Alexander Fleming no descubrió la penicilina, se la encontró. Hasta el diccionario de la RAE usa su caso para ejemplificar la definición de serendipia. Pero es que tampoco supo ver sus posibilidades terapéuticas. Eso lo logró un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford (Reino Unido) que, cuando el hallazgo de Fleming caía en el olvido, lo retomaron. Hace ahora 75 años, primero probaron este misterioso hongo con ratones y después con humanos. Aunque el primero de sus pacientes se les murió, fue el verdadero inicio de la era de los antibióticos.
Hasta los años cuarenta del siglo pasado, cualquier infección de origen bacteriano podía acabar con una persona. Una simple herida podía complicarse y matar en unos días. Es lo que le estaba pasando al oficial de policía de 43 años Albert Alexander cuando ingresó en Radcliffe el hospital público de Oxford. En diciembre de 1940 se arañó la boca mientras olía una rosa (hay otra versión menos poética de la historia, ver más abajo). Al poco, la infección se le extendió por toda la cara, los ojos (uno tuvieron que extirpárselo) y las vías respiratorias, llegando a los pulmones.
Cuando ya lo habían desahuciado, el doctor que le trataba, Charles Fletcher, le habló a Alexander de un tratamiento experimental que aún no se había probado en humanos. Además del hospital, Fletcher colaboraba con Howard Florey, un profesor de patología de la escuela de patología sir William Dunn de la Universidad de Oxford. Florey, que había llegado a la universidad hacía cinco años había reunido un equipo de científicos y médicos para estudiar distintos agentes biológicos con propiedades antibacterianas, entre ellos el hongo Penicillium notatum, el mismo que estropeó los cultivos de Fleming.
En mayo de 1940, con los ejércitos alemanes invadiendo media Europa, el grupo de Oxford decidió probar la eficacia de la penicilina. Para ello, infectaron a ocho ratones con una dosis letal de estreptococos. A cuatro de ellos les inocularon penicilina. Por la tarde, los roedores no tratados habían muerto mientras a los que les habían administrado el antibiótico seguían con vida y lo siguieron por muchos días. Uno de ellos llegó a la quinta semana.Florey retomó el trabajo donde Fleming lo había dejado. La historia dice que en septiembre de 1928, al volver de vacaciones, Fleming descubrió que varias placas de Petri con cultivos de bacterias estaban contaminadas por un hongo. Fue un colega el que afinó y vio que alrededor de los hongos las bacterias se habían retirado. A pesar de estudiar su antibiosis, Fleming perdió el interés por la penicilina ante su inestabilidad y su dificultad para purificarla. Fue Florey, con la ayuda Ernst Chain, un químico judío de origen alemán y el biólogo Norman Heatley, el otro gran olvidado de esta historia, el que logró estabilizar y purificar el primer antibiótico de la historia.
Era el momento de probarlo en humanos. Florey diría entonces: "Tratar y curar infecciones en un ratón es una cosa, pero los humanos son unas 3.000 veces más grandes y necesitarían 3.000 veces más penicilina". Heatley llenó la escuela de patología de bidones de leche, bañeras y escupideras o bacinillas donde cultivar penicilina.
Alexander recibió su primera dosis de penicilina el 12 de febrero de 1941. A pesar de la gravedad de su estado, el policía mejoró ya al día siguiente. El doctor Fletcher, con la supervisión de Florey siguió inyectándole otros tres días. Pero al quinto ya habían acabado con toda la penicilina que habían purificado en casi un año. A pesar de que recurrieron a la que pudieron recuperar de la propia orina del enfermo, Alexander acabó muriendo a mediados de marzo.
"Estoy convencido de que podría haber sobrevivido si hubieran tenido suficiente penicilina para seguir tratándolo", dice el doctor Eric Sidebottom, investigador ya retirado en la misma escuela de patología de Oxford. También historiador de la medicina, Sidebottom conserva una revista policial de aquellos años en la se desmonta que Alexander se hiciera una herida con una rosa. "En ella se dice que resultó herido durante un bombardeo en Southampton donde había sido trasladado desde Abingdon donde trabajaba normalmente", recuerda.
A pesar de la muerte de Alexander, Florey y su equipo siguieron cosechando penicilina y tratando a más enfermos. Los cinco siguientes infectados sí acabaron por curarse. Aquel verano, la revista The Lancet publicaba los resultados de estos experimentos. Pero, en pleno esfuerzo bélico, ni las autoridades ni la industria química británica apostaron por la producción masiva de penicilina. Así que Florey y Heatley volaron a EE UU, un país aún no beligerante y donde tenían colegas de formación.
El hecho de que todo el mundo sepa quién es Fleming pero que muy pocos hayan oído hablar de Florey, Chain (ambos recibieron el Nobel el mismo año que Fleming) o Heatley es para Sidebottom una injusticia. "Todos conocen a Fleming porque la maquinaria publicitaria del hospital de St. Mary [donde trabajaba Fleming], incluido lord Beaverbrook, un magnate de la prensa que era además uno de los patronos del hospital. siempre mantuvo que la penicilina fue descubierta por Fleming, sin mencionar a Oxford o a Florey", sostiene.En noviembre de 1941, hace 75 años, el estadounidense Andrew Moyer, con la ayuda de Heatley, simplificaba el proceso para obtener penicilina, multiplicando por 10 la cantidad de antibiótico obtenido de la fermentación. Para 1943, ya se comercializaban ampollas de penicilina. Ese mismo año, los antibióticos también entraron en guerra, siendo una poderosa arma de los soldados aliados contra las infecciones.
Hay otro detalle que refuerza la idea de Sidebottom. El decano del hospital St. Mary, Charles Wilson, era también el médico de Winston Churchill, entonces primer ministro, y presidente del Real Colegio de Médicos. Mientras, dice este patólogo retirado, Florey huía de la prensa: "Temía que si la gente se enteraba de su investigación llegarían hasta su puerta pidiendo penicilina para sus hijos enfermos". Y no debía querer que se repitiera lo del policía Alexander.