Por más que sea una meta muy buscada, ser presidente de Argentina no es lo mejor que a alguien le puede pasar en la vida. Desde 1938, desde hace 78 años, todos los que lo fueron —civiles, militares, hombres, mujeres, peronistas, antiperonistas— debieron entregar el mando antes del final de su período, o murieron en el cargo, o fueron derrocados, o terminaron tras las rejas o en un larguísimo exilio. La excepción tal vez sea Cristina Kirchner, aunque aun es muy prematuro para conocer su destino. Es un cargo maldito. Mauricio Macri, además, no es peronista, lo que agrava las cosas, no es político sino empresario, no conduce una fuerza mayoritaria sino una que, en primera vuelta, apenas obtuvo un tercio de los votos, no controla territorialmente el país, su fuerza no conduce los sindicatos y es minoría en las dos cámaras del Parlamento. Por si fuera poco, heredó una situación económica que requería cambios drásticos y dolorosos para evitar una crisis en la balanza de pagos. ¿Podrá con todo eso?, era la lógica pregunta cuando ganó las elecciones.
Ser presidente de Argentina no es lo mejor que a alguien le puede pasar en la vida
Un año después de la elección, en algunas áreas, la Argentina ha mejorado. Por ejemplo, este era un país sin números. No es broma. El Gobierno anterior se había enojado cuando algunas mediciones le empezaron a dar mal y, literalmente, destruyó el Instituto de estadísticas. Empezó a mentir sobre inflación, luego sobre pobreza y finalmente sobre todo. La reconstrucción de ese sistema es central como diagnóstico de lo que ocurre y como referencia para múltiples medidas, y se hizo en tiempo récord. La Argentina es un país más tolerante. Hace un año existían programa en la televisión dedicados a humillar a cualquiera que emitiera una opinión crítica. En múltiples manifestaciones se exhibían fotos de periodistas como enemigos del pueblo y se escupían imágenes de artistas de televisión críticos con el Gobierno. Eso hoy parece un mal sueño. Se ha establecido un método parlamentario casi tradicional, donde el Gobierno manda una ley, la oposición le hace reformas y luego de una tensa negociación casi siempre se llega a un acuerdo, que contrasta con la gestión anterior, donde, en general, el Parlamento obedecía o era acusado de golpista.
Esos avances son compensados por graves déficits de gestión. La Salud Pública, que había avanzado mucho durante el kirchnerismo, quedó a la deriva. En pocos meses, científicos muy destacados en las áreas de vacunación, Sida, mal de Chagas, han renunciado a sus cargos hartos de las trabas y los recortes que les impedían llegar con remedios a tiempo. Se han repartido muchos menos medicamentos entre los sectores populares y se ha reducido el presupuesto científico, dañando así una de las políticas más virtuosas de la última década. La obra púbica se demoró durante todo el año de manera injustificable. El diseño de un postergado aumento de tarifas fue tan vergonzoso que hubiera ameritado la renuncia de toda la cúpula del Ministerio de Energía, que proviene de empresas beneficiadas por esas medidas.
Entre el sino trágico que sobrevuela a todos los presidentes argentinos, Macri tiene todas las de perder
Pero, con lo trascendente que es, todo esto es menor al lado de los traspiés en el área económica, que han sido muchos y muy preocupantes. El Gobierno arrancó con una devaluación del 50%. Había sostenido que esa medida no tendría efectos inflacionarios. Un año después, la inflación supera el 40% anual y es la más alta del último cuarto de siglo. El Gobierno sostenía que el cambio de régimen económico generaría una ola de confianza que atraería inversiones productivas masivas. No sucedió: la inversión bajó en casi todos los sectores de la economía. Había anunciado que bajarían la pobreza y la desocupación: subieron ambos. Que subirían las exportaciones: bajaron. La inequidad, que había disminuido durante el Gobierno anterior, volvió a crecer: en 2016 se consumió menos leche y más whisky, para ser didácticos. Salvo en lo que hace a un relativo control de la inflación en el último semestre, todos los otros datos le dan mal.
Y lo más preocupante es el sinuoso y estrecho camino de cornisa que se ve hacia adelante. El déficit fiscal argentino es altísimo, se acerca al 4,8% del Producto. Si Macri ajusta el gasto, se profundizará la recesión y caerán los ingresos: camino vedado, une lo inútil a lo desagradable. Si Macri lo financia con emisión, producirá efectos inflacionarios y reiniciará la carrera loca entre precios, salarios y tipo de cambio. Otro camino peligroso. Si Macri lo financia con deuda externa, irá generando una montaña de compromisos que, tarde o temprano, provocará una crisis aún peor de la que se quiso evitar, un clásico de la historia argentina. El Gobierno, que ha elegido este último camino, dice que hay tiempo, que se pueden hacer reformas, que la caída de la inflación finalmente atraerá inversores y que el crecimiento alejará fantasmas. Pero eso, en América Latina, no es lo que abunda: ni inversores, ni crecimiento, ni demanda para las exportaciones. Son tiempos de frazada corta y de caminos de cornisa.
Entre el sino trágico que sobrevuela a todos los presidentes argentinos, y las condiciones objetivas en las que él asumió, Macri tiene todas las de perder. A veces es difícil encontrarle la manija a la pelota porque quien debe hacerlo es ciego o torpe, y a veces porque la pelota no tiene manija, porque hay problemas que, en el corto plazo, al menos, no tienen solución. Pero un presidente llega porque convence a los suyos de sus poderes mágicos. El entusiasmo está tan atado a su nombre como, luego, está atada la decepción y la bronca. Eso ocurre en todas partes, pero en pocos lados con tanta virulencia. ¿Podrá escapar Macri al destino horrible de todos los que se sentaron en su silla antes que él? Un año después, la pregunta sigue siendo la misma.