Este lunes la Plaza olía a cubanía. Se respiraba dolor, eso sí, pero un dolor que cerraba como un himno de lucha. Un canto a Fidel. Parecía la antesala de una de las tantas marchas presididas por él. Y de cierta forma, lo estaba.
La tranquilidad aparente que, tras la noticia de su «hasta siempre», percibí en varias provincias del país, empezaba a descuajar lo apacible para descubrir un silencio roto. Era la prueba de que la supuesta conformidad entre nuestra gente solo existía piel afuera, cual si se resistiese a creerlo, porque piel adentro colisionaban los sentimientos; bullían los recuerdos y los nervios.
Esta vez no llegué como periodista, fui como pueblo. Casi cinco horas de fila antes de llegar al Memorial José Martí, por la avenida Paseo, me llevaron a entender un dolor colectivo que une lo diverso. No había edades, razas, credos. Había un país llorando a un hombre y ese hombre inmortalizado en el tiempo.
Cada paso ganado hacia la Plaza, reventaba el pecho. Todos querían llegar, pero temían —de cierto modo— el encuentro. A fin de cuentas un hombre de su estatura moral no cabe en espacio alguno y el poder de su imagen vuelve niños a los más fuertes. Le arranca lágrimas hasta al viento.
La kilométrica marcha, desde diferentes arterias capitalinas, imprimía mayor ímpetu a lo histórico de un momento. Pero lo triste fue lo más breve: aquellos segundos frente al Fidel con la mochila al hombro, como quien desafía a la historia misma. Han sido los segundos más intensos… Al lado de su imagen, glorias del deporte cubano hacían la guardia de honor.
Alcancé a ver a Sotomayor, desde su altura, y a Ana Fidelia, la mujer coraje. La conmoción no me permitió mirar nada más fuera de aquella gigantografía de un gigante.
Todo era solemnidad y respeto y Cuba entera le cabía a ese Fidel en la mirada. De tajo, sobrevino un recuerdo. La interrogante con que, en la madrugada anterior y de regreso a La Habana, mi hija de dos años y diez meses descodificaba el despliegue informativo de los medios: «Mamá, ¿Fidel tiene una “yaya”?».
Más allá de la retrospección, aquellos segundos parecían mucho más tiempo. No hubo parquedad en el llanto, en cubanos ni extranjeros. Después de todo, la gente iba allí porque le nacía, porque quería hablarle a su Comandante, agradecerle el ejemplo. Nadie alcanzaba a descifrar cómo un nombre podía convocar a tantos. La clave la tenía su humanismo desbordado, esa adorable manía tan suya de pensar primero en los otros y casi nunca en sí mismo, la fiebre de patriotismo en las venas y un corazón para el que no se ha podido inventar pecho. No existe.
En esa fila interminable, que se perdía en las calles, los más viejos evocaban el pretérito, reeditaban marchas, saboreaban recuerdos. Otros apelaban a un Fidel muy propio, más cercano a sus oficios. Un Fidel popular, arquitecto de sueños. Sin formalismos. Y había también una buena parte que aparentaba estar desconectada de la realidad, tal vez porque se rehusaba a creer los hechos. Como si todo fuera una gran artilugio para desorientar a sus enemigos «jugando a hacerse el muerto».
Solo sé que el Martí del Memorial me pareció más cabizbajo que nunca, más consternado y serio. Él, que ha visto pasar por allí mares de pueblo, no contó con este de luto que duele bien adentro. Ningún padre cree en la partida del hijo, sino parten con ellos.
Profesa una canción que «a los héroes se les recuerda sin llanto». Y ahí descansa una gran fuerza. Aunque Fidel duele. Quizá lo explique esa esencia descubierta en versos por Alí Primera, cuando dijo que «los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos». Y los noventa agostos de Fidel fueron un canto a la vida.
Este lunes, Cuba toda fue Fidel. Él siempre ha sido Cuba. Por eso no convocó a nadie para su viaje el pasado 25 de noviembre, cargó en su yate mítico la cosecha del amor que sembró por décadas, los ideales que defendió en mayúsculas y la fe que le sirvió de alimento. Se ajustó las botas, afirmó su gorra verde olivo y desató la sonrisa de quien asegura volver pronto. No dijo nada más, no hacía falta. Y tomó el timón para su expedición hacia lo eterno.