Por Amauri Chamorro
La derrota en el referendo boliviano prende las luces rojas en todos los tableros políticos del progresismo en América Latina. La evidencia de un enemigo conservador, definido como restauración, ahora es real. Y nos ha vencido. La profundización de los procesos revolucionarios depende inevitablemente de victorias electorales. La excesiva comodidad de los actores sociales que lucharon durante años en contra de las fuerzas opresoras, fue determinante para la victoria de la derecha en Argentina, Venezuela y Bolivia.
La capacidad de los gobiernos progresistas en ocupar los vacíos dejados por los Estados neoliberales, acabó burocratizando inclusive la lucha de los pueblos. Poco a poco desapareció la irrevocable necesidad de la construcción del poder popular. La creación de una clase media que tiene como parámetro de mejora de la sociedad, anclada en su capacidad de consumir cada vez más sin ningún tipo de compromiso social, permitió que la derecha restableciera su capacidad de diálogo con esa masa. Nosotros ofrecemos continuar el combate contra la inequidad con un modelo económico basado en la exportación de commodities. Los precios de estos productos se pulverizan, mientras que la derecha nos posiciona como la amenaza real al derecho de consumo ilimitado, y así se concreta la profecía conservadora. Ahora, los que devolvían la esperanza se transformaron en los ladrones de sueños.
La falta de respuesta de las instituciones, acostumbradas a gobiernos con amplio apoyo ciudadano y con inmensa capacidad comunicacional, obligaba veladamente a que los voceros oficialistas estuvieran aislados del debate sobre la defensa del progresismo. Eso funcionó hasta la llegada de un momento más complejo, del que no estábamos listos: el relevo de cuadros. Sin preparación, sin voluntad, sin estructuras partidarias que dialoguen con la sociedad, sin autocrítica; el progresismo dejaba de ser garantía para el mañana. Y así, al momento de la verdad, cuando el ciudadano deposita en una urna la esperanza de días mejores, comenzamos a perder.
La derrota en un referendo que permitiría una nueva candidatura de un presidente que mantiene el 70% de aprobación de Bolivia es inaceptable. Y no es un logro de la Restauración Conservadora. En menos de una década, Bolivia pasó de ser un país de analfabetos, miserables y esclavos, a ser el país con mayor disminución de la pobreza, la más sólida economía de América Latina, e incluso a ser productor de satélites. Nada de eso fue importante para la nueva clase media que votó durante 10 años por Evo.
Ya vencimos la primera fase pragmática enfocada en mejorar indicadores duros en América Latina. Esa fase se caracteriza por números sociales, que aún están lejos de los objetivos de acabar con ese 18% de pobres en nuestro continente. Pero la base de nuestro discurso, en la que promovemos un combate contra la desigualdad, ya no está funcionando. Bolivia es un ejemplo claro de eso. No se podrá avanzar en la lucha contra la inequidad e injusticia social, si no gobernamos considerando la psicografía de la clase media capitalista creada por el mismo progresismo. Ya sabemos que las sociedades capitalistas no tienen ningún tipo de gratitud a los procesos políticos que le han permitido mejorar sus condiciones de vida. Pero no podemos limitarnos a contemplar esta paradoja del desarrollo, en la que las clases medias, que antes eran pobres, se volvieron hacia la derecha.
El hambre, la pobreza y el desempleo que tanto azotaron a Brasil, Argentina, Paraguay, Bolivia y tantos otros países, fueron el combustible de la movilización social que llevó a Chávez, Lula, Correa y Néstor a la victoria. ¿Qué hacemos ahora si esos indicadores económicos y sociales disminuyeron tan drásticamente? No creo que apenas luchar contra la Restauración Conservadora lo resuelva. Los últimos resultados electorales me ayudan a sustentar esta hipótesis.
En este momento, el progresismo en América Latina se encuentra sin saber qué hacer, respondiendo de manera aislada a cada uno de sus problemas internos. Las derrotas electorales, las debilidades de los instrumentos políticos y la coyuntura económica, deberían producir un punto de inflexión del progresismo.
¿Qué hacer entonces? Hay que revolucionar la revolución. Por fortuna, tenemos el faro de la Revolución cubana, que ha desarrollado la capacidad de reinventarse, adaptarse y modernizarse, buscando las respuestas desde lo más profundo de su pueblo. Desde el pleno bloqueo, pasando por el periodo especial, con escasez de comida y energía eléctrica, Cuba tuvo la sabiduría y capacidad de reivindicar la necesidad de victoria en la educación, la ciencia y la cultura. Redefinir el sentido de la sociedad a partir de ella misma, permitió que la Cuba de escasos recursos naturales para hacer comercio, le diera un nuevo sentido a su lucha.
Debemos entender que los modelos económicos de nuestros países, dependientes de las decisiones políticas de Europa y de los EE.UU., llegaron al límite. Es necesario implementar otros modelos de crecimiento, para prepararnos ante los intervalos de crisis en una economía cíclica, en los cuales las estructuras socio-políticas del progresismo se muestran débiles frente a las dificultades financieras.
Sin la capacidad de resignificar el progresismo, las bases sociales no comprenderán su papel para superar las dificultades. Sin resignificar no habrá razón de ser. La restructuración del modelo de desarrollo económico y social debe venir con una narrativa que le dé sentido a la revolución. Hay que darle más poesía a lo que hasta ahora tratamos casi exclusivamente como una cuestión económica.