Un 25 de diciembre de hace 25 años, Mijaíl Gorbachov, el gran reformador de la Rusia comunista, vivía sus últimas horas en el Kremlin. Llegaba a su fin no sólo un imperio, sino un país que había desempeñado un papel clave en la historia del siglo XX. El sistema económico y político impuesto por los bolcheviques, fracasado, desaparecía. Atrás quedaba definitivamente la falta de libertades —políticas, económicas, culturales, de movimiento— y continuaba la cada vez más difícil andadura, que había comenzado precisamente con Gorbachov, hacia un sistema que quería ser democrático. El coste social de este cambio fue enorme: el capitalismo salvaje golpeó a un pueblo acostumbrado a la estabilidad laboral, pero abrió también las puertas a la iniciativa individual y permitió a los rusos gozar de una libertad que nunca antes habían tenido.
Cuando llegó el momento de firmar el decreto con su propio cese como presidente de la URSS, su pluma dejó de escribir. Entonces, Tom Johnson, jefe de la CNN que cubría el acto con su equipo, le tendió a Gorbachov su pluma Montblanc. “¿Es estadounidense?”, preguntó el ruso. “No señor, o francesa o alemana”, respondió el periodista. Y entonces Gorbachov firmó.
Parafraseando lo que diría después uno de los artífices de las reformas económicas de la nueva Rusia, Gorbachov clavó así el último clavo en el ataúd de la URSS. La verdad es que el país había dejado de existir como unidad territorial ya antes, tras el fracasado golpe de Estado de agosto de 1991 por parte de los comunistas conservadores para evitar, precisamente, lo que se veía venir: la desintegración de la Unión Soviética.
Ese día, fiesta en Occidente pero no en Rusia, Gorbachov se dirigió a la población de un país que en la práctica ya había muerto —la Unión Soviética— y anunció su renuncia. En su discurso, explicó que aunque había apoyado siempre la soberanía de las repúblicas, también había sido un firme partidario de la unidad del Estado; pero los acontecimientos habían tomado otro rumbo.
Cuando llegó el momento de firmar el decreto con su propio cese como presidente de la URSS, su pluma dejó de escribir. Entonces, Tom Johnson, jefe de la CNN que cubría el acto con su equipo, le tendió a Gorbachov su pluma Montblanc. “¿Es estadounidense?”, preguntó el ruso. “No señor, o francesa o alemana”, respondió el periodista. Y entonces Gorbachov firmó
Parafraseando lo que diría después uno de los artífices de las reformas económicas de la nueva Rusia, Gorbachov clavó así el último clavo en el ataúd de la URSS. La verdad es que el país había dejado de existir como unidad territorial ya antes, tras el fracasado golpe de Estado de agosto de 1991 por parte de los comunistas conservadores para evitar, precisamente, lo que se veía venir: la desintegración de la Unión Soviética.
Gorbachov tenía esperanzas de poder conservar unido el país, incluso después de que las repúblicas que integraban la URSS declararan su independencia. Ni siquiera las perdió del todo después de que el 8 de diciembre las tres eslavas (Bielorrusia, Rusia y Ucrania) firmaran el tratado de Belovezha, pensando que aún era posible formar una confederación. Pero las pocas que le quedaban se desvanecieron el 21, cuando los líderes de las 11 antiguas repúblicas soviéticas (todas menos Georgia y las tres bálticas) se reunieron en Kazajistán y anunciaron la formación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
El 25 de diciembre de 1991 fue un día de ilusión para millones de personas en Rusia, que veían con optimismo el futuro. También fue un momento de luto para otros millones, ahora exciudadanos de la URSS. “Odio vuestra libertad, he perdido la tumba de mis padres, la Victoria, mi país”, dijo el escritor nacionalista conservador Alexandr Projánov. Y es que el nuevo mapa significó para muchos tener que abandonar el territorio donde habían nacido, dejar allí familiares y reliquias. También la desaparición de la potencia que había ganado la Segunda Guerra Mundial y el resurgimiento de movimientos nacionalistas e incluso facistoides en el antiguo territorio soviético.
“Cuando se arrió la bandera roja quedé en estado de shock”, recuerda Serguéi Kosárev, que entonces tenía 37 años. “Yo, nacido en Sochi, a orillas del mar Negro, había terminado la secundaria en Kazajistán y luego el instituto en Riga (Letonia). De repente mis amigos, mi juventud quedaban atrás en otros países. Pensé que todo esto era para mal y al principio fue duro, pero lo peor no fue el primer año de la reforma económica sino más tarde, cuando en Rusia dejaron de pagar a tiempo los sueldos, y había atrasos de seis meses y más”, cuenta. “Al final en mi caso todo fue para bien, recuperé la religión de mis antepasados, como otros millones de ortodoxos, y vi medio mundo; ni lo uno ni lo otro habría sido posible en la URSS”, concluye.
Tanques soviéticos en la plaza del Kremlin en agosto de 1991
Fue un momento de alegría especialmente para los jóvenes y para muchos menores de 50, que intuían que sus hijos no conocerían la dictadura, la censura; que podrían no solo moverse libremente por su país e instalarse donde quisieran, sino también hacerlo por el mundo, cosas que ya habían comenzado a plasmarse en los años de la perestroika.
Verdad es que estas expectativas no se cumplieron para todos los ciudadanos de la URSS. En varios países se perpetuaron los regímenes dictatoriales (las antiguas repúblicas de Asia Central o Azerbaiyán); otros se vieron envueltos en guerras civiles (Georgia, Moldavia, Tayikistán) o entre el centro y sus autonomías étnicas (Abjasia y Osetia del Sur con Tbilisi, seguido una década después por la guerra entre Georgia y Rusia; los rusoparlantes del Transdniéster en Moldavia; Chechenia contra el Kremlin), o contra su vecino (Armenia y Azerbaiyán).
Estos procesos, algunos de los cuales continúan, habían comenzado antes: en el momento de la renuncia de Gorbachov, cuando en Georgia se combatía, Chechenia había declarado su independencia, Moldavia había anunciado su aspiración a reunificarse con Rumania…
Tras el mensaje de Gorbachov —o, según el exdiputado Vladímir Isákov, mientras hablaba—, se arrió la bandera roja soviética y en su lugar se izó en el Kremlin la tricolor rusa. Después del discurso de despedida, en un pasillo del Kremlin, el general Yevgueni Sháposhnikov entregó el maletín nuclear a manos de Borís Yeltsin.
El punto final lo puso formalmente al día siguiente la Cámara de las Repúblicas del Soviet Supremo de la URSS, antes de ser disuelta: sus miembros aprobaron la declaración que ratificaba el final de la URSS.
La nueva Rusia echaba a andar con reformas económicas y la terapia de choque: el 2 de enero los rusos se despertaron con un alza sustancial de los precios. La inflación superó ese año el 300% (al año siguiente llegaría al 2.600%), pero, según los expertos, se logró terminar con el déficit de productos, restablecer el consumo, comenzar el proceso de privatización, liberalizar el comercio exterior, empezar la reforma agraria y detener los procesos desintegradores de amenazaban ahora a Rusia.
Svetlana, que prefiere no dar su apellido, tenía 12 años cuando se acabó la URSS. Cuenta que no recuerda mucho salvo la atmósfera “tensa y de preocupación” que había en su casa para fin de año. “Después llegó el alza de los precios y también la libertad de compraventa, y me acuerdo que un día mi mamá me llevó al centro y nos instalamos junto con otras muchas personas a lo largo de los grandes almacenes Detski Mir [El Mundo de los Niños], nosotros con dos pares de calcetines y varios paquetes de cigarrillos para venderlos; otros ofrecían botellas de vodka, jerseys para niños tejidos por las abuelas, conservas…”, rememora.