“No sabía que Manuel tuviera un hermano”, respondió Jorge Luis Borges al preguntársele por Antonio Machado. Era una reivindicación de Manuel Machado frente a la notoriedad del hermanísimo, aunque la anécdota, con sus distancias y sus matices, puede extrapolarse al fenómeno pujante de Raúl Castro. Que tiene, por lo visto, un hermano llamado Fidel y que acaudilla una insólita campaña de reputación planetaria, extasiada con los abrazos de Francisco, jalonada con la mediación entre el Gobierno colombiano y las FARC, reflejada en el trato de iguales con Obama, incluso coronada también esta semana en la Asamblea de las Naciones Unidas.
Fue allí donde pronunció su primer discurso en cuanto líder supremo contingente y donde reclamó a EE UU una suerte de indemnización retroactiva a cuenta del embargo, exagerando el victimismo como si estuviera leyendo un editorial de Juventud rebelde: “56 años ha resistido heroica y abnegadamente el pueblo cubano”.
Podría decirse que el heroísmo concierne a la resistencia de sus compatriotas a la dictadura, pero las lágrimas de Raúl brotaron en el contexto del libertador represaliado. Un discurso de 18 minutos que evocaron la primera vez que su hermano Fidel compareció ante la misma “cámara”. Lo hizo en 1960 y se eternizó la arenga delante de los embajadores en un hito de cuatro horas y media.
Reloj en la muñeca, parecía imposible sospechar entonces que la dictadura castrista estaría viva 55 años después, contrariando las razones geopolíticas y las razones biológicas, pero ocurre que el relevo fraternal ha concedido holgura al apellido. Y ha inoculado un impresionante estado de amnesia, como si la Historia hubiera absuelto a los Castro y como si la apertura diplomática sobrentendiera una conversión a la democracia.
Es mentira. Raúl Castro lidera la modulación de la tiranía hacia el capitalcomunismo, un híbrido de patente china que reconcilia la sensibilidad al mercado con las restricciones de las libertades y de los derechos. Quedaron expuestas, las restricciones, con ocasión de la visita del papa Francisco. Proliferaron las detenciones mientras oficiaba la misa multitudinaria en La Habana. Y se le impidió al Pontífice entrevistarse con cualquier expresión de la oposición, aunque el verbo impedir no termina de retratar la aquiescencia de la diplomacia vaticana en su naturaleza especulativa y bizantina.
Francisco se ha prestado al juego de la tiranía castrista a cambio de garantizarse la protección de la grey católica. Ha accedido, incluso, a visitar a Fidel Castro, amortajado en su chándal de Adidas pero consciente de que la imagen en el regazo del infalible Bergoglio recreaba un poderoso símbolo propagandístico. Una legitimación atmosférica, un ejercicio de cordialidad que amalgamaba a brochazos la ideología y la idolatría.
Lidera la modulación de la tiranía hacia el capitalcomunismo, un híbrido de patente china
Con más razón cuando el Papa comparte otras afinidades. La racial en un país que discrimina institucionalmente a los negros, la continental, la anticapitalista y la geopolítica. No se explica la caída del muro acuático sin la obstinación de la diplomacia vaticana. No sólo ahora, sino desde que Juan Pablo II pronunció en 1998 uno de los aforismos más celebrados de su pontificado: que Cuba se abra al mundo, que el mundo se abra a Cuba.
Raúl Castro era entonces un lugarteniente abrumado por el carisma y el narcisismo del comandante, pero el deterioro de la salud del hermano lo convirtió en timonel de la república hereditaria y en artífice de un aperturismo escenificado ¿por azar? en los funerales de Mandela.
Fue allí —diciembre de 2013— donde se produjo el síntoma premonitorio o propiciatorio del deshielo, un apretón de manos entre Castro y Obama que resolvía el último —y anacrónico— episodio de la Guerra Fría y que revestía a Raúl de galones de estadista facultándose como relevo de Fidel. Los mismos galones que ha presumido con el acuerdo entre el presidente Santos y la guerrilla de las FARC. Decidió Castro capitalizar la proeza. Y bendijo con sus manos, literalmente, las promesas que intercambiaron el presidente de Colombia y el comandante Timochenko.
Vestido de blanco iba Raúl, blanco pontificio e inmaculado, mensajero de la paz, filántropo indigerible y hasta obsceno desde la perspectiva que proporciona su protagonismo implícito y explícito en la dictadura más longeva de América Latina. Y también feroz, aunque el castrismo ha tenido a su favor la indulgencia de una cierta progresía occidental y la devoción de la corriente bolivariana. De otro modo, Raúl Castro no se habría acordado de Correa, de Morales y de Maduro en su homilía neoyorquina. Ni hubiera perseverado en la resistencia común al águila estadounidense.
Las reclamaciones de Castro conciernen al fin real del embargo y a la devolución de Guantánamo, pero no comprometen el menor avance democrático ni invitan tampoco a la libertad de prensa o a la inscripción de partidos políticos diferentes al único partido único.
Más claro no podía explicárnoslo el embajador en España hace unos días en el programa Más de uno. Sostenía Eugenio Martínez que no procede introducir modificaciones porque “el sistema cubano es el que ha demostrado históricamente que ha garantizado el desarrollo social de Cuba, es el sistema que ha hecho al pueblo libre e independiente”.
No estarían hacinadas en tal caso las cárceles de presos políticos. Ni permanecería vigente la pena de muerte —Francisco la criticó… en EE UU—, ni vagarían como proscritas las Damas de Blanco —esposas y familiares de represaliados—, ni habría sido conducido a prisión en diciembre un grafitero llamado El Sexto —está en huelga de hambre— que se disponía a organizar una performance callejera en cuya “dramaturgia” aparecía un cerdo con el nombre de Fidel y otro gorrino identificado como Raúl.
Truncó el espectáculo la unidad del precrimen, a medida de la distopía de Philip Dick. Y fue neutralizada la alegoría de Rebelión en la granja, novela orwelliana de asombrosa vigencia en una dictadura que se venga de su propio pueblo para escenificar el desplante al coloso americano.