sino también dejar expedito el camino para atacar a Warnes.

El coronel Manuel Warnes había sido designado gobernador de Santa Cruz de la Sierra por Belgrano, pero no permaneció mucho tiempo en esta situación por las derrotas en Vilcapugio y Ayohúma, pasando a la lucha guerrillera junto con don Antonio Alvarez de Arenales.

Los dos caudillos se abocaron a la tarea de organizar y preparar sus tropas con miras de sorprender a los chapetones, causarles bajas y regresar rápidamente a sus refugios.

En este accionar de ataques sorpresivos, el 25 de mayo de 1814 ambos enfrentaron a las tropas del jefe realista José Blanco en una sangrienta batalla en la región de La Florida, donde los heroicos guerrilleros destruyeron a las fuerzas realistas y dieron muerte a su comandante.

El coronel Ignacio Warnes reasumió el cargo de gobernador de Santa Cruz, pero la presencia de tropas realistas al mando de Juan Bautista Altolaguirre lo obligaron a ponerse a la cabeza de su ejército, abandonando de nuevo su gobernación. Las fuerzas contendientes se enfrentaron en Santa Bárbara el 27 de noviembre de 1815, con gran valor y coraje por ambas partes. Al final, los patriotas coronaron sus esfuerzos con la victoria, y el jefe realista Altolaguirre quedó muerto junto a la mayoría de sus soldados.

Warnes regresó triunfante a Santa Cruz y volvió a ocuparse de los asuntos de la gobernación.

"Dueño absoluto, desde entonces, de aquella provincia, que gobernaba con dureza, haciendo temer su autoridad -dice don Luis Paz- se hallaba a la cabeza de 700 a 800 hombres de las tres armas con cinco piezas de artillería, sirviendo de base y reserva a la insurrección que se extendía al resto del país. "

Si los realistas pudieran eliminar a los Padilla y lue­go, abierto el camino hacia Santa Cruz, hacer lo mismo con Warnes, la insurrección altoperuana estaría casi completamente derrotada, y ello permitiría al virrey Pezuelá concentrar sus fuerzas en avanzar sobre Buenos Aires o, en caso de confirmarse los rumores, oponerse al asalto por mar que se decía planeaba ese general litoraleño recién llegado de España.

Informados por sus espías de los planes godos, y confirmado el avance de una fuerza considerable al mando de los expertos jefes realistas Benavente y Ponferrada, los Padilla no tuvieron otro remedio que aceptar la propuesta de Umaña de unir sus escuadras, pero dicha reunión no llega a concretarse pues Umaña fue vencido y sus hombres exterminados en las inme­diaciones de Tarabuco, en una acertada estrategia que lo tomó entre dos fuerzas al mando de cada uno de los jefes realistas.

También Manuel Ascencio decidió dividir sus tropas irregulares, una de ellas al mando del caudillo Esteban Fernández, que había respondido a su convocatoria, a quien se le asignó la misión de hostigar al enemigo sin enfrentarlo directamente.

La otra columna estaría a cargo de doña Juana, y su misión,. era la de asaltar y ocupar Tarabuco, con el objeto de confundir al adversario y al mismo tiempo dar evidencias a los habitantes de la región de que la resistencia seguía firme.

Con ello cumplían los Padilla los pedidos que con sus mensajeros les enviara Arenales, rogándoles que impidiesen el paso de las fuerzas destinadas a atacarlo hasta tanto él no pudiese fortalecer su posición en la medida de poder ofrecer la adecuada resistencia.

Otro interesante ardid puesto en juego por Manuel Ascencio y Juana fue el de engañar a los jefes realistas haciéndoles creer que avanzaban a marchas forzadas hacia Chuquisaca, aprovechando que aquéllos la habían dejado casi desguarnecida, obligándolos a abandonar precipitadamente sus posiciones en las proximidades de Tarabuco y liberando así la presión sobre Umaña y Arenales. Todo ello para luego descubrir, agotados y furiosos, que sólo se había tratado de una maniobra!, de distracción y que los Padilla habían desviado su camino y se encontraban nuevamente en Tarabuco.

 

 

 



Capítulo XVIII

 

 


Respuesta  Mensaje 11 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:29

Mientras tanto en el vientre de doña Juana había ido creciendo el nuevo retoño, el que, como no podía ser de otra manera, se asomó al mundo en condicio­ne dramáticas y peligrosas.

Las primeras contracciones sobrevinieron cuando los esposos se encontraban en el pueblo de Pitantora, oficiando honras fúnebres al caudillo partidario Gre­gorio Núñez, cuya cabeza cercenada y empicada en la punta de un largo palo habían hallado al costado de su camino, en un macabro gesto de desafío por parte de los realistas.

En el mismo momento en que la mujer comenzó a sentir los dolores del parto, una partida enemiga atacó a los patriotas librándose una breve y encarnizada escaramuza.

Juana, acompañada de las experimentadas indias qué iban a ayudarla, se dirigió hacia las orillas de un río, donde, temiendo la posible aparición de tablaca­sacas guiados por los cantos religiosos y medicinales que según las costumbres indígenas aseguraban éxito en el parto y buenaventura para el recién nacido, dio a luz.

Mientras el cuerpecito era lavado de exudaciones sanguinolentas en las turbias aguas del río, el flamante padre acudía presuroso para estrechar a su esposa en un largo y tierno abrazo e inclinarse sobre la niñita, con el típico pudor de los varones de dañar alguien que parecía tan frágil, impresionado también por ese hecho tan inexplicable y maravilloso.

Llegaron los realistas comandados por el capitán Boza, militar acreditado de valiente, y a pesar de que eran más de doscientos, todos armados de fusil, fue­ron contenidos con redoblada audacia hasta que la noche separó a los contendientes. Entre tanto, doña Juana y su corte parturienta pudieron alejarse más de doce leguas del lugar del combate, llevando consigo las cajas de monedas y objetos valiosos capturados al enemigo y requisados a quienes colaboraban con los partidarios del rey.

Al día siguiente los guerrilleros, sopesando la superioridad numérica de sus enemigos, se dispersa­ron como en estas ocasiones acostumbraban hacer. Pero Padilla, temiendo que su esposa y su hija recién nacida no se hubiesen alejado bastante a causa de su estado, con pocos -guerrilleros armádos de fusil y otros de hondas, sostuvo un encarnizado combate digno de toda admiración por la desigualdad de fuer­zas. Los realistas tuvieron numerosas bajas y se aleja­ron con el objeto de rehacerse, y entonces pudo Padilla retirarse ordenadamente del campo de batalla, reuniéndose a poca distancia con el resto de su gen­te que lo esperaba y continuando su marcha ya sin ser molestados.

Mientras Padilla y los suyos combatían con tanto valor en Pitantora, doña Juana avanzaba penosamente con su bebita y los recursos con que los esposos se aprovisionaban de armas, bestias y víveres, acompaña­da del sargento Romualdo Loayza y cuatro soldados más de su escolta. Estos, considerando la circunstan­cial debilidad de su jefa y tentados por el cargamento que conducían, resolvieron apoderarse de él sacrifi­cando a doña Juana, absorta en la recién nacida que llevaba en brazos, su carita sumergida en el pecho ubérrimo.

La futura teniente coronela comprendió que estaba en peligro y, rugiendo, decidió vender cara su vida, no tanto por ella sino por ese otro fruto de su vientre, decidida a evitarle lo que no había podido ahorrarles a Manuel, Mariano, Mercedes y Juliana.

De un sablazo en el cuello derribó a Loayza de su mula y arengó a los otros n quechua, paralizándolos, impresionados por la ferocidad que irradiaban esos ojos que volvían a parecerse a los de la Pacha­mama. Sobrecogidos, sin poder reaccionar a pesar de los gritos de Loayza revolcándose sobre el suelo, observaron como la mujer apretó el bulto de vida contra su pecho y espoleando salvajemente su cabal­gadura la obligó a zambullirse desde gran altura en las aguas revueltas del río. Luego de una bravía lucha contra la corriente, el noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo a salvo a su jinete y a su pre­ciosa carga.

Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo, que la pequeña a quien bautizaron con el nombre de Luisa no podía acoplarse a una vida que ya se había cobrado nada menos que cuatro hijos, y decidieron ponerla bajo la custodia de una india, doña Anastasia Mamani, en quien confiaban ciegamente y que llevó a cabo su tarea con dedicación y lealtad.

Esta temprana separación, que se prolongó más tiempo de lo que Juana hubiese imaginado y deseado, fue seguramente una de las causas por las que la relación entre ella y su hija no fuera todo lo buena que ambas hubiesen deseado. Quizás había nacido con el sino de una empresa imposible de lograr, sustituir a sus hermanos muertos idealizados por el sentimiento de culpa de su madre, y para colmo de males, mujer, cuando muchas veces repitió en su vejez doña Juana que hubiese deseado un hijo varón, alguien tan maravilloso como su padre, como Manuel Ascencio o como quien conociere más tarde: Martín Güemes.

 

 



Capítulo XIX

 

Buenas noticias corrían de boca en boca por los villorrios altoperuanos: la expedición proveniente del Río de la Plata al mando del general José Rondeau había por fin ingresado al Alto Perú y avanzaba para auxiliar a la resistencia contra los soldados del rey.

Lamentablemente, el jefe argentino no parecía el más adecuado para una empresa tan dificultosa que ya había hecho fracasar expediciones anteriores. Tan difícil que hasta el mismo San Martín, designado para sustituir al general Belgrano, había desistido de ella por considerarla imposible.

Así se lo comunica a Rodríguez Peña, en carta del 23 de abril de 1814, adelantándole su estrategia alter­nativa:

"No se felicite con anticipación de lo que yo pueda hacer en ésta (Salta); no haré nada, y nada me gusta aquí. La patria no hará camino por este lado que no sea una guerra defensiva y nada más; para eso bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos (...). Ya le he dicho a usted mi secreto: un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar a Chile y acabar allí con los godos apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que allí reina. Aliando, las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima. ése es el camino y no éste".

San Martín adujo enfermedad y fue sustituido por el general José Rondeau, designado por el entonces director supremo, Gervasio de Posadas, tío y títere de Carlos María de Alvear, que lo relevó del mando de las tropas que sitiaban Montevideo justamente cuando ésta estaba a punto de caer, para que fuera su sobrino quien tuviese dicho honor.

Es que mientras en el Alto Perú se moría y se mata­ba por nuestra independencia, en Buenos Aires las cosas se veían de otra manera. Así, leamos un párrafo de las varias comunicaciones secretas que sostuvo Alvear con la corona británica:

"Cinco años de repetidas experiencias han hecho ver a todos los hombres de juicio y opinión que este país no está en edad ni en estado de gobernarse por si mismo, y que necesita una mano exterior que lo dirija y contenga en la esfe­ra del orden antes de que se precipite en los horrores de la anarquía.

"La sola idea de reconciliación con los espa­ñoles indigna a los argentinos hasta el fanatismo, y todos juran en público y en secreto morir antes que volver a sujetarse a la metrópoli. En estas circunstancias solamente la generosa Nación Británica puede poner un remedio eficaz a tantos males acogiendo en sus brazos a estas Provincias que obedecerán a su Gobierno y reci­birán sus leyes con el mayor placer".

Al nuevo jefe del Tercer Ejército del Norte le falta­ban condiciones de coraje y de virilidad, lo que se reflejaba en los motes que sus soldados le habían puesto: "el buen José" y "la mama", defectos agravados por el abatimiento que le producía la arbitrariedad cometida en su contra por el gobierno de Buenos Aires. Por otra parte, tampoco adornaban su personali­dad las virtudes de la honestidad y el desprendimiento.

Nada de esto sabían o quizás prefiriesen no ente­rarse los jefes de la guerra de recursos altoperuana, y -se alegraron pues podrían de aquí en más, si todo iba como ellos esperaban, luchar en mejores condiciones contra los ejércitos godos.

El general Pezuela decidió salir al encuentro del ejército abajeño y ordenó que sus divisiones de Chu­quisaca, Potosí y Cochabamba se reunieran para darle batalla en Oruro.

Las excursiones de los ejércitos rioplatenses, cuan­do aún no habían cumplido con lo que pareció ser su inexorable destino de ser derrotados, aliviaban la situación dramática de las guerrillas altoperuanas, dis­trayendo a las fuerzas enemigas de la feroz represión en que se empeñaban mientras podían actuar impune­mente contra las heroicas pero dispersas fuerzas irre­gulares de la resistencia popular.

De dicha crueldad se ocupa Mitre en su Historia de San Martín, y lo citaremos in extenso:

"Durante su permanencia al frente del Ejérci­to del Norte tomóse prisionero en Santa Cruz de la Sierra al coronel español Antonio Landivar.

Había sido éste uno de los agentes más despiada­dos de las venganzas de Goyeneche, y en consecuencias el general San Martín le mandó formar causa ‘No por haber militado con el enemigo en contra de nuestro sistema (dice en su auto), sino por las muertes, robos, incendios, saqueos, violencias, extorsiones y demás excesos que hubiese cometido contra el derecho de la guerra'.

Reconocidos los sitios en que se cometieron los excesos y levantaron los cadalsos por orden de Landivar, se comprobó la ejecución de 54 pri­sioneros de guerra, cuyas cabezas y brazos habí­an sido cortados y clavados en las columnas miliarias de los caminos. El acusado declaró que sólo había ajusticiado 33 individuos contra todo derecho, alegando en sus descargos haber proce­dido así por órdenes terminantes de Goyeneche, las que exhibió originales.

"He aquí en extracto algunas de las órdenes de Goyeneche: `Potosí, diciembre 11 de 1812. Marche Ud. sobre Chilón rápidamente y obre con energía en la persecución y castigo de todos los que hayan tomado parte de la conspiración de Valle Grande, «sin más figura de juicio» que sabi­da la verdad militarmente'. Otra: `Potosí, diciembre 26 de 1812. Tomará las nociones al intento de saber los generales caudillos y los que han seguido de pura voluntad, «aplicando la pena de muerte a verdad sabida sin otra figura dé juicio». Defiero (sic) a Ud. todos los medios de purgar ese partido de los restos de la insurrección que «si es posible no quede ninguno»'. En 5 de diciembre de 1813 se reitera la misma orden, y a 11 del mismo mes y año, contestando a Landívar, le dice Goyeneche: Apruebo a Ud. la energía y fortaleza con que ha aplicado la pena ordinaria a unos y la de azotes a otros, y le prevengo que a cuantos aprehenda con las armas en la mano, que hayan hecho oposición de cualquier modo a los que mandan, convocado y acaudillado gente para la revolución, sin más figura de juicío que sabida la verdad de sus hechos y convictos de ellos, los pase por las armas. Apruebo la contribución que acordaba imponer a todos los habitantes que han tomado parte en la conspiración, o la han mirado con apatía o indiferencia’. Por último, en varios otros oficios tanto Goyenecbe como su segundo el general Ramírez, escriben a Landívar: ‘Sólo creo prevenirle que no deje un delincuente sin castigo a fin de fijar el escarmiento en los ánimos de esos habitantes'.

"En vista de esos descargos, la defensa fue echa con toda libertad y energía por un oficial de Granaderos a caballo, quien refutó con argumentos vigorosos las conclusiones del fiscal de la causa, invocando el principio de fidelidad que debía a sus banderas aun cuando fuesen enemi­gas, y la inviolable obediencia que debía a sus jefes, tratando de ponerlo bajo la salvaguardia de los prisioneros de guerra.

"Tal es la causa que con sentencia de muerte fue elevada a San Martín el 15 de enero de 1813, y que él con la misma fecha mandó ejecutar, escribiendo de su puño y letra `cúmplase', sin previa consulta al gobierno, como era de regla.

"Al justificar la necesidad y urgencia de este proceder, San Martín escribía al gobierno: ‘Ase­guro a V.S. que a pesar del horror que tengo a derramar la sangre de mis semejantes, estoy alta­mente convencido de que ya es absoluta necesi­dad hacer un ejemplar de esta clase. Los enemigos se creen autorizados para exterminar hasta la raza de los revolucionarios, sin otro crimen que reclamar éstos los derechos que ellos les tienen usurpados. Nos hacen la guerra sin respe­tar en nosotros el sagrado derecho de las gentes y no se embarazan en derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos. Al ver que nosotros tratábamos con indulgencia a un hombre tan criminal como Landívar, que después de los asesinatos cometidos aún gozaba de impuni­dad bajo las armas de la patria, y en fin, que sorprendido en un transfugio y habiendo hecho resistencia, volvía a ser confinado a otro punto en que pudiese fomentar, como lo hacen sus pai­sanos, el espíritu de oposición al sistema de nues­tra libertad, creerían, como creen, que esto más que moderación era debilidad, y que aún teme­mos el azote de nuestros antiguos amos'. "

 

 

 

 

 

Capítulo XX

 

 


Respuesta  Mensaje 12 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:29

El abandono de Chuquisaca por parte de los solda­dos godos hizo que Juana Azurduy viviera una de las pocas experiencias gratificantes de su lucha sin cuar­tel, ya que los Padilla aprovecharon la débil defensa de su ciudad natal para tomarla, ingresando luego por su calle principal al lento y elegante paso de sus cabalgaduras, enjaezadas con plata y cuero, mientras los chuquisaqueños, algunos sinceros y otros adulo­nes, los vitoreaban y arrojaban flores a su paso.

Detrás de Juana y de Manuel Ascencio venían en la más correcta formación que pudieron, los "leales" y los "húsares", además de los restos de honderos que fueran conducidos y entrenados por Hualparrimachi. También las bizarras amazonas que impresionaban con su porte feroz que daba pábulo a las leyendas de inaudito coraje y de barbaries superiores a las masculi­nas.

Los Padilla, prepararon a la ciudad para el ingreso de don Juan Antonio Alvarez de Arenales, quien lo hizo algunos días después, con tal algazara que en su informe a Roodeau así se refiere Arenales a esa fecha del 27 de abril: "Me he posesionado hoy de esta plaza, sin oposición, y con imponderables demostraciones de júbilo en lo general del pueblo".

Pero no se queda allí Arenales mucho tiempo ya que él también, movido por su propia historia, se pro­pone reconquistar su querida Cochabamba, de la que había sido gobernador, y así lo hace a mediados de mayo, rindiendo al gobernador realista don Antonio Uriburu y a su jefe militar coronel Francisco J. Velasco.

Arenales deja a Manuel Ascencio Padilla a cargo de Chuquisaca, y éste, dando muestras de responsabili­dad y modestia, convoca para ejercer el poder político a un ciudadano respetable, don Juan Antonio Fernán­dez, dejando para sí sólo el control militar de la región.

Las familias pudientes de la ciudad, que hasta entonces habían preferido apoyar a los realistas con­vencidas de su mayor poderío, habían ocultado sus riquezas, especialmente en los conventos y en los monasterios, descontando el saqueo de los Padilla y sus huestes. Pero Manuel Ascencio dio instrucciones a sus hombres, supuestamente incivilizados, de no tocar un solo doblón que no les perteneciese. Lo que fue religiosamente cumplido.

Se produce entonces su primer encontronazo con el general Rondeau, ya que éste lo conmina a abando­nar Chuquisaca, tratándolo poco menos que de usur­pador, y advirtiéndole que ya está en camino para hacerse cargo de su gobierno el coronel Martín Rodrí­guez. A pesar de su indignación y de los consejos de los suyos, los esposos Padilla obedecen estas órdenes y se retiran a su refugio de La Laguna.

En cuanto llega Rodríguez ordena la requisa de todos los tesoros que pudiesen encontrarse en Chu­quisaca, sin obviar conventos y demás lugares sagra­dos con el pretexto burdo de evitar que los mismos cayeran en poder del enemigo y de brindarles la ade­cuada protección.

`El coronel Daniel Ferreira llegó a la casa donde tenía sus sesiones el tribunal confiscatorio designado por el coronel Martín Rodríguez, en los momentos en que se hacía el lavatorio del dinero. Esto era presenciado por el coronel Quin­tana, presidente del tribunal, quien le dijo: Ferreira, ¿por qué no toma usted algunos pesos?'. Este, aceptando el ofrecimiento, estiró su gigan­tesco brazo, proporcionado a su estatura, y con tamaña mano tomó cuanto podía abarcar. Quintana repitió entonces: ¿Qué va a usted a hacer con tan poco?; tome usted más'. Entonces Ferreira, extendiendo su amplio pañuelo, puso en él cuanto podía cargar, algunos cientos.

"Con más generosidades como ésta, con lo que sustraerían los peones conductores, los cavadores, los agentes subalternos y algunos más, ¿qué extraño es que el caudal, cuando hubo de entrar en arca, hubiese disminuido notablemen­te? Se dijo que faltaba mas de la mitad. " (José Marta Paz, Memorias.)

No se detuvo aquí la codicia de Martín Rodríguez, sino que, ebrio de poder, hízose designar supremo director de la Provincia del Plata, en un arresto inde­pendentista que erizó la piel de Rondeau, quien orde­nó su inmediata destitución y su reemplazo por el amigo de Manuel Ascencio, don Juan Antonio Fernán­dez.

Lo cierto era que la conducta del general en jefe del Tercer Ejército del Norte no era mejor, y como prueba de ello el mismo José María Paz nos relata lo sucedido después de la única victoria obtenida por Rondeau, en Puesto del Marqués:

"Nunca he visto, ni espero ver, un cuadro más chocante, ni una borrachera más completa. Los licores abundaban, y el frío y la fatiga de la noche antes, las excitaciones de todo género convidaban al abuso, que se hizo del modo más cumplido. Debo hacer justicia a los oficiales, pues, con pocas excepciones, no se vieron excesos en ellos.

"En las inmediaciones de La Quiaca, a tres o cuatro leguas del Puesto del Marqués, había otro cuerpo enemigo cuyo número no sabíamos y que no hizo sino presentarse en las alturas, para ser­vir de apoyo y reunión a los fugitivos. Es proba­ble que si doscientos hombres nos hubiesen atacado en aquellas circunstancias, nos derrotan completamente. Parecíamos más una toldería de salvajes que un campo militar.

"Dispénseme la acritud con que me expreso, porque ese día ha sido uno de los más crueles de mi vida. Veía en perspectiva todos los desastres que luego sufrió nuestro ejército, y las desgracias que iban de nuevo a afligir a nuestra patria."

A pesar de sus diferencias con Rondeau, los espo­sos Padilla esperaron en La Laguna seguros de que serían convocados para engrosar las filas del ejército que se aprestaba a la batalla contra los godos. Como dicho llamado no se produjese, Manuel Ascencio se desplaza hasta Pomata para entrevistarse con Martín Rodríguez, quien le informó que sólo necesitaban cabalgaduras y soldados ya que los puestos de mando estaban suficiente y adecuadamente cubiertos con los oficiales designados por el gobierno porteño.

Los Padilla, tragando saliva, sobreponiéndose a este nuevo desaire, optan una vez más por colaborar con los jefes abajeños convencidos de que todo sacrificio era bueno si las fuerzas realistas eran finalmente derrotadas y ese amado suelo y sus habitantes libera­dos del yugo hispánico. Cumplen entonces con lo solicitado y envían contingentes de animales y solda­dos que merecen el displicente elogio del coronel Rodríguez: "las fuerzas que me participó mandar no son despreciables, a ellas y las que pueda reunir en el curso do su marcha las destinaré a Pocoata". También le hace saber, nuevamente y como para que no que­den confusiones, que los esposos deberán permanecer en La Laguna, en espera de instrucciones y custodian­do las vías de acceso de aprovisionamiento realista.

No sólo fueron los Padilla los caudillos dejados de lado por Rondeau sino también todos los demás, con lo que el ejército patriota se vio privado del coraje, del patriotismo y del conocimiento del terreno de otros caudillo como Lanza, Zárate y Camargo. Los historia­dores que defienden la decisión de Rondeau indican que éste no quería indisciplinar sus fuerzas incorpo­rando a ellas jefes irregulares que si bien habían dado enorme pruebas de su bravura, no eran adecuados para desempeñarse dentro de las rigurosas estructuras de un ejército formal.

 

 

 



Capítulo XXI

 

A la Laguna llegaron las funestas noticias de la derrota de Rondeau en Venta y Media, el 21 de octubre de 1,815, y las posteriores depredaciones de los soldados en fuga, acuciados por una geografía avara en recursos naturales y por un clima de tem­peraturas extremas, y desamparados por un coman­dante que no sabía combatir organizadamente y tampoco era capaz de llevar a cabo una retirada con orden:

"La primera parada, después que salímos de Chayanta -relata Paz-, fue en un lugarejo miserable donde apenas había dos o tres ranchos que estaban, cuando llegué, atestados de gentes y cuando pedí víveres y forrajes para mis cabalga­duras, me contestó el indio encargado de suministrarlos que no los había, porque todo lo habí­an tomado los soldados que traía la coronela tal, la teniente coroneles cual, etc. Efectivamente vi a una de estas prostitutas, que, además de traer un tren que podía convenir a una marquesa era servida y escoltada por todos los gastadores de un regimiento de dos batallones, y las demás, poco más o menos, gozaban de los mismos privilegios. Esto sucedía mientras los heridos y enfermos caminaban, los más a pie, en un abandono difícil de explicar y de comprender".

Estas circunstancias debilitaron el ánimo de Padilla, quien llevó a cabo entonces lo que quizá sea su acción más controvertida, lo que, paradojalmente, lo humaniza y da aún más mérito a su indómito heroísmo, que no se alojaba en el alma de un superhombre sino en la de alguien que también estaba expuesto, aparentemente, a tentaciones.

Lo que sucedió fue que los realistas, conocedores de la postergación que estaban sufriendo los esposos Padilla por parte de Rondeau, e intuyendo sabiamente su bajo ánimo, consideraron que era un buen momen­to para insistir en el soborno.

Con ese fin enviaron una destacada comisión a cuyo mando iba el capitán don Pedro Blanco condu­ciendo a 100 hombres de infantería y 25 jinetes, todos ellos desarmados como evidencia de que iban en son de paz y respeto.

Uno de sus oficiales, el capitán Hernando de Cas­tro, se adelantó a la tropa para anunciarle al caudillo chuquisaqueño que el capitán Blanco deseaba entre­vistarlo para arribar a alguna fórmula de conciliación. Como prueba de confianza Castro se ofreció como rehén, para asegurar a los esposos que no se trataba de una celada, y quedó desarmado bajo la custodia de doña Juana.

El relato de la escritora Anzoátegui de Campero, quien sostuvo largas conversaciones con doña Juana cuando ésta aún vivía, revela que ésta se opuso viva­mente desde un principio a dicha entrevista, rogándo­le de todas las formas posibles a su esposo que no concurriese. Manuel Ascencio insistía en que la entre­vista sería secreta y que nadie se enteraría, y que su motivo para concurrir a ella era desentrañar cuáles eran las verdaderas intenciones de los godos. Doña Juana lo acusó de ingenuidad y le advirtió que si su actitud trascendía, como era muy posible que sucedie­se dado el estado de gran alerta de toda la gente de la región, los guerrilleros mal interpretarían sus motiva­ciones.

Según la escritora citada, la discusión habría llega­do a un nivel de alto voltaje, inclusive de violencia, ya que doña Juana temía que el espíritu de su esposo se hubiese por fin dañado con tantas privaciones y tantas decepciones.

Habría entonces dicho:

-Escucha, Manuel Ascencio. Conozco la elevación de tus sentimientos y también la firmeza de tu carácter y de tus convicciones... pero sé también la astucia, la habilidad que distingue a los servidores del rey. Si su contacto empañara tu honradez... si te desviases de la senda del deber, ¡te juro que seré yo quien castigue tu infidencia a la causa de la patria!

Nuca se sabrá si la actitud del jefe guerrillero fue un quiebre en su moral o si, como siempre argumen­tase doña Juana en su defensa, sólo trataba de demo­rar a los godos para dar tiempo a que llegasen las par­tidas de los guerrilleros Cueto y Ravelo, con cuyo concurso se sentina ya en condiciones de darles batalla. Pe­ro lo cierto es que las prevenciones de su espo­sa se confirmaron, ya que, cumpliendo con un plan preestablecido, los hábiles Blanco y Castro esparcieron el rumor de que Manuel Ascencio Padilla se encontra­ba en Alcalá, considerándose perdido ya para la causa patriota y ofendido con los jefes del nuevo ejército auxiliar, negociando su rendición y la entrega de todas las fuerzas guerrilleras de la región.

Sabido es que en el espíritu humano una honda decepción puede hacer que un gran amor se transfor­me en un gran odio. Fue eso lo que sucedió en cien­tos de guerrilleros que tanto habían confiado en su gran jefe.

Difundida la noticia de su secreta reunión con los godos, en Alcalá y creída la intención de traicionarlos por parte de Padilla, se levantó un oleaje de hombres y mujeres enfurecidos que deseaban hacer justicia por sus propias manos y acabar con quien tanto los había defraudado.

Padilla, desprevenido, regresaba al encuentro de Juana, cuando fue rodeado por la turba rabiosa que exigía su cabeza.

Dentro de la casa donde a duras penas había logra­do refugiarse, en precaria situación, encerrado con lla­ve, su esposa le exigió juramento de que todo lo que se decía de él era mentira. Así lo hizo Manuel Ascen­cio y eso fue suficiente para que la jefa guerrillera saliese a enfrentar a quienes querían lincharlo.

-¡Esperen! -gritó, haciéndose escuchar-. Si tie­nen ustedes razón yo seré la primera en atravesar el cuerpo de mi esposo si es cierto que ha querido trai­cionarnos. Pero antes será necesario someterlo a jui­cio.

Juana Azurduy quería ganar tiempo, hacer que el fuego homicida de esas personas se aplacase, en la esperanza de que si lograba distraerlos algunas horas la vida de Manuel Ascencio tendría alguna chance.

Varios de los guerrilleros, advertidos de la manio­bra, protestaron y exigieron justicia inmediata y sin tanto trámite.

Ella volvió a imponer su voz y su presencia pode­rosas:

Yo soy aquí el jefe, no lo olviden -y luego agre­gó-: Para que tengan confianza en mis palabras serán ustedes los encargados de custodiar a mi esposo y deberán ustedes garantizarme que él llegará con vida al juicio que se celebrará lo más pronto posible.

Dicho esto, hizo un gesto hacia su esposo, quien pálido y mudo caminó hasta donde estaban sus otrora subordinados.

Además, sería imposible cobrarnos la vida de ninguno de nosotros, pues no está el "Tata" para darle los últimos sacramentos. Y nadie puede asumir la responsabilidad de enviar a uno de los nuestros al infier­no.

Él cura Polanco, a quien apodaban el "Tata", uno de los lugartenientes más confiables de Padilla, había quedado como rehén del capitán Blanco.

El ardid de doña Juana tuvo éxito, ya que las horas pasaron echando aceite en la rabia de quienes se sen­tían traicionados por quien tanto habían admirado. Y Padilla no tardó en rehabilitarse ante sus soldados con el coraje que demostró en la batalla librada pocos días después contra los hombres del capitán Blanco, quie­nes fueron arrollados por los patriotas a cuya cabeza, más valiente que nunca, iba Manuel Ascencio.

Una anécdota, relatada por el dueño de la casa escenario de los hechos ocurridos, don José Barrero, sugiere que entre doña Juana y el rehén español, el capitán Hernando de Castro, se habría desarrollado una fogosa relación de amor que tuvo como corolario que el oficial realista perdiera la vida durante la referi­da batalla enfrentando a sus propios compañeros de armas en defensa de doña Juana. Dícese que recibió en su cabeza un sablazo que iba dirigido a la jefa gue­rrillera y que luego murió desangrado en los brazos del mismo Barrero, auxiliado por doña Juana.

De ser esto cierto, veríamos que cada uno de los esposos se permitió casi simultáneamente un desliz en la coraza de sus convicciones, quizá para recobrarlas luego aún más vigorosas.

 

 



Capitulo XXII


Respuesta  Mensaje 13 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:32

Capitulo XXII

 

Una vez más los Padilla regresaron a su querida Chuquisaca, donde fueron otra vez recibidos con muestras de cariño. Allí los alcanza una carta del general Rondeau en la que no sólo los anoticia de la injustificable debacle de Sipe-Sipe sino que también, irreverentemente, como si no los hubiese ofendido al dejarlos fuera de su ejército, como si no hubiese diez­mado las fuerzas de los Padilla con su mala conduc­ción, los urge a continuar en la lucha. Es decir, a guar­dar sus espaldas mientras huye desvergonzadamente:

"Cuartel General en Marcha.

"A 7 de Diciembre de 1815.

"Señor Coronel Comandante en jefe del Departamento de Chuquisaca, Don Manuel Ascencio Padilla:

"Después del contraste de nuestras armas en los campos de Sipe-Sipe y Viluma, me hallo en retirada con dirección a la ciudad de Salta, donde cuento con elementos de refuerzo, debien­do luego tomar de nuevo la ofensiva para volver sobre mis operaciones de guerra. Estaré de regre­so sin que pase mucho tiempo. U.S. que ha pres­tado a la causa de la Patria tan constantes y distinguidos servicios, debe ahora redoblar sus esfuerzos para hostilizar entre tanto al enemigo sin perder los medios más activos y que sean imaginables para lo que queda U.S. autorizado ampliamente.

"Espero que en esta ocasiónserá U.S. tan dili­gente y entusiasta en obsequio de la Santa Causa de la Patria, como ha sido ejemplar y benemérita su conducta y su valor desde un principio en todos tiempos.

"Dios guarde a U.S. -Jose Rondeau. "

Para hacernos una idea del vigor en sus conviccio­nes que evidencia la carta con la que Manuel Ascencio responde a Rondeaur, y en la que reafirma su indómita decisión de continuar en la lucha, hay que tomar en cuenta que un caudillo de los quilates de Antonio Alvarez de Arenales, vencida ya su moral por Sipe­Sipe, convencido ya de que nada cabía por hacer y que la ineptitud de Rondeau y la anarquía y venalidad de sus hombres habrían desperdiciado la última opor­tunidad en el Alto Perú, decide abandonar el campo de batalla y se dirige con sus hombres más fieles hacia Jujuy.

Imaginable es la indignación con que Padilla, segu­ramente alentado por su esposa, redactó la famosa carta que transcribimos en su totalidad porque así lo merece:

"Reservada.

"Señor General:

"En oficio de 7 del presente mes, ordena U.S. hostilice al enemigo de quien ha sufrido una derrota vergonzosa; lo haré como he acostum­brado hacerlo en más de 5 años por amor a la independencia, que es la que defiende el Alto Perú, donde los altoperuanos privados de sus propios recursos no han descansado en 6 años de desgracias, sembrando de cadáveres sus cam­pos, sus pueblos de huérfanos y viudas, marcado con el llanto, el luto y la miseria, errantes los habitantes de 48 pueblos que han sido incendia­dos, llenos los calabozos de hombres y mujeres que han sido sacrificados por la ferocidad de sus implacables enemigos, hechos el oprobio y el ludibrio del Ejército de Buenos Aires, vejados, desatendidos sus méritos, insolutos sus créditos y en fin el hijo del Alto Perú mirado como enemi­go, mientras el enemigo españoles protegido (sic) y considerado. Sí Señor, ya es llegado el tiempo de dar rienda suelta a los sentimientos que abri­gan en su corazón los habitantes de los Andes, para que los hijos de Buenos Aires hagan desa­parecer la rivalidad que han introducido, adop­tando la unión y confundiendo el vicioso orgullo autor de nuestra destrucción.

“Mil ejemplares de horror pudieran haber irri­tado el ánimo de estos habitantes que U.S. llama en su auxilio. La infame conducta que con el mayor escándalo deshizo, rebajó y ofendió el vir­tuoso Regimiento de Cbuquisaqueños que babían salido a morir por su patria, la prisión de los Coroneles Centeno y Cárdenas por haber hostili­zado a Goyeneche y debilitado sus fuerzas para que él las batiera y premiar a hombres que habí­an desolado a millares de habitantes (pero eran del Alto Perú), la pena impuesta a los Vallegran­dinos por haber propuesto destruir a los enemi­gos para vengar sus agravios y los de la Patria. La prisión de mi persona por haber pedido se me designe un puesto para hostilizar a Pezuela con altoperuanos, que siempre sin sueldo, siempre a su costa, sin partidos y por solo la Patria, han sacrificado su vida y su fortuna, con otros millo­nes de insultos que han sufrido en general todos los pueblos, desde el primer mandatario hasta el último cadete de Buenos Aires no han podido mudar el carácter honrado y sufrido de los altoperuanos, nosotros amamos de corazón nuestro suelo, y de corazón aborrecemos una dominación extrangera (sic), queremos el bien de nues­tra Nación, nuestra independencia y desprecia­mos el distintivo de empleos y mandos, olvidamos el oro y la plata sobre la que hemos nacido y donde ha sido nuestra cuna.

"La justicia de nuestra causa y nuestros sacrosantos derechos, vivifican nuestros esfuerzos y nivelan nuestras operaciones contra esta generalidad de ideas. El Gobierno de Buenos Aires manifestando una desconfianza rastrera ofendió la honra de estos habitantes, las máxi­mas de una dominación opresiva como la de España han sido adoptadas con aumento de un desprecio insufrible, la prueba es impedir todo esfuerzo activo a los altoperuanos, que el ejército de Buenos Aires con el nombre de auxiliador para la Patria se posesiona de todos esos lugares a costa de la sangre de sus hijos, y hace desapa­recer sus riquezas, niega sus obsequios y genero­sidad.

"Los altoperuanos a la distancia sólo son nombrados para ser saheridos. ¿Por qué haberme destinado al mando de esta Provincia amiga sin los soldados que hice entre las balas y los fusiles que compré a costa de torrentes de sangre? ¿Por qué corrió igual suerte el benemérito Camargo mandándolo a Chayanta de Sub-delegado dejando sus soldados y armas para perderlo todo en Sipe-Sipe? ¡Olvídese muy en buena hora el empeño del Alto Perú y sus revoluciones de tiempos inmemorables para destruir la monarquía! Si Buenos Aires es el autor de esa revolución, ¿para qué comprometernos y privarnos de nuestra defensa.? El haber obedecido todos los altoperuanos ciegamente, el haber hecho esfuerzos inauditos, haber recibido con obsequio a los ejércitos de Buenos Aires , haberles entregado su opulencia, un degrado y. otros por fuerza, haber silenciado escandalosos saqueos, haber salvado los ejércitos de la patria ¿son delitos? ¿A quiénes se debe el sosten de un gobierno que siempre nos acuchilló? ¿No es a los esfuerzos del Perú que ha entretenido al enemigo, sin armas por privarle de ellas los que se titulan sus hermanos de Buenos Aires?

¿Y ahora que el enemigo ventajoso inclina su espada sobre los que corren despavoridos y saqueando debemos salir nosotros sin armas a cubrir sus excesos y cobardía? Pero nosotros somos hermanos en el calvario y olvidados sean nuestros agravios abundaremos en virtudes.

"Vaya US. seguro de que el enemigo no ten­drá un solo momento de quietud. Todas las Provincias se moverán para hostilizarlo, y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos para que U.S. vuelva entre sus her­manos. Nosotros tenemos una disposición natu­ral para olvidar las ofensas: quedan olvidadas y presentes. Recibiremos a U.S. con el mismo amor que antes, pero esta confesión fraternal, ingenua y reservada, sirva en lo sucesivo para mudar de costumbres, adoptar una política juiciosa, traer oficiales que no conozcan el robo, el orgullo y la cobardía.

"Sobre estos cimientos sólidos levantaría la patria un edificio eterno. El Altoperú será reducido primero a cenizas que a la voluntad de los Españoles. Para la patria son eternos y abundantes sus recursos, U.S. es testigo. Para el ene­migo está almacenada la guerra, el hambre y la necesidad, sus alimentos están mezclados con sangre y, en habiendo unión para lo que ruego a U.S. habrá patria.

"De otro modo los hombres se cansan y se mudan. Todavía es tiempo de remedio: propenda U.S. a ellos si Buenos Aires defiende la América para los americanos, y si no...

"Dios guarde a U.S. muchos años. "La Laguna, Diciembre 21, 1815. Manuel Ascencio Padilla."

Un renombrado historiador boliviano señala que en ese potente "y si no..." debe buscarse la base del pos­terior deseo altoperuano de independizarse no sólo de España sino también de la Argentina, doble cometido que se cumplió en 1825.

 

 

 



Capítulo XXIII

 

De allí en más la acción de los partidarios altoperua­nos fue aún más heroica, ya que al retirarse las tropas porteñas volvieron a quedar, y esta vez para siempre, a merced de la represión de los realistas. Esta fue tan brutal que recordemos que Bartolomé Mitre enumeró 105 caudillos, de los que cuando el Alto Perú logró su independencia en 1825 sólo quedaban vivos 9.

Lo tardío de la ruptura de sus cadenas con España, la más tardía de todas las naciones sudamericanas, indica también a las claras hasta qué punto fue vigoro­so el dominio de los godos, quienes tuvieron en sus jefes y oficiales del Alto Perú algunos de sus más experimentados, hábiles y despiadados militares de la guerra americana.

Luego de Sipe-Sipe apenas quedaron el cura Muñe­cas e Larecaja, Betanzos entre Cotagaita y Potosí, Uriondo y Méndez en Tarija, Camargo en Cinti, Lanza en Ayopaya, el argentino Warnes en Santa Cruz de la Sierra y los esposos Padilla cubriendo la región entre Chuquisaca y La Laguna.

La mayoría de los nombrados pagaron caro su patriotismo y tuvieron finales trágicos. Así, por ejem­plo, el presbítero Ildefonso Escolástico de las Muñe­cas, nacido en San Miguel de Tucumán, quien llegó a ser cura rector de la catedral del Cuzco. Ya en 1809, en el levantamiento de La Paz, se había decidido por la Revolución Americana y luego en 1814 tuvo activa participación en el alzamiento del cacique Pumacahua, cuyo infortunado desenlace lo obligó a buscar refugio en la inhóspita región montañosa de Larecaja.

Allí desarrolló una vigorosa acción guerrillera, sublevando en masa a las multitudes de esa región de probada tradición revolucionaria, a la que conducía en su doble condición de caudillo y sacerdote.

Cuando en 1815 el tercer ejército auxiliar argentino al mando de Rondeau se internó en el altiplano, el cura Muñecas fue uno de los muchos jefes locales que le prestaron apoyo. Junto con los caudillos Monroy, Carriere y Carrión, dirigiendo una tropa numerosa de indios y criollos, impidió que los realistas traspasaran el río Desaguadero. Finalmente, la superioridad numé­rica, estratégica y en armamento de su enemigos los deshicieron en los altos de Paucarkolla; Monroy al verse perdido se suicidó de un pistoletazo, en tanto que Carrión, Carrieri y otros cinco jefes revoluciona­rios fueron hechos prisioneros, fusilados y sus cabezas expuestas en picas a la vera del camino hacia La Paz, como escarmiento.

El cura Muñecas logró escapar y en muy poco tiempo había rehecho sus fuerzas, con las que luego de sucesivos encontronazos con las tropas realistas quedó dueño de una vasta región al norte y al este del Lago Titicaca.

Para el virrey Pezuela se transformó en una exigen­cia de primer orden el destruir a este caudillo, uno más de los que le impedía avanzar sobre las provin­cias rioplatenses, para no dejar al descubierto su reta­guardia. Para ello fue destacado un poderosísimo ejér­cito al mando del coronel Agustín Gamarra, que logró cercar al cura Muñecas al pie del nevado de Sorata y lo aplastó en Colocolo, procediendo luego a pasar por las armas a todos los prisioneros.

Nuevamente logró escapar Muñecas aprovechando su conocimiento de la tortuosa geografía de la zona, pero fue prontamente denunciado por un indio com­padre, cayendo en manos de las fuerzas españolas junto con los 30 fieles que aún lo acompañaban, los que fueron fusilados de inmediato.

El cura fue conservado con vida y el capitán lime­ño Pedro Salar recibió orden de trasladarlo ante la presencia de Pezuela en Cuzco, donde iba a ser degradado y ahorcado. Pero en el camino, cerca de Tihuanacu, fue asesinado por la espalda por indica­ción de Salar, seguramente cumpliendo órdenes supe­riores.

El cadáver del sacerdote fue rescatado por algunos indios que lo veneraban y enterrado en la capilla de Huaqui.

Otro mártir de nuestra independencia fue el gran caudillo José Vicente Camargo, con quien nuestra historia, igual que con los demás jefes de partidarios que combatieron en el Alto Perú, ha sido inmensa­mente injusta, debido a que sus lugares de nacimien­to, como así también las regiones donde guerrearon, pertenecían entonces a las Provincias Unidas del Río de la a Plata, pero pasaron, a partir de 1825, a pertene­cer a un nuevo país, Bolivia. Por lo que también dejó de reconocérseles su argentinidad y su ciclópea contribución a algunas de las mejores páginas de nuestra historia, sumergiéndolos en un olvido afren­toso.

Desde Cinti las montoneras de Camargo amenaza­ban constantemente la fortaleza de Cotagaita y mante­nían así las puertas abiertas para el ingreso de los ejér­citos patriotas desde la Argentina. Sus acciones audaces y sorpresivas causaron honda preocupación a los jefes realistas, y decidieron a Pezuela a ordenar en enero de 1816 al brigadier Antonio María Alvarez marchar con 500 hombres sobre Cinti. Al caer la noche pene­traron en el valle, sorprendiéndose al divisar los cerros tachonados por numerosas fogatas. Eran los hombres de Vicente Camargo, que, advertidos por sus vigías, los esperaban armados de hondas, piedras y cuchillos. En la planicie, la caballería del mayor argentino Gre­gorio Aráoz de Lamadrid dio comienzo a sus manio­bras, distrayendo al enemigo y permitiendo así que los descalzos y bronceados montoneros cayeran sobre los chapetones y los derrotaran.

Pezuela, sin salir de la sorpresa, ordenó al 'coronel Olañeta que alcanzara a Lamadrid y vengara la derrota de Alvarez. Tal orden se cumplió el 12 de febrero en las márgenes del río San Juan.

Pero seguían las guerrillas de Camargo obstruyendo el avance realista hacia el sur. Era necesario despejar de rebeldes toda la zona y para ello organizó una nue­va y poderosa expedición al mando del coronel Bue­naventura Centeno. En el mes de marzo arrollaron: a las avanzadas patriotas para apoderarse de Cinti, pero entonces chocaron con las milicias de Camargo, las cuales hicieron proezas de valor y causaron considera­bles bajas a las fuerzas de Centeno. Los refuerzos oportunos y las informaciones proporcionadas por dos traidores ayudaron a los del rey a salvar la situación.

“La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de mayo al 3 de abril -escribe Heriberto Trigo-. Al amanecer de este último día los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo, y en el acto es pasado a degüello. No es el único a inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate."

Esta etapa marca la aparición de jefes realistas de mayor ferocidad que los hasta entonces conocidos; también de mayor eficacia en el cumplimiento de sus misiones. Entre ellos cabe destacar al coronel Francis­co Javier Aguilera, quien se dirigió hacia el oriente para acabar con Padilla y con Warnes, y el mariscal de campo don Miguel Tacón, quien fue destinado a Poto­sí.

Inauditamente, es éste también un período de triunfos y de victorias de las fuerzas irregulares de los Padilla sobre los cada vez mejor organizados y bien pertrechados ejércitos del rey.

Entre las más importantes se encuentra la de El Villar, en la que, por su valor y por haber conquistado una bandera, doña Juana es premiada, a instancias de Belgrano, con el grado de teniente coronel del Ejército Argentino, lo que la colmará de orgullo.

Cabe señalar que la relación de los Padilla con Buenos Aires siempre fue muy estrecha, a pesar de las decepciones y malos tratos que sufrieran por parte de los porteños. A pesar de ello su insignia siguió siendo la bandera azul y blanca y por ello el color celeste fue la contraseña entre los patriotas, tanto que el cruel Tacón imponía graves castigos y penas para las muje­res que, en Potosí, llevasen algo celeste en su vesti­menta.

La buena relación de Manuel Ascencio y Juana fue, esencialmente, con el general Belgrano, a quien apre­ciaban y respetaban, sentimientos que éste les corres­pondía en grado superlativo. Para él era clarísima la gran importancia que los jefes de partidarios como los esposos Padilla tenían para el buen éxito de la revolu­ción desatada el 25 de mayo de 1810, ya que las fuer­zas realistas no podían desguarnecer su espalda ante esa amenaza y por lo tanto se veían impedidos de avanzar victoriosamente sobre Buenos Aires, aunque los ejércitos abajeños hubiesen sido destrozados, como había sucedido luego de Huaqui, de Vilcapugio y de Sipe-Sipe.

Esta fue la razón por la que no sólo distinguió a doña Juana sino también a Manuel Ascencio:

"Señor Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.

"Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Mili­cias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido está ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo español lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbi­trios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad. (...)

"En el entretanto, poniéndose Ud. y toda su gente bajo la augusta protección de mi generala que lo será también de Ud., Nuestra Señora de Mercedes, no tema Ud. riesgos en los lances acor­dados con la prudencia, pues ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas como la nuestra.(...)

"No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.

"Dios guarde a Ud. muchos años.

"Tucumán a 23 de octubre de 1816.

Manuel Belgrano".

Esta designación llegó cuando hacía ya varias semanas que la cabeza de Padilla, sus ojos vaciados por hormigas, gusanos y caranchos, lucía empicada en el extremo de un palo al lado de otra, de mujer, que sus asesinos supusieron de doña Juana.

 

 

 



Capítulo XXIV

 

 

 

 


Respuesta  Mensaje 14 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:33

Don Manuel Ascencio Padilla murió como había vivido: heroicamente, y en la única forma que hom­bres como él morían en ese entonces: ferozmente.

Los realistas habían acumulado más fuerzas que nunca con el objetivo de liquidar a la guerrilla de los esposos. En Tinteros, Padilla con 1000 indios y 150 fusileros había triunfado sobre sus enemigos, aunque a costa de importantes pérdidas entre las que se encontraban Feliciano Azurduy y Pedro Barrera.

En Pitantora la columna de Prudencio Miranda había sido atacada por los tablacasacas, pero había logrado contenerlos y luego ponerlos en fuga. No tuvo tanta suerte el guerrillero Lorenzo Granieta, cuya partida fue deshecha en Tipoyo.

Para Juana y Manuel Ascencio era evidente que su situación era más comprometida que nunca, ya que sus espías les informaron que Miguel Tacón con 2000 hombres había partido de Chuquisaca en una acción combinada con Francisco Javier de Aguílera, quien con 700 hombres también avanzaba desde Vallegran­de. La finalidad era tomar a los Padilla entre dos fue­gos.

Padilla, que siempre tuvo un alto sentido de la estrategia militar, ordenó a los montoneros de Yampa­ráez y Tarabuco, dirigidos por Carrillo, Miranda y Ser­na, que salieran al encuentro de las fuerzas de Tacón para detenerlas. El a su vez se atrincheraría en La Laguna para cortar el avance de Aguilera.

Pero la prolongación de una guerra desfavorable y la irrefutable evidencia de que las fuerzas argentinas ya no volverían, por lo que el triunfo de los patriotas era, más que difícil, imposible, fomentaban las deser­ciones en las filas rebeldes y también las traiciones. El guerrillero Mariano Ovando, quien había pertenecido a las partidas guerrilleras y que conocía a fondo las costumbres y las tácticas de los Padilla, se pasó al bando contrario y enseñó al coronel Aguilera la senda para llegar a La Laguna velozmente adelantándose a Manuel Ascencio.

Los expertos que han estudiado la batalla de La Laguna aseguran que Padilla equivocó la táctica, ya que tratándose de un campo abierto envió a su infe­rior infantería por el centro a atacar las fuerzas rivales mientras la caballería al mando de Cueto debía embes­tir contra la retaguardia enemiga.

Pero a su frente estaba el coronel Aguilera, un hombre de gran coraje y curtido en muchas batallas, quien odiaba hondamente a Padilla y no sabía lo que era el miedo. Las tropas realistas aguantaron a pie fir­me el ataque patriota y luego avanzaron resueltamen­te, envolviendo al enemigo y entablando una lucha cuerpo a cuerpo sangrienta que duró varias horas., al cabo de las cuales los guerrilleros se vieron obligados a retirarse en desorden.

La catástrofe pudo evitarse porque la caballería de Cueto alcanzó a sostener su orden y protegió admira­blemente la fuga de los infantes.

Esto sucedió el 13 de septiembre de 1816. Al día siguiente, Padilla entró al Villar con las fuerzas que le quedaban y allí acamparon en el santuario, que era el lugar prefijado para el encuentro, y esperó a que se le fueran juntando quienes vagaban dispersos por la zona.

Allí estaba también doña Juana, quien había queda­do como reserva con algunos guerrilleros y una pieza de artillería, custodiando el parque de municiones y la caja de caudales.

Las heridas, la derrota y el agotamiento hicieron que los rebeldes perdieran reflejos de prudencia que eran la única garantía de supervivencia en esa guerra tan despiadada. Pero por sobre todas las cosas, nunca sospecharon, porque nunca se habían enfrentado con un jefe como Aguilera, que los seguiría con tanta tena­cidad y sigilo al mando de una fuerte columna de caballería, cayendo sobre los guerrilleros como un alud de pólvora y metralla sin darles tiempo de orga­nizarse y matando a quienes no lograban huir.

La sorpresa, esta vez, sembró pánico y desorden en las filas de los perpetuos sorprendedores. La teniente coronela, imperturbable, acudió sin hesitar a la resis­tencia, con ese vigor nunca desmentido, luchando en primera línea, recibiendo un proyectil en la pierna al iniciarse la lucha y enseguida otro aún más grave en su pecho, aunque se esforzó por que los suyos no se apercibiesen de ello, resistiendo la creciente vehemen­cia del dolor y el sangrado para no provocar el desá­nimo en las filas patriotas.

Leamos la algo pomposa y emocionada descripción de Joaquín Gantier:

"Deshechas las columnas libertadoras, cundió el desorden en el campamento y no se dejó espe­rar el desastre. Minutos después los ‘Leales’ y todos huían sin escuchar la imponente voz de su caudillo, ni las amonestaciones de la heroína que aún luchaba a brazo partido.

"Solos ya los esposos Padilla, fueron los últi­mos en abandonar el teatro póstumo de sus heroicas hazañas. Padilla, seguido del padre Mariano Polanco y una mujer que acompañaba a doña Juana, que iba en último término, se ale­jaban precipitadamente, pero tarde... Un grupo de caballería a cuya cabeza se precipitaba Agui­lera estaba apunto de apresar a doña Juana, lo cual notando el valeroso y ejemplar esposo tornó bridas para salvar a su amada compañera, des­cargó sus pistolas logrando derribar a uno de los oficiales, entretanto, ganaba distancia doña Juana.

"Mas, había llegado el término de las fatigas para el óptimo espíritu del valeroso guerrillero que trabajó e hizo más resistencia que los gran­des ejércitos contra las fuerzas coloniales y pasa­se al reposo de la inmortalidad.

"Cargando con el arrojo del que mide el peli­gro y hace abnegación de su vida, sable en mano se lanzó contra sus enemigos, pero pronto una bala hirió de muerte al indomable caudillo que desplomado cayó para dar reposo a su fati­gado organismo y la ascención triunfal a su generosa alma ".

El coronel Aguilera decapitó al derribado Padilla allí mismo, y a continuación, con sus manos ensan­grentadas y con una feroz expresión de triunfo en su rostro alzó el macabro trofeo por los pelos y lo exhi­bió a soldados y oficiales que prorrumpieron en alari­dos de victoria.

Luego, con el mismo sable chorreante, destroncó también a la amazona que iba al lado de Manuel Ascencio y que erróneamente creyeron que era doña Juana.

El mismo Aguilera, satisfecho, anticipando el júbilo que la noticia provocaría en sus superiores en Lima, encajó los cuellos en el extremo de largas picas que ­luego alzaron en la plaza de El Villar para terror y escarmiento de quienes desearan oponerse al rey.

Existe otra versión de la muerte de Padilla y es la que dio el arriero traidor, Manuel Ovando, cuya decla­ración fue recogida por el doctor Adolfo Tufiño en 1882, cuando Ovando contaba 105 años de vida:

"Cuando las armas patriotas flaquearon ante las impetuosas cargas de los realistas, dejando un sinnúmero de muertos, emprendió Padilla la fuga, así como los demás, por la abra de la baja­da a Yotala.

"Nunca se me hubiera proporcionado mejor ocasión para realizar mi meditada venganza, no perdía de vista al guerrillero en el combate; y tan luego que torció la brida y apretó los ijares de su mula, me apresuré a seguir a Aguilera que se propuso perseguirlo personalmente; pero su bestia fátigada y sin aliento para tal acto se lo impedía, es que entonces aprovechando del brío de mi caballo, me precipité tras el Caudillo, él me amenazó al darse vuelta con la pistola amarti­llada, la que en su desgracia había estado sin cargar. Bajaba precipitadamente envuelto en su poncho de castilla color aurora y a dos brin­cos me puse a corta distancia de él, en media bajada a Yotala, donde le descargué dos tiros sucesivos de pistola, que lo derribaron en tierra bañado en su sangre; es entonces que descabal­gándome y encontrándolo exánime, me asomé con el puñal a cortarle la cabeza, acto que tra­tó de impedírmelo el intruso padre Polanco, conocido por "el Tata", pretexto de prestarle los auxilios espirituales, pero una amenaza enérgica de mi parte, apartó de la escena al desgra­ciado sacerdote, mi paisano.

"La cabeza del Caudillo fue presentada a Aguilera quien se la llevó a La Laguna a exhibir­la en una pica".

Juana Azurduy, mientras tanto, sosteniéndose ape­nas sobre su cabalgadura debido a la importancia de las heridas que la iban vaciando de sangre, continuó la huida acompañada de unos pocos leales. Pronto la alcanzarían los informes de que su marido había sido muerto y, a diferencia de otras tantas veces en que ella confió en que la sagacidad y el coraje de Manuel Ascencio desmentirían tal tragedia, esta vez estuvo segura de que nuevamente el destino le había asesta­do un terrible golpe. Dudó en volver atrás para ella también inmolarse junto a su querido esposo, pero, demasiado débil y convencida por sus compañeros, continuó la difícil fuga hacia el valle de Segura de tan funestas memorias.

Su misión como nueva jefa de las fuerzas guerrille­ras era poner a salvo el tesoro, al que el historiador y general español García Camba llamó el "depósito de sus rapiñas", tasado en aproximadamente 60.000 duros.

En realidad lo que doña Juana más anhelaba en esos lúgubres momentos era poner a salvo a su hija Luisa, y llevar consigo una caja de madera en la que los Padilla guardaban sus papeles. Entre ellos su designación como teniente coronela.

 

 



Capítulo XXV


Respuesta  Mensaje 15 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:34

Capítulo XXV

 

La lucha no daba tregua y, sobreponiéndose al inmenso dolor que la embargaba, ya que la muerte de Manuel Ascencio le fue confirmada por algunos que habían visto su cabeza exhibida como macabro trofeo de guerra, se puso a la tarea de designar al nuevo jefe que continuaría la guerra. La voz se expandió por toda la región, convocando a los caudillos de partida­rios a un consejo. Juana Azurduy fue su presidenta, vistiendo de negro, con el rostro endurecido por su voluntad de no ser traicionada por lágrimas, los puños crispados sobre la mesa.

Fue muy difícil ponerse de acuerdo en quién podía sustituir a una figura tan imponente como la de Manuel Ascencio. Circularon los nombres de Jacinto Cueto; de Fernández, de Severo Bedoya, pero cada vez que el fiel de la balanza parecía caer sobre alguno ellos se excusaban, por cuanto la convicción general era que la misma doña Juana debía tomar la sucesión de su difunto esposo. Pero ésta estaba convencida, y seguramente tenía razón por la idiosincrasia de las gentes de la región, que el nuevo jefe también debería ser un hombre con el cual ella colaboraría, según prometió, ­ como lo había hecho con Manuel Ascencio.

La elección se tornó tan difícil y trabada que final­mente todos pidieron a la teniente coronela que fuese ella quien designara al nuevo comandante. Quizá todavía impresionada por su magnífico desempeño en la batalla de La Laguna, Juana se inclinó por Jacinto Cueto, y como segundo fue nombrado don Esteban Fernández. El consejo se cerró con la instrucción al nuevo jefe de que informase al general Manuel Bel­grano sobre lo decidido, quien así lo hizo:

"En el mismo día (14 de setiembre) salí de mi casa con dirección para Pomabamba, recogiendo la gente dispersa y busqué mi reunión, en la raya de la frontera, punto de Segura, donde me encontré con la mujer del finado, el sargento mayor don Pedro Bedoya y demás oficiales que entendían en la misma diligencia de reunir sus compañías. Aquí se trató de nombrar un coman­dante de la división para dar principio a la reor­ganización de nuestras fuerzas, y después de haber cedido voluntaria y públicamente sus acciones y derechos el expresado sargento mayor por igual consentimiento de los oficiales, en que también tuvo voto la mujer del coronel, recayó en mí dicho cargo como comandante de caballe­ría y otras atenciones que merecí a dicha acor­dada junta. Como se supiese que Tacón había llegado a La Laguna con setecientos hombres, después de haber dejado guarnición en Tarabuco y que la división de Aguilera volvió al Valle­grande con disposición de marchar a Santa Cruz, me interné a este pueblo de Sauces para dar mis providencias en los puntos necesarios, y entender en la composición de armas, todo a mi costa y sin apensionar a persona alguna, como también para combinar con el coronel don Igna­cio Warnes, a quien ocurrí por el auxilio de municiones y un cañón, según lo acredita el ofi­cio que en copia acompaño a U.S. y salgo de aquí el día de mañana para Pomabamba a veri­ficar mi reunión en Molleni donde tengo citados a todos los comandantes de partida que queda­ron atrás y se retiraron a parajes seguros, a excepción del insubordinado don Apolinar Zára­te, que se mantuvo en Tarabuco después de ser llamado y allí fue sorprendido con pérdida de veinticinco hombres y otros tantos fusiles; practi­cada nuestra reunión general pasaré a V. E. la votación de mi nombramiento, firmado por los oficiales junto con el estado de la fuerza y arma­mento, que según cálculo será de trescientos fusi­les; y luego que reciba el auxilio pedido a Santa Cruz, me dispondré a operar prudentemente según exija la necesidad. "

Los tiempos posteriores a la muerte del gran caudi­llo patriota fueron oscuros para la causa rebelde. Por un lado los realistas festejaron el hecho con justificada satisfacción. Lo expresa el general español García Camba en sus memorias escritas mucho tiempo des­pués: "La destrucción de Padilla era de la mayor importancia para la pacificación de los partidos o sub­delegaciones de la provincia de Charcas y aun para la inmediata de Santa Cruz de la Sierra. No hay voces con que expresar dignamente la actividad y decisión del coronel Aguilera". Donde dice "pacificación" debe leerse "exterminio". Fue así como el coronel Aguilera, sin perder tiempo, el camino expedito hacia Santa Cruz, partió de inmediato con el objetivo de terminar con el otro gran caudillo de la zona, el argentino Igna­cio Warnes.

Las cosas no fueron mejor en el interior del campo rebelde, ya que la autoridad de Cueto y de Fernández fue rápidamente puesta en cuestión, en primera ins­tancia como pudo leerse en su comunicación a Bel­grano por Apolinar Zárate, quien quizás consideró que por su proximidad le hubiese correspondido ser el sucesor de Padilla. Muy rápidamente, también el sub­jefe Fernández y Ravelo se insubordinaron y decidie­ron formar una división propia.

El principal motivo de esta anarquía no era sola­mente la inevitable confusión generada por la ausen­cia de un líder indiscutible y la imposibilidad de su sustitución inmediata, sino también una disputa cre­matística por los caudales que la guerrilla de los Padi­lla había ido acumulando a lo largo de sus correrías. Caja que continuaba bajo custodia de doña Juana pero que despertaba la ambición de no pocos de los jefes de partidarios, no sólo por codicia personal, sino por­que también un suculento tesoro como ése garantiza­ba la compra de armas y cañones necesarios para el buen suceso de sus tareas bélicas.

La fama del general don Martín Güemes se había extendido por todo el Alto Perú. Muchas veces Manuel Ascencio y Juana habían comentado las hazañas de este hombre de noble origen salteño, quien al mando de sus gauchos aplicaba en Salta y Jujuy tácticas de guerra muy similares a las de los jefes de partidarios altoperuanos.

Por todo ello, impotente para dominar el caos desatado en las filas patriotas, la teniente coronela encomendó a fray José Indalecio de Salazar escribir al caudillo solicitándole enviase "en lugar del finado un jefe de integridad, amor, celo y honradez, procedi­miento para prever el cáncer perniciero (sic) que pue­da probablemente cundir e infectar toda la masa de esta porción brillante, que si en la actualidad es vir­tuosa pero puede después corromperse e inutilizarse para la vigorosa defensa que necesitan practicar estas provincias".

Güemes respondió enviando al teniente coronel don José Antonio Asebey, pero nunca llegó a destino debido a que su designación provocó controversias y algunos de los más importantes jefes se negaron a aceptar su autoridad.

Lo cierto es que doña Juana no se encuentra en las mejores condiciones para controlar el divisionismo desatado en sus filas, ya que ha caído en el abatimien­to y su mente está ocupada por una única obsesión: rescatar la cabeza de su amado Manuel Ascencio, la que, a pesar de las semanas transcurridas, sigue aún clavada en la plaza principal del pueblo de La Laguna insultando a quienes tanto lo veneraron.

La teniente coronela llama a su presencia a Caipé, un joven flechero tacafucus que le ha demostrado gran lealtad aun en los momentos difíciles que está viviendo, alguien que le recuerda a Hualparrimachi, y le encomienda recorrer la zona reclutando indios y criollos para formar un nuevo ejército a sus órdenes.

Al cabo de unos días Caipé se presenta ante su jefa con poco más de 100 hombres, entre flecheros y algu­nos ex fusileros de Padilla decididos a vengar su memoria ultrajada. Tampoco falta una decena de sus diezmadas amazonas. Sabedora de que la partida es aún insuficiente, doña Juana solicita a Esteban Fernán­dez y a Agustín Ravelo que le presten sus servicios.

Esta de todas maneras exigua tropa se vio significa­tivamente aumentada en el trayecto hasta La Laguna por bandadas de indios ávidos de venganza, que a la vista del pueblo, y sin esperar orden alguna, se aba­lanzaron como un huracán sobre los realistas que comandaba el coronel Francisco Baruri, perforando sus líneas de defensa.

Se desató entonces una de las carnicerías más espantosas de nuestra lucha por la independencia, ya que, a la vista de la podrida calavera del gran caudillo, quienes fueran sus súbditos sintieron hervir su sangre y masacraron a todo realista que encontraron a su paso, y también a quienes hubiesen colaborado con ellos, dejando las polvorientas calles teñidas de san­gre.

Nada de esto advertiría Juana Azorduy, sus sentidos aplicados a descender esa cabeza de órbitas habitadas por gusanos y de carne apergaminada y devorada por los cuervos. En una dolorosísima procesión la llevaron hasta la iglesia y allí la depositaron sobre el altar, ofi­ciándose a continuación un último responso con los elevados honores correspondientes a su rango de jefe de la guerra de recursos altoperuana y de coronel del Ejército Argentino.

Estos emocionantes funerales parecerían haber marcado un punto de inflexión en la vida de doña Juana, la que de allí en más fue despeñándose en una curva descendente hasta aquella tremenda carta, escri­ta ocho años más tarde, cuando vagaba pobre y depri­mida por las selvas del Chaco argentino:

“A las muy honorables juntas Provinciales: Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Cbarcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución. Aunque animada de noble orgullo tam­poco recordaré haber empuñado la espada en defensa de tan justa causa. La satisfacción de haber triunfado de los enemigos más de una vez deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en que el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo es mi ciega adhesión al sistema patrio ( .. ) Después del fatal contraste en que perdí a mi marido y quedé sin los elementos necesarios para proseguir la guerra, renuncié a los indultos y a las generosas invitaciones con que se empeñó en atraerme el enemigo.

"Abandoné mi domicilio y me expuse a bus­car mi sepulcro en país desconocido, sólo por no ser testigo de la humillación de mi patria·, ya que Mis esfuerzos no podían acudir a salvarla. En este estado he pasado más de ocho años, y los más de los días sin más alimento que la esperan­za de restituirme a mi país (... ). Desnuda de todo arbitrio, sin relaciones ni influjo, en esta ciudad·(no hallo medio de proporcionarme los útiles y viáticos precisos para restituirme a mi casa (...) Si V.H. no se conduele de la viuda de un ciudadano que murió en servicio de la causa mejor, y de una pobre mujer, que, a pesar de su insuficiencia, trabajó con suceso en ella...”

 

 

 



Capítulo XXVI

 

En 1817 la situación de los caudillos patriotas se había vuelto desesperante. El terrible Aguilera, luego de haber dado cuenta de Padilla, se dirigió raudamen­te hacia Santa Cruz de la Sierra, escenario dominado por el coronel Ignacio Warnes, quien, a pesar de su inferioridad numérica, acorralado, salió al paso de los tablacasacas en El Pari, donde se libró la batalla más sangrienta de todas las que tuviera el Alto Perú por escenario, ya que de los 2000 hombres que intervinie­ron en ella sólo sobrevivieron 200.

Fue otra vez Aguilera quien, abalánzandose sobre un Warnes ya herido, a pesar de lo cual no cejaba en sus gritos de aliento repartiendo mandobles a diestra y siniestra que hacían estragos en sus enemigos, lo aba­tió con un disparo a quemarropa de su arcabuz y lue­go, aún con vida el gran caudillo cruceño, destroncó su cabeza, la que también colocó en el extremo de una pica, durante varios meses, a la vista de hombres y mujeres que circulaban por la plaza principal de la ciudad camba.

No fue esto suficiente para el feroz y eficaz coronel de los ejércitos del rey, nacido también en Santa Cruz de la Sierra, sino que a continuación entró a saco en su ciudad natal pasando por las armas a mil de sus habitantes.

No fueron Padilla y Warnes los únicos inmolados, ya que en pocos meses también habían perdido su vida Camargo, Esquivel y el cura Muñecas.

Una de las causas de esta matanza se debió a que San Martín había por fin convencido al gobierno por­teño de que la mejor vía hacia Lima no era a través del Alto Perú sino cruzando los Andes y embarcándo­se en el Pacífico, para así sitiar y rendir el Callao. La historia dio la razón a ese gran estratega militar que fue San Martín, el primer verdadero jefe con instruc­ción y experiencia bélica, quien sustituyó a hombres de buena voluntad pero de poca aptitud en el campo de la guerra, como fueran Castelli y Balcarce, Belgra­no y Rondeau, todos ellos militares improvisados por imperio de las circunstancias.

Pero lo cierto es que la decisión de San Martín dejó a los valientes caudillos altoperuanos a merced de la represión y venganza realista, los que no tuvieron mayor inconveniente en apaciguar la región a sangre y fuego, imponiendo terror y demostrando una cruel­dad pocas veces vista en la historia de la humanidad.

Las fuerzas godas estaban ahora a las órdenes del muy apto general De la Serna, quien había llegado desde la península a la cabeza de importantes refuer­zos, y tanto él como Pezuela, promovido ahora a virrey, otro militar de valía, coincidían con San Martín en que la vía del Pacífico era la mejor para rendir Lima. Por lo tanto les era imprescindible distraer fuer­zas patriotas de este objetivo, amenazando con la invasión de las provincias del Río de La Plata a través de su frontera norte. Para ello era necesario garantizar su retaguardia terminando de destrozar a las guerrillas altoperuanas que hasta entonces le habían impedido concentrar las tropas necesarias para franquear el impenetrable tapón que imponía la acción de Güemes y sus gauchos en la frontera de Salta y Jujuy.

Aniquiladas las guerrillas del norte y del oeste, doña Juana se dirigió hacia el sur, donde resistían los caudillos tarijeños, en estrecha relación con Güemes. Entró así en los dominios del valiente y noble Francis­co Uriondo, quien le brindó una recepción con todos los honores que su admiración por la teniente corone­la le merecían. Seguramente doña Juana se dirigió también hacia el sur, anoticiada de que su amigo el general Manuel Belgrano había vuelto a hacerse cargo del ejército del norte tras el fracaso de Rondeau.

Fue Belgrano quien, ante la tremenda presión que los godos estaban ejerciendo sobre los caudillos alto­peruanos, dio instrucciones al coronel Aráoz de Lama­drid de que incursionara en la zona para ejecutar una maniobra de diversión que distrajera algunas fuerzas al servicio del rey, y así impedir o aminorar la masa­cre.

Nada más podía hacer Belgrano, al frente de un ejército en estado deplorable, como informa al gobier­no de Buenos Aires:

"Los capellanes, que debían dar el ejemplo acerca del orden y conducta cristiana del ejérci­to tienen procedimientos que llenan de rubor, haciendo algunos de ellos vida escandalosa con mujeres, juegos y otros vicios. Los oficiales debí­an llenarse de vergüenza por quebrantar sus arrestos y fingirse enfermos para concurrir de noche con descaro a los bailes, haciendo ostenta­ción de su deshonor, mientras sus conversacio­nes se reducen a murmurar de su general, de sus jefes y compañeros. "

Y, como si esto fuera poco, la miseria:

"Yo mismo estoy pidiendo prestado para comer. La tropa que tiene el Gobernador Güemes está desnuda, hambrienta y sin paga como nos hallamos todos, y no es una de las menores razo­nes que; lo inducen a hacer la guerra de recursos al enemigo. Yo mismo babría hecho otro tanto, pero estoy muy lejos, y temo se me quedaría en la marcha la mitad de la fuerza de lo que se llama ejército".

A Aráoz de Lamadrid se suman Uriondo, Méndez y Avilés, y con su ayuda libra la batalla de La Tablada, en la que consigue una buena victoria. Ningún parte da cuenta de la intervención de Juana Azurduy, por lo que se supone que, quizás muy deprimida, Uriondo decidió mantenerla bien custodiada para facilitar su recuperación.

El efecto de su victoria no fue bien aprovechado por Aráoz de Lamadrid, quien, desobedeciendo las precisas instrucciones de Belgrano, se aventuró más allá de lo que la prudencia dictaba, sufriendo algunas derrotas parciales que luego desembocaron en el gran desastre de Sopachuy, batalla en la que seguramente por indicaciones de doña Juana había contado con las partidas de Ravelo, Fernández y Asebey.

Fue ésta la última esperanza de las diezmadas gue­rrillas altoperuanas de que un ejército argentino pu­diera dar vuelta la situación, y la imprudencia y la impericia de Aráoz de Lamadrid hizo recrudecer otra vez no sólo la represión realista sino también el caos y la anarquía, y por sobre todas las cosas la defeccíón en las filas patriotas. Sus jefes no eran ya solamente muertos, sino que algunos de ellos optaron por pasar­se con armas y bagajes al enemigo.

El caso de Eustaquio Méndez, "El Moto", uno de los mayores guerrilleros, es relatado por García Camba y silenciado por la historia oficial:

“A principio de noviembre (1818( se presentó espontáneamente al general en jefe el caudillo Eustaquio Méndez, quien con el caudillo Uriondo conmovía la provincia de Tarija; se presentó con su numerosa partida y armas fiado en la generosidad del general español. Este envió tranquilos a sus hogares y labranzas a los hombres de guerra del célebre Méndez, conocido por ‘el Moto’porque era manco, le declaró teniente coronel a nombre de S.M. y señaló a sus dos sobrinos una moderada pensión, mereciendo estas gracias la aprobación del país, las cuales era de esperar sirviesen de útil estímulo al arrepentimiento”.





 


Respuesta  Mensaje 16 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:35

Capítulo XXVII

 

Juana Azurduy, viuda de Padilla, necesita el sosiego y la protección para restañar las profundas heridas anímicas que el destino ha producido en su espíritu.

La convulsionada Tarija no puede proveérselo y por ello parte hacia el sur, en busca de alguien a quien Manuel Ascencio mucho estimaba y de quien Arenales, les había hablado con entusiasmo. Alguien a quien, como hemos visto, ya doña Juana había solicitado ayuda cuando la anarquía iba deshaciendo la fuerza de sus partidarios.

Martín Güemes era, probablemente, lo más pareci­do a su esposo que podía hallarse: también provenía de una familia acomodada y, a pesar de ello, conven­cido de sus ideales de libertad y justicia, había empu­ñado las armas en contra de los intereses de su propia clase social. El también era alto, fornido, muy bien parecido. El también sabía hacerse amar por sus hom­bres, que eran capaces de dar la vida a una orden suya.

El gran caudillo salteño recibió a la teniente coro­nela con demostraciones de afecto y admiración y, sabiendo que sería la mejor forma de ayudarla, incluyó a doña Juana en su ejército, asignándole tareas de mando y responsabilidad.

Güemes aparece con una personalidad controverti­da en opinión de los historiadores que se ocuparon de él, aunque quizás ello estuviese influenciado por el hecho de que dichos textos fueron escritos al calor de las luchas intestinas entre unitarios y federales, defor­mando la visión que de él se transmitió a la posteri­dad.

"Este caudillo -escribiría José María Paz, su contemporáneo-, este demagogo, este tribuno, este orador, carecía hasta cierto punto del órga­no material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acos­tumbrado a su trato, sufría una sensación peno­sa al verlo esforzarse para hacerse entender. Sin embargo, tenía para los gauchos tan unción en sus palabras y una elocuencia tan persuasiva, que hubieran ido en derechura a hacerse matar para probar su convencimiento y su adhesión.

"Era además Güemes relajado en sus costum­bres y carente de valor personal, pues jamás se presentaba en el peligro. No obstante, era adora­do de los gauchos, que no veían en su ídolo sino al representante de la ínfima clase, al protector y padre de los pobres, como lo llamaban, y tam­bién, porque es preciso decirlo, el patriota since­ro y decidido por la independencia: porque Güe­mes lo era en alto grado. El despreció las seductoras ofertas de los generales realistas, hizo una guerra porfiada, y al fin tuvo la gloria de morir por la causa de su elección, que era la de América entera".

Quizás un general español que combatió contra Güemes pueda darnos una visión más ajustada de lo que significó el caudillo salteño y sus gauchos para nuestra independencia:

"Los gauchos eran hombres del campo, bien montados y armados todos de machete o sable, fusil o rifle (carabina de caballería), de los que se servían alternativamente sobre sus caballos con sorprendente habilidad, acercándose a las tropas con tal confianza, soltura y sangre fría que eran admirados por los militares europeos, que por primera vez observaban a aquellos hom­bres extraordinarios a caballo, y cuyas excelen­tes disposiciones para la guerra de guerrillas y sorpresa tuvieron repetidas ocasiones de compro­bar. Eran individualmente valientes, tan diestros a caballo que igualan si no exceden, a cuanto se dice de los célebres mamelucos y de los famosos cosakos (sic), porque una de las armas de estos enemigos consistía en su facilidad para dispersarse y volver de nuevo al ataque, manteniendo a veces desde sus caballos y otras veces echando pie a tierra y cubriéndose con ellos, un fuego semejante al de una buena infantería". (García Camba, Memorias.)

Doña Juana pasó varios años junto a Güemes durante los cuales no es imposible que hayan sosteni­do alguna relación amorosa, ya que la teniente coro­nola era todavía una bella hembra a pesar de que el sufrimiento había dejado huellas en su cuerpo, en tan­to que Güemes era un varón a quien mucho gustaban las mujeres; como eran mentas de la época.

La vida afectiva de la teniente coronela parece ser un tema tabú para los historiadores que de ella se han ocupado, como si fuese inimaginable y quizás descali­ficante reconocer en tan idealizable figura de nuestra historia supuestas debilidades de su carne. Por el con­trario, todo parece indicar que la pasión en su lucha patriótica seria similar a la que alimentaba sus deseos de mujer, como lo muestra el elevado nivel erótico que adornaba su relación con Manuel Ascencio y que seguramente también dio calor a vínculos de doña Juana con otros hombres.

Otra circunstancia que la unía a Güemes era su compartida enemistad contra el general José Rondeau, quien llegó a distraer el Ejército del Norte a su mando, acampado en Jujuy, para atacar al caudillo salteño.

Este, seguramente disconforme con el mando de Rondeau, previendo que un ejército tan indisciplinado estaba condenado al desastre, abandonó, con sus gau­chos, el Ejército del Norte y se dirigió hacia Salta. En el camino se apropió del armamento que había que­dado almacenado en Jujuy, y luego, ya en Salta, se hizo elegir gobernador. Esto de alguna manera signifi­caba una rebeldía ante Buenos Aires, ya que hasta entonces las autoridades provinciales habían sido designadas por el gobierno central.

Güemes había regresado sinceramente indignado por la corrupción del ejército porteño, lo que hizo que en Salta cundieran exagerados rumores de que Ronde­au y sus subalternos cabalgaban con sus alforjas llenas de oro.

Como una prueba más de su ciega incapacidad, Rondeau decidió escarmentar al caudillo salteño y se dirigió a enfrentarlo con su ejército. Como no podía ser de otra manera, fue derrotado contundentemente por las experimentadas montoneras de Güemes, quie­nes dejaron a las tropas sin víveres, ya que habían retirado todo el ganado que hubiese en su camino, a tiempo que les producían crecientes bajas a favor de un decisivo predominio en la caballería.

"Es inconcebible tanta imprevisión, mucho más en un general que sabia prácticamente lo que era la guerra irregular o de montonera y lo que valía el poder del gauchaje en nuestro país, pues lo había visto en la Banda Oriental. No puedo dar otra explicación, sino que se equivocó en cuantó a las aptitudes de Güemes y el prestig­io que gozaba entre el paisanaje de Salta ".(José M. Paz, Memorias.)

Como es de imaginar, estos desatinos en el interior de las fuerzas patriotas provocaron su debilitamiento, lo que se hizo grave, pues un poderoso ejército realis­ta, al mando del general Ramírez Orosco, invadió Sal­ta. Eran 6 batallones, 7 escuadrones y 4 piezas de arti­llería, formando un total de aproximadamente 4.000 hombres.

A pesar de la desorganización de las guerrillas argentinas y de no poder contar con el refuerzo de las tropas regulares, la resistencia de los gauchos salteños fue admirable y eficaz.

Al proclamar ante el Cabildo de Salta, su nuevo triunfo, un Güemes más preocupado que eufórico decía:

"A pesar de no haber sido oportunamente auxiliados, una vez más hemos conseguido, aunque a costa del exterminio de nuestra pro­vincia, el escarmiento de los tiranos".

No hay registro de la intervención de la teniente coronela en las luchas intestinas argentinas; es posible que ella aya querido evitarlo y, por otra parte, que Martín Güemes le haya ahorrado ese calvario.

 

 



Capítulo XXVIII

 

Papa los realistas eliminar a Güemes es una necesi­dad de primerísimo nivel, y no están dispuestos a desaprovechar el debilitamiento que la ceguera de muchos argentinos que lo combaten por razones viles produce en el jefe de los gauchos.

El general español Olañeta dispone que su lugarte­niente "el Barbarucho", que acampaba en Yavi con 300 hombres, marche hacia el Sur en maniobra oculta y sigilosa, con el propósito de alcanzar en el menor tiempo posible la ciudad de Salta, sorprender a los patriotas y cumplir con el objetivo principal: asesinar a Martín Güemes, verdadera pesadilla para los godos.

Una vez más, la tragedia planea sobre Juana Azurduy.

Entre las medidas que adopta para encubrir esta operación, Olañeta levanta su propio campamento de Mojos sin dejar ninguna tropa, fingiendo retirarse en forma ostensible hacia Oruro, pero con la idea de, en cuanto esta marcha hubiese engañado a los patriotas, retornar velozmente para apoyar la "operación coman­do" del coronel Valdez, "el Bárbarucho".

Todo se ejecuta según lo previsto, y en su marcha hacia el Sur, Valdez, en lugar de avanzar por la Que­brada lo hace inadvertidamente por el camino del Despoblado (actual Ruta Nacional N° 40, que parte de la localidad de Abra Pampa, sigue por San Antonio de los Cobres para alcanzar el Valle de Lerma al oeste de Salta), que como su nombre lo indica es desolado y deshabitado, también áspero y lleno de dificultades por la falta de agua y víveres.

"El Barbarucho" era un español que, como Olañeta, de comerciante que había sido en el tráfico de mulas y mercaderías con el Perú había pasado a ser un bravo oficial en el ejército del rey, para sostener la autori­dad española contra la revolución.

Según era fama, se había hecho experto en contra­bando durante su vida de comerciante, practicándolo ventajosamente por los senderos extraviados de las serranías que corren por el poniente de las provincias de Salta y Jujuy. Este ejercicio lo había convertido en un baqueano experto, ladino y audaz, lo que sumado a sus prendas de militar corajudo y disciplinado pare­cía como venido a pelo para llevar a buen puerto la riesgosa y desde todo punto de vista trascendental operación que se le había confiado.

"Tan brusco era, tan fogoso y tan bárbaro, que muchas veces, después de cometidas sus torpezas, se arrepentía de ellas; y se lo oía exclamar entonces, con la misma dura franqueza que correspondía a sus ímpetus mal educados. ‘;Qué barbarucbo soy!’, quedándole así para siempre esta calificación apropiadísima, que él mismo se la daba" (E. Frías).

Valdez, ayudado por indios baqueanos y algunos salteños enemistados con el jefe gaucho, cruza la alto­planicie del Despoblado y se embosca, el 7 de junio de 1821, en la serranía de los Yacones, con unos 400 hombres de infantería.

Aquí dividió sus fuerzas en partidas a cargo de buenos conocedores de la ciudad y ordenó que las mismas se dirigieran a rodear la manzana de la casa de Güemes, lo que se realiza sin mayores tropiezos. Uno de los colaboradores del jefe patriota, que ha estado reunido en su casa y atraviesa la plaza, se topa con una de las patrullas del Barbarucho y es muerto de un disparo. Güemes escucha la detonación y sale solo a la oscuridad cerrada de la noche, convencido de que se trata de un disturbio sin importancia promovido por algún opositor, quizá borracho, sin imaginar­se que eran los realistas quienes se habían desplegado por toda la ciudad.

Al darse cuenta de lo que realmente sucedía, la­mentando haberse aventurado sin escolta, pretende huir a la carrera por una calle lateral, pero cae en una encerrona y él también es herido, según es tradición, por una descarga en el trasero.

Batiéndose con su proverbial bravura logra subir a un caballo y se dirige al río Arias, donde es transpor­tado en camilla hasta la hacienda de la Cruz, para des­de allí continuar su fuga hasta el El Chamical, donde fallece, después de desangrarse durante diez días y pese a los cuidados de su médico, el 17 de junio de 1821.

Muerte que parece confirmar la hipótesis de que Güemes padecía de hemofilia, razón por la cual no participaba, y sus gauchos lo comprendían, en entre­veros y escaramuzas.

 

 

 



Capitulo XXIX

 

 


Respuesta  Mensaje 17 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 30/06/2013 06:35

La muerte de su amigo y protector despeña irremi­siblemente a doña Juana en la miseria, como lo revela la dramática carta anteriormente citada que dirigiese a las autoridades salteñas solicitándoles ayuda para regresar a su Chuquisaca natal, ya parte de la Repúbli­ca Bolívar, luego Bolivia.

La respuesta oficial a tan dramática solicitud fue avaricienta:

“Salta, mayo 2 de 1825.

Habilítese a la viuda del Teniente Coronel Manuel Ascencio Padilla, con cuatro mulas pertenecientes al Estado, entregándose, por el minis­terio de Hacienda, la cantidad de cincuenta pesos para los gastos de su marcha”.

Nadie recibió en su ciudad natal a la gran heroína, quien llevó consigo a su hija Luisa, ya de once años, descubriendo que la mayoría de sus propiedades habían ido confiscadas y otras estaban en poder de su hermana Rosalía, quien durante todos esos años había sostenido una vida sin compromisos, obediente a su destino de dama chuquisaqueña sólo preocupa­da por la educación de sus hijos y la atención de su esposo.

Doña Juana reclama la devolución de sus bienes y logra que el gobierna boliviano apenas le reconozca su hacienda de Cullco:

"Cbuquisaca, agosto 11 de 1825.

"Autos y vistos: Constando por la sentencia de remate dada en cinco de enero de mil ocbocien­tos diez que corre a fs. 58 del Expediente manda­do agregar, que la subasta de la Hacienda de Cullcu propia de la Teniente Coronela del Ejérci­to doña Juana Asurdui (sic) viuda del Coronel Dn. Manuel Ascencio Padilla, se vendió por el Gobierno anterior por sólo su patriotismo: declá­rese conforme al Superior Decreto de trece de abril del presente año de su Excelencia el Sr. General en Jefe del Ejército Libertador encargado del Mando Supremo de estas Provincias, que puede la indicada Asurdui tomar posesión de dicha Hacienda, sirviendo este Auto de suficiente despacho en forma".

La extrema indigencia en que vive hasta el final de sus días hace que más adelante se viese obligada a malvender esta propiedad.

Una de las razones de la falta de reconocimiento de sus compatriotas hacia alguien que lo había entre­gado todo por la causa independentista se debió a que quienes habían quedado en la cresta de la ola cuando llegó el momento de la libertad habían sido en su gran mayoría personas de dudosa conducta durante la larga guerra. La mayoría de los caudillos, en cambio, habían muerto o ya no contaban, y por otra parte la primitivez de los sobrevivientes hacía que las negociaciones politiqueriles fueran para ellos escena­rios en los que se desenvolvían con mayor dificultad y menor éxito que en los aguerridos campos de batalla. Esto hizo que quienes treparan a las posiciones de gobierno y de poder fueran personajes como el maris­cal Santa Cruz, hoy héroe nacional de Bolivia, quien durante varios años a principios de la gesta libertadora combatiese del lado realista, teniendo a su cargo nada menos que la represión sangrienta del levantamiento patriótico de La Paz en 1809.

Así lo señala Paz, descorazonado:

"No puede menos de contristarse la imagina­ción de un argentino y de un soldado de los primeros años de la guerra de la independencia, considerando lo poco que han servido para su país y para esos mismos soldados aquellos sacrifi­cios y ver que sólo sirvieron para allanar el camino a otros guerreros más afortunados y facilitar su carrera a los Santa Cruz y otros muchos que como él hicieron la guerra más obstinada a esa misma Independencia, de que aho­ra son los grandes dignatarios y los verdaderos usufructuarios, mientras que los más antiguos y los mas leales soldados de la gran causa de América arrastran una penosa existencia en la oscu­ridad, la proscripción, la miseria y el olvido ".

Las feroces luchas intestinas que se abatieron sobre la república recién constituida, bautizada con el nombre de Bolívar a instancias de Sucre, fueron otras razones por las cuales no hubiera tiempo ni disposi­ción para el reconocimiento a quienes tanto habían luchado y sufrido por la libertad, como en el caso de Juana Azurduy, quien envejecía solitaria y olvidada con la sola compañía de su hija Luisa, con quien nunca llegó a desarrollar una relación con la intensidad afectiva que había llegado a tener con sus hijos muer­tos.

Uno de los pocos momentos de felicidad fue aquel en que sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y otros, se presentó en su humilde vivienda para expresarle su reconocimiento y homenaje a tan gran luchadora. El general venezolano la colmó de elogios en presencia de los demás, y díce­se que le manifestó que la nueva república no debería llevar su propio apellido sino el de Padilla, y le conce­dió una pensión mensual de 60 pesos que luego Sucre aumentó a cien, respondiendo a la solicitud de la cau­dilla:

"Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, mediante la invencible espada de V.E. quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una numerosa familia y de una tierna hija que no tiene más patrimonio que mis lágrimas; ellas son las que ahora me revisten de una gran confianza para presentar a V.E. la funesta lámina de mis des­gracias, para que teniéndolas en consideración se digne ordenar el goce de la viudedad de mi finado marido el sueldo que por mi propia gra­duación puede corresponderme".

Esa paupérrima pensión de 100 pesos mensuales le fue pagada puntualmente apenas durante dos años, deglutida por. la anarquía que se agravó aún más des­pués de que el mariscal Sucre fuese herido en el cuar­tel de San Francisco y que el presidente Blanco fuese asesinado en la Recoleta. Recordemos que Pedro Blanco conducía las tropas realistas que reiteradamen­te se enfrentaron contra los Padilla, a pesar de lo cual, mientras doña Juana subsistía malamente, él llegaba a la máxima magistratura de un país nacido de la indó­mita lucha de otros por la libertad.

Buenos Aires, a su vez, cuyos errores políticos sumados a las conspiraciones de Sucre habían provo­cado en 1825 la pérdida del inmenso y feraz territorio altopetuano, parecía considerar que quien hubiese nacido y habitase más allá de sus nuevas fronteras, en Chuquisaca, por ejemplo, era un extranjero. Aunque se tratase de una mujer que todo lo había dado en su heroica lucha por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la plata. O por tratarse, justamente, de una mujer, pues de haber sido hombre, con seguri­dad, distinta hubiese sido su suerte. Y el reconocimiento de sus méritos en tantos campos de batalla. Como que nuestra Argentina tampoco ha destinado ni una página de su memoria al fogoso y eficiente cuer­po de amazonas que guerrease a sus órdenes, cubrién­dose de gloria a la par de la nombrada, arremetiendo con el mismo ímpetu y desangrándose por los mismos plomos.

Doña Juana quedó completamente sola de familia cuando su hija Luisa contrajo matrimonio con Pedro Poveda Zuleta y se fueron a vivir lejos.

 

 

 



Capítulo XXX

 

Quienes la conocieron ya anciana, como el historia­dor Gabriel René Moreno, que transcurrió su infancia en Chuquisaca, relata que con alguno de sus amigos se les ocurrió que esa Juana Azurduy de la cual se contaban hazañas podía ser la viejecita del mismo nombre que habitaba sola y pobre una vivienda en el barrio de Coripata. También cuenta que a pesar de que los niños le tiraban la lengua para que hablara sobre los hechos de la independencia, casi nada salió de su boca y que transcurría largas horas en silencio, pensativa, recordando y evocando a tantos seres que­ridos, teniendo siempre a su lado una cajita en la que guardaba sus tesoros más preciados: las comunicacio­nes de Belgrano nombrándola teniente coronela y algunas oxidadas condecoraciones.

Mientras tanto Bolivia se desangraba en absurdas luchas intestinas. Así lo relata Alcides Arguedas:

"La República entró en un período de franca desorganización. En menos de un año, desde el 10 de junio de 1841 basta el 20 de octubre, hubo trece alzamientos revoltosos, de los cuales cuatro por Santa Cruz, seis en favor de Ballivián y tres en el de Velasco, todos exclusivamente a nombre de personas y sin invocar ningún principio, sin orientaciones ideales, únicamente impulsados por los caudillos angurriosos, en terrible y cons­tante afán demoledor".

Lo que más indignaría a la teniente coronela es que Santa Cruz, cómo ya lo señalásemos, había sido cola­borador directo de Goyeneche, Ballivián había lucha­do a las órdenes de De la Serna y también Velasco había sido integrante de los ejércitos del rey, a los cuales ella y Manuel Ascencio combatieron con tanto desprendimiento y con tantos sacrificios.

Por fin la muerte se apiadó de doña Juana y deci­dió llevársela. Por ese entonces vivía sólo acompañada por un niño desvalido, Indalecio Sandi, algo corto de entendederas, hijo natural de un pariente lejano, quien simbolizó, aun en su desamparo postrero, su hondísi­mo amor por los más necesitados.

A la teniente córonela ya no le importaba que la hubieran abandonado sus prójimos porque poco a poco había ido internándose en su riquísimo mundo de recuerdos, confiando quizás en que la justicia de Dios la devolvería por fin junto a sus amados Manuel Ascencio, Manuelito, Mariano, Juliana, Mercedes, Hualparrimachi, al galope con el frío viento de la Puna acariciando sus caras, felices, riendo con los ojos vueltos hacia el cielo azulísimo, blandiendo el sable que Belgrano le legase, el general abajeño que la saluda agitando su brazo al verla pasar haciendo retumbar el suelo con los cascos de su caballo que parece volar, porque ella aprieta sus ijares en el lugar exacto que su padre le enseñó, pero Manuel Ascencio la alcanza, porque es hombre y muy macho, y la abraza con ternura y la besa hasta mojarle las mejillas, Juana avergonzada porque sus hijitos e hijitas los miran amarse y entré ellos se hacen morisquetas cóm­plices, contentos porque otra vez están juntos, porque Hualparrimachi acaba de componer su mejor poema, porque ninguna bomba cae alrededor, porque de nadie y de nada deben huir, porque nadie acosa, tor­tura o decapita, porque es primavera y todo está en orden, mientras inauditamente las áridas laderas del altiplano se cubren de flores bellísimas, eternas.

Sin parientes ni amigos, a los 82 años, en medio de la más absoluta pobreza y soledad, Juana Azurduy pasó sus últimos instantes.

La alcoba donde murió se encuentra en la casa número 218 de la calle España, en el patio interior que parece el corralón de algún antiguo tambo, donde viajeros y trajinantes alquilaban una pieza para pasar la noche.

El cuarto es pequeño y miserable, tiene un venta­nuco al oriente y la puerta al norte. Dentro hay una escalerilla de adobe para alcanzar la abertura, las pare­des están blanqueadas y el techo enseña sus recias vigas y sus cañas trenzadas, rumorosas de vinchucas.

En un lecho humilde con márfagas burdas que los indios llaman "ppullus" expiraba doña Juana. Además del lecho, había en la alcoba una vajilla de barro, en las paredes algunas imágenes, el arca pequeña con los papeles y otro catre para Indalecio, el niño harapien­to, único testigo del último suspiro de la teniente coronela.

Murió, como no podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Y esto, un postrer homenaje de la Historia, tam­bién fue, una vez más, motivo para el desaire de sus contemporáneos, ya que cuando el niño Sandi se diri­gió a las autoridades chuquisaqueñas reclamando las honras fúnebres que le hubieran correspondido por su rango, el mayor de plaza, un tal Joaquín Taborga, le respondió que nada se haría, pues estaban todos ocu­pados en la conmemoración de la fecha patria.

Nadie, salvo el niño y quizás un cura, acompañó los resto de la gran Juana Azurduy, y éstos fueron depositados en una fosa común. "Se sepultó en el panteón general de esta ciudad en fábrica de un peso”, dice la partida de defunción. Es decir, que su muerte sólo mereció un oración, y su costo fue de un peso...

Muchos años más tarde, cuando quiso rendírsele el postergado homenaje que merecía, hizose cavar en el lugar que Indalecio Sandi, casi anciano ya, señaló como el de la probable sepultura de doña Juana, y algunos huesos que entonces se rescataron fueron considerados simbólicamente como pertenecientes a la gran guerrera.

 

 

 

 

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· Bolivia, ex Alto Perú, se había ya independizado de la Argen­tina. (N. del A. )

·( Hoy Formosa. (N. del A.)


Respuesta  Mensaje 18 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 16/07/2015 02:54

Cristina Fernández y Evo Morales inauguraron el monumento a Juana Azurduy

15.07.2015

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner inauguró junto a su par boliviano Evo Morales el monumento a Juana Azurduy, tras una conferencia mantenida por ambos en la cual la mandataria argentina destacó que ambos países deben reconocerse "como socios", ya que esa es "la clave" de la "verdadera integración" entre las naciones.

 
Cristina: “Que nuestros países sean socios es la clave de nuestra integración”

En el marco de la firma de convenios bilaterales en el Salón de las Mujeres del Bicentenario de la Casa Rosada, los mandatarios hicieron declaraciones antes de la inauguración, en donde también asistieron representantes de ambos gobiernos para las respectivas rúbricas.

"Con Evo tenemos que lograr comerciar" entre Bolivia y Argentina "para que los recursos queden en la región y vayan retroalimentando el crecimiento de los países", porque "muchas veces terminamos comprando en Europa en donde siempre nos compran módicamente materia prima", sostuvo la presidenta.

"Es por eso que tenemos que ver cómo podemos agregar valores y transferir tecnología también, para no solamente vernos como clientes sino también como socios: debemos ser socios y esa es la clave de nuestro acercamiento y nuestra verdadera integración", aseguró.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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La presidenta destacó las políticas de inclusión social de ambos países, y mencionó que "cuando hay un verdadero proceso de inclusión se produce en todos los estamentos", y no "solamente a los sectores más vulnerables, que son el eje, pero se incorporan a consumir a millones de personas que antes no lo hacían", con el objetivo de conseguir "un sólido mercado interno que mantiene la actividad económica".

Cristina recordó que, durante la presidencia de Néstor Kirchner, el mandatario "aceptó pagarle más por el gas a Bolivia", y afirmó: "es difícil encontrar un presidente que pague más y sea tan solidario con un país hermano"; tras lo que comenzaron a "intercambiar productos y hoy tenemos acuerdos", como por ejemplo, la adquisición de "ambulancias, maquinaria agrícola, equipamiento médico hospitalario y cosechadoras", entre otros.

Durante su discurso, Cristina recordó el "intento de golpe de Estado" a Evo Morales en 2008, del que fue advertida por el entonces presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, episodio que fue el antecedente inmediato de la Declaración de la Moneda de UNASUR.

"Fue una declaración unánime de quienes éramos presidentes de distintas orientaciones, pero la verdad es que pudimos sofocar -si se me permite el término- lo que era un intento de golpe de Estado contra el presidente Evo", recordó.

"Acá ha habido algunos intentos pero afortunadamente hemos salido solitos a afrontar momentos difíciles", sostuvo la presidenta y destacó que "siempre existen estos intentos frente a gobiernos que han logrado grandes mejorías para grandes segmentos de la población".

Y afirmó que "si se miran los grandes países -económicamente hablando-, es que han tenido una gran estabilidad institucional y nunca un golpe de Estado, por lo que no es casualidad que hayan crecido económicamente".

La presidenta agradeció al Estado Plurinacional de Bolivia por el monumento de Juana Azurduy y también al alcalde de Sucre, quien hizo entrega de una una réplica del sable de la heroína sudamericana y se colocará en el Museo del Bicentenario.

Por su parte Morales, quien arribó ayer a Argentina en una visita oficial de dos días, remarcó que "antes los presidentes no duraban" en su país, que tuvo cinco mandatarios diferentes de 2001 a 2005, pero resaltó: "ahora gracias a mi pueblo y a los movimientos sociales hace nueve años que estamos en el gobierno".

Al hablar en Casa de Gobierno Evo reivindicó la fortaleza de los organismos supra nacionales en la región, y a modo de ejemplo también afirmó que la Unasur "salvó de un golpe de Estado" a su nación, al igual que la Presidenta.

La ceremonia se realizó tras la Casa Rosada, en donde fue emplazada la obra del artista Andrés Zerneri -que mide 16 metros de alto y 25 toneladas de peso; fue realizada en bronce y donada por el gobierno de Bolivia- y asistieron integrantes del gabinete nacional, legisladores nacionales; el embajador de Bolivia, Liborio Flores Enríquez, e invitados especiales.

Durante el acto, que fue presenciado por una gran cantidad de público, además de los mandatarios de los dos países y distintas autoridades, se realizó un emotivo espectáculo del Ballet Folclórico Nacional de Bolivia.

Al inaugurar el monumento, Evo Morales remarcó su "alegría por estar en Argentina y ver a una hermana, a una guerrillera de la independencia como Juana Azurduy" y destacó "esta es una forma de descolonizarnos".

El monumento

Cristina Fernández de Kirchner descubrió junto a Evo Morales la escultura de Juana Azurduy que se instaló detrás de Casa Rosada, en reemplazo de la figura de Cristóbal Colón que daba a nombre a la plaza.



El acto comenzó con un número del Ballet Nacional Folklórico de Bolivia, alusivo a la figura de Azurduy, en la flamante plaza de la heroína boliviana que luchó por la emancipación.

Luego, Cristina junto a Morales -ambos vistiendo sombreros rituales del altiplano- y con el marco de los bailarines y músicos bolivianos, descorrió el velo que rodeaba la obra y descubrió así el monumento de 16 metros del artista argentino Andrés Zerneri, construido en bronce, y donado por el gobierno de Bolivia para su emplazamiento en Buenos Aires.

 
Cristina Fernández y Evo Morales inauguraron el monumento a Juana Azurduy


Evo Morales agradeció, luego de descubrir la estatua y las placas conmemorativas, el gesto del gobierno argentino de rendir homenaje a Juana Azurduy de Padilla y recreó en palabras el espíritu de “Patria Grande” que cruza la región desde hace ya años.

Ambos mandatarios saludaron luego a los militantes de La Cámpora y la Juventud Peronista (entre otras agrupaciones políticas y organizaciones sociales) reunidos en la plaza mientras sonaba la canción “Juana Azurduy”, interpretada por Mercedes Sosa, y que reza “Flor del alto Perú / No hay otro capitán / Mas valiente que tú”.

En tanto, un ballet aéreo circulaba formando figuras en derredor de la estatua, con el telón de fondo de la Casa Rosada iluminada y con la gran bandera argentina que se iza en ocasiones especiales.

Estuvieron en el acto el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández; el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini, los ministros de Economía, Axel Kicillof; de Interior y Transporte, Florencio Randazzo; de Defensa, Agustín Rossi; además de los gobernadores de Buenos Aires, Daniel Scioli y de Neuquén, Jorge Sapag, entre otros funcionarios y mandatarios.
 

Respuesta  Mensaje 19 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 16/07/2015 15:58

EL PAIS › CRISTINA KIRCHNER Y EVO MORALES SE REUNIERON EN LA CASA ROSADA Y FIRMARON UNA SERIE DE CONVENIOS BILATERALES

“Con integración hemos logrado muchas cosas”

La Presidenta destacó lo conseguido durante la gestión del kirchnerismo y se mostró confiada en que se seguirá avanzando. Firmaron varios acuerdos, tanto a nivel presidencial como de ministerios y de empresas privadas.

 Por Nicolás Lantos

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y su par boliviano, Evo Morales, compartieron ayer una serie de actividades en la Casa Rosada, haciendo énfasis en el fortalecimiento de las relaciones bilaterales y la necesidad de robustecerlas de cara al futuro, teniendo en cuenta que la mandataria argentina dejará su cargo en diciembre de este año. “Con estabilidad democrática y con integración regional, hemos logrado muchas cosas y estoy segura de que se van a seguir logrando entre dos naciones hermanas como Bolivia y Argentina”, destacó CFK en el breve discurso que compartieron en la Casa Rosada, tras la firma de una serie de convenios entre ambos países. Luego, inauguraron la estatua de Juan Azurduy que reemplazó a Cristóbal Colón como ornamenta del parque que está detrás de la Casa de Gobierno y que fue donada por el gobierno del país vecino. Por la noche, compartieron una cena oficial en el Museo del Bicentenario. Hoy Morales será recibido por el Congreso Nacional y recibirá el apoyo de la CTA en su reclamo por una salida al océano Pacífico para Bolivia. Los dos jefes de Estado participarán desde mañana en la cumbre del Mercosur que se llevará a cabo en Brasilia.

“Tenemos que ser socios y creo que ésa es la clave de nuestro acercamiento y nuestra verdadera integración”, dijo la mandataria, que destacó la diferencia entre una sociedad de dos países y una relación en la que uno es “cliente” del otro. “Tenemos que lograr comerciar entre nosotros mismos para que la plata, los recursos, queden en la región y vayan retroalimentando el crecimiento de nuestros países. Muchas veces terminamos comprando en Europa o en otras jurisdicciones donde siempre nos compran únicamente materia prima fijando los precios ellos”, agregó, luego de anunciar que un grupo de empresas argentinas va a recibir la visita de funcionarios de primera línea del gobierno boliviano este mes para comenzar con labores conjuntas en varias áreas, como por ejemplo dotar de valor agregado al gas, principal producto de la economía del país vecino. “Tenemos que aprender a ver cómo podemos agregar valor entre nosotros mismos y también transferir tecnología para no vernos solamente como clientes, sino como socios”, agregó.

Fernández de Kirchner además destacó las políticas de inclusión social de ambos países, que posibilitaron que en América latina se desarrolle este nuevo tipo de vínculos y negó que estos gobiernos favorezcan solamente a las clases bajas. “Cuando hay un verdadero proceso de inclusión social, se produce en todos los estamentos, porque los que eran pobres dejan de ser pobres o los que eran indigentes dejan de serlo y pasan a conformar una clase media, o el que no tenía comercio pasa a ser comerciante, y el pequeño comerciante se transforma en un mediano comerciante y el mediano comerciante pasa a ser un gran comerciante y así pequeños empresarios pasan a ser medianos empresarios y sucesivamente”, explicó. “Los sectores más vulnerables son el eje, pero se incorporan a consumir a millones de personas que antes no lo hacían”, lo que permite construir “un sólido mercado interno que mantiene la actividad económica.” En ese contexto, destacó que “de acuerdo con Cepal y el Banco Mundial, la Argentina fue el país que más clase media ha producido en los últimos doce años”.

Por su parte, Morales, quien arribó ayer a Argentina en una visita oficial de dos días, remarcó que “antes los presidentes no duraban” en su país y destacó el rol de los organismos sociales y de los bloques regionales para mantener la estabilidad democrática. “La Unasur salvó a Bolivia de un golpe de Estado”, recordó, en referencia a los acontecimientos de 2008. CFK, en respuesta, recordó el rol clave del ex presidente venezolano Hugo Chávez en evitar ese derrocamiento y sostuvo que “siempre existen estos intentos frente a gobiernos que han logrado grandes mejorías para grandes segmentos de la población”. En ese sentido, sostuvo que “si se miran los grandes países –económicamente hablando–, es que han tenido una gran estabilidad institucional y nunca un golpe de Estado, por lo que no es casualidad que hayan crecido económicamente”.

Pensando en la continuidad de las relaciones bilaterales entre los dos países más allá de diciembre, se firmaron ayer varios acuerdos, tanto a nivel presidencial como de ministerios y de empresas privadas. Hubo acuerdos en materia de energía nuclear, crediticios, de cooperación en salud e infraestructura hospitalaria, de seguridad y de políticas de género. Del encuentro también participó el gobernador bonaerense y precandidato presidencial, Daniel Scioli, y su vice, Carlos Zannini.

La actividad de Morales continúa hoy con una agenda apretada. Por la mañana pasará por el Senado para una sesión especial. Luego, en el Polideportivo de Racing Club, en Avellaneda, encabezará un acto organizado por la CTA en respaldo al reclamo boliviano de una salida al mar. Por la noche, viajará junto a CFK a Brasilia, donde participarán de la cumbre del Mercosur en la que se concretará el ingreso de Bolivia como miembro pleno.

Evo Morales y Cristina Kirchner inauguraron anoche juntos el monumento a Juana Azurduy en un colorido acto.

Respuesta  Mensaje 20 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 17/07/2015 01:37

EL PAIS › LOS PRESIDENTES INAUGURARON EL MONUMENTO A JUANA AZURDUY

A la flor del Alto Perú

Cristina Kirchner y Evo Morales encabezaron la ceremonia de inauguración del monumento a la heroína de la independencia latinoamericana, que reemplazó al que homenajeaba a Cristóbal Colón en la plaza detrás de la Casa Rosada.

La luchadora de la independencia latinoamericana, Juana Azurduy, reemplazó finalmente al conquistador Cristóbal Colón en el parque ubicado detrás de la Casa Rosada, ahora rebautizado Plaza Azurduy. La ceremonia, de la que participaron los presidentes Cristina Fernández de Kirchner y Evo Morales, tuvo música y danzas bolivianas, y sirvió para inaugurar la estatua en homenaje a Azurduy, donada por el Estado boliviano y dar por comenzado el Festival de la Integración, que se lleva a cabo en esa plaza y en Plaza de Mayo por los próximos días, con espectáculos y feria de productos artesanales de la Argentina y Bolivia.

El acto comenzó con un número del Ballet Nacional Folklórico de Bolivia, alusivo a la figura de Azurduy, la heroína boliviana que luchó por la emancipación, primero como parte del Ejército del Norte y luego en las montoneras al mando del caudillo Martín Güemes. Luego, Fernández de Kirchner junto a Morales, los dos engalanados por sombreros rituales del Altiplano, corrieron el velo que rodeaba la obra y junto con un grupo de acróbatas descubrieron el monumento de 16 metros del artista argentino Andrés Zerneri, construido en bronce, y donado por el gobierno de Bolivia para su emplazamiento en Buenos Aires.

En un breve mensaje, uno de los tres que dio ayer Morales en la Casa Rosada, Morales agradeció el gesto del gobierno argentino de rendir homenaje a Juana Azurduy, al que interpretó como “un homenaje a todas las mujeres que luchan por su liberación”. Además, el mandatario boliviano destacó que reemplazar la figura de un conquistador extranjero como Colón por la de una protagonista de las gestas de la independencia latinoamericana “es una forma de descolonizarnos”.

La Presidenta le agradeció luego a Evo por la donación y recordó que tenía a Juana Azurduy también en el Salón de las Mujeres Argentinas. Además agradeció al alcalde de Sucre, pueblo natal de Azurduy, una réplica de su sable que quedará en el Museo del Bicentenario.

Luego del acto, los dos mandatarios se acercaron a saludar a quienes se habían arrimado a la Plaza Azurduy para la ceremonia, tanto inmigrantes bolivianos organizados en distintas agrupaciones como militantes de espacios políticos afines al Gobierno.

De fondo sonaba la canción “Juana Azurduy”, interpretada por Mercedes Sosa. Recortada contra el cielo ya oscuro, la cúpula del Centro Cultural Néstor Kirchner, usualmente azul, había virado sus colores al amarillo, rojo y verde de la bandera de Bolivia.

 
 

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Un grupo de acróbatas descubrió el gran monumento a Juana Azurduy realizado por el escultor Andrés Zerneri.


Respuesta  Mensaje 21 de 21 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 17/07/2015 01:42

yo me llamo mercedes sosa-juana azurduy ... - YouTube

www.youtube.com/watch?v=J0obmNSUZgo
8 nov. 2013 - Subido por juan jose luizaga
canta mercedes sosa-juana azurduy, jueves 07, noviembre 2013.


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