Hoy, la vara del fanatismo de Occidente –el de unas democracias liberales que son cada vez menos liberales y menos democráticas- se rompe y golpea ahora en el rostro a los gendarmes del colonialismo noratlántico.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Los aliados se espían entre ellos, y luego cada uno por su lado espían al mundo; y cuando a alguien se le ocurre denunciar la dictadura tecnológica, se vuelve un delincuente”. Eduardo Febro, Página/12.
Los acontecimientos de las últimas semanas, relacionados con la “cacería imperial” del exagente de la Agencia de Seguridad Nacional de los EE.UU, Edward Snowden; su travesía en busca de asilo, en un contrapunteo entre Moscú y varios países de América Latina; el bloqueo aéreo aplicado por Francia, España, Portugal e Italia –sirviendo devotamente a las órdenes de la Casa Blanca- contra el presidente boliviano Evo Morales; y las revelaciones de Snowden sobre el alcance global del programa de espionaje estadounidense, configuran el retrato de un sistema imperial que ya supera las ficciones orwellianas y que, en su paranoia por la seguridad y su desesperación por afirmarse en un mundo multipolar que no domina como antaño, se mueve de una crisis a otra bajo el riesgo permanente de ahogarse en su propio lodazal.
Por supuesto que el espionaje no es una novedad, y en tiempos de guerra como los vividos en el siglo XX, parecía existir consenso en cuanto al hecho de que esta era una práctica de Estado legítima en materia de seguridad (en América Latina, fue funcional al terrorismo de Estado como ocurrió en México, Guatemala, Argentina, Brasil o Uurguay, por citar solo unos ejemplos). La literatura y las industrias culturales hollywoodenses tambieron hicieron su parte para naturalizar el espionaje en el imaginario de la cultura occidental.
Pero que en tiempo de paz (¿?) opere a escala planetaria una maquinaria de espionaje capaz de alcanzar a cualquier ciudadano, en cualquier país y en cualquier momento, con solo conectarse a un ordenador o un teléfono móvil, solo confirma que la promesa de una guerra infinita, como la había anunciado George W. Bush tras los atentados del 11 de setiembre de 2001, finalmente se materializó bajo el mandato del presidente Barack Obama: nada más y nada menos, que el Premio Nobel de la Paz. De nuevo, George Orwell tenía razón: bajo el imperio del Gran Hermano, la guerra es paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza.
Más allá de la trama de espías y la vigilancia permanente, el problema de fondo es otro: Estados Unidos y la vieja Europa, el mundo libre como se autoproclamaron alguna vez, y que durante los últimos dos siglos han intentado ocultar por todos los medios posibles sus profundas raíces colonialistas y su irrenunciable vocación imperialista, contemplan ahora no solo el fracaso del capitalismo, sino también su traición a los principios democráticos –la libertad de expresión y conciencia, el respeto a la legalidad y el Derecho Internacional, la igualdad y la no discriminación- con los que pretenden dictar cátedra a sus enemigos y que incluso los utilizan para justificar guerras e intervenciones de todo tipo.
Hoy, la vara del fanatismo de Occidente –el de unas democracias liberales que son cada vez menos liberales y menos democráticas- se rompe y golpea ahora en el rostro a los gendarmes del colonialismo noratlántico. Y si es cierto, como la denunció el presidente boliviano
Evo Morales en una entrevista para la cadena rusa RT, que el atropello que sufrió por parte de los países europeos (que no hubieran hecho lo mismo contra Vladimir Putin o Xi Jinping) obedece finalmente a que su pecado y su delito “es ser indígena y antimperialista”, no menos cierto es lo que escribió el periodista
Eduardo Febbro, del diario argentino Página/12: el agravio cometido contra Evo Morales “no hizo más que poner en evidencia la inexistencia de Europa como entidad autónoma y libre y, de paso, la recolonización del Viejo Mundo por Estados Unidos”.
Hace más de medio siglo, en 1950, en una Francia que emergía devastada de la Segunda Guerra Mundial, el intelectual martiniqueño Aimé Césaire supo levantar su voz para advertir la crisis de Europa y, en un sentido más amplio, del proyecto civilizatorio de Occidente. Y en su Discurso sobre el colonialismo –al que deberíamos volver una y otra vez- escribió: “Una civilización que hace trampas con sus principios es una civilización moribunda. (…) Presentada ante el tribunal de la razón, y ante el tribunal de la conciencia, esta Europa no puede justificarse; [porque] cada vez más, se refugia en una hipocresía tanto más ociosa cuanto que cada vez tiene menos posibilidades de engañar. Europa es indefendible”.
En el siglo XXI, ya no quedan dudas: esa Europa arrodillada, y el imperialismo estadounidense que la somete, son política y moralmente indefendibles.