Era mujer de intensidad. Tenía dos corazones, dos, bajo la blusa, y con ambos me amaba tiernamente. Convulsos plenilunios, firmes cúpulas, en que logré estudiar astronomía, cursar arquitectura. Nunca, como en sus noches, he observado tan radiante la luna; ni palpado latidos tan sincrónicos. Yo la amaba también, nereida y musa. Era viento galante en torno suyo, y era humedad de lluvia desde el cimborrio a la linterna en alto, delineando mis labios cada curva. En alianza de contactos, firme, incapaz de ataduras, caricia era de brisa, sobre mi mar, espuma, y al fondo del instinto leopardo en la jungla. Era mujer de intensidad, amaba desde cada relieve, cada gruta. En torno a los cuarenta, tan joven, tan madura. Voluptuosa y torrencial, vestida, tan candorosa y franca si desnuda. Era inherente a mí, parte del alma, y piel sobre mi piel; por su cintura cruzaban casi todos mis temblores, crispando su columna. Alma y sensualidad entrelazadas, amante de verdad, y de locura.
Amar —nadie lo ignora— viene a ser como un juego: el juego de dos almas y el juego de dos vidas. Y hay quien gana y quien pierde. Tal vez lo sabrás luego, si yo logro olvidarte pero tú no me olvidas.
Yo sé por qué lo digo. La vida tiene un modo sutil de detenerse mientras sigue adelante, y una mujer bonita puede olvidarlo todo menos su última cita con su primer amante.
Por eso, allá... tan lejos... en tus tardes de hastío, puede ser que comprendas que el hombre a quien quisiste llenó de mariposas tu corazón vacío y de fechas alegres tu calendario triste.
Y como tu pasado no pasó todavía tendrás que recordarme viendo en tu tocador aquellos espejuelos oscuros con que un día disimulaste un poco tus tijeras de amor.
Y yo sé que otro día, de rezos y conjuros, te dirán que me he muerto —yo sé que será así — y te pondrás los mismos espejuelos oscuros para que nadie sepa que lloraste por mí.