La línea de soldados con trompetas de dos metros en el frente neoclásico del Congreso, parecía de una peli de romanos. Y de pronto, el león de la Metro: el tipo grandote, rubio oxigenado, de jopo complejo. La peli no era del imperio romano, pero más o menos. Donald Trump tiene al mundo en un suspiro. La palabra “imprevisible” es la más común entre los analistas y los estadistas. Le encuentran parecidos y diferencias. Dicen que es lo opuesto a lo que hará Mauricio Macri en la Argentina, pero su campechanismo forzado hace recordar tanto a los pasitos de baile del argentino cuando asumió, que sugieren parecidos en muchas otras cosas. Una corte de barbies, ceos y empresarios dan la idea de que el grotesco de Miami ha desplazado en Washington a la cosmopolita Nueva York.
“Vamos a fortalecer las fronteras –dijo Trump– para proteger a nuestras empresas y nuestros trabajadores frente a otros países que se llevan nuestras riquezas”. Un discurso opuesto al que impulsa en Argentina otro gobierno de ceos y empresarios. Pero son diferencias más aparentes que otra cosa. El ascenso de Trump y su gobierno de ceos norteamericanos está expresando, al igual que el de Argentina, que las grandes empresas ya no confían en la intermediación de los políticos. Son ellos mismos los que se hacen cargo de la gestión pública, al tiempo que despotrican contra la política. El discurso antipolítico busca justificar y naturalizar a estos gobiernos de tipo corporativo. En esa cosmovisión, las grandes corporaciones son las que sostienen las economías de los países y en consecuencia creen que tienen el derecho natural a la conducción política. Si sobre ellos recae la responsabilidad de sostener la economía, es coherente que dirijan también la política. Casi toda la literatura de ciencia ficción norteamericana se refiere a sociedades futuristas con desigualdades abismales gobernadas por las grandes corporaciones. No están tan lejos.
La idea de imprevisibilidad con relación a Trump se afinca en un discurso muy provocativo del magnate, cuya aplicación sería muy traumática. Y en el llamado “síndrome de Guantánamo”, por la imposibilidad burocrática que impidió a Obama concretar su promesa de campaña de erradicar ese campo de concentración.
Trump viene a cerrar un ciclo que abrió Ronald Reagan, un actor de una mediocridad enorme, delator de sus compañeros durante el macartismo, al que el lobby del Pentágono y el capital concentrado disfrazaron de gran estadista. El mundo rebosaba de liquidez, la URSS caía en picada, despuntaba la globalización financiera y las empresas norteamericanas aspiraban a ocupar un mundo sin fronteras ni aduanas. El discurso que instaló Reagan con los Chicago boys es el que siguen repitiendo, algo desactualizados, los funcionarios del macrismo.
Pero ahora, el imperio cambió el discurso. La palabra que más repitió Trump fue “proteger” y “proteccionismo”, “fortalecer las fronteras”, o “la prioridad será Estados Unidos”. En lo esencial, las corporaciones hacen lo que les conviene. Si es un ciclo expansivo, hablan de mercado libre y lo ponen a Reagan de presidente. Si es un ciclo de reflujo, cambian el discurso y lo ponen a Trump. En ese discurso funcional a las grandes corporaciones, los que no pueden cambiar nunca son las economías periféricas, porque tienen que estar siempre abiertas y subordinadas, como lo explican tan bien los ministros argentinos del área económica.
La idea de cambio traumático en realidad no tendría que estar centrada en el recambio presidencial norteamericano, que es más expresión de una crisis que arrastran desde hace varios años. Se diría, en cambio, que este recambio presidencial es expresión de esa situación previa, es su “institucionalización”. Para usar una metáfora militar: es como si un ejército hubiera extendido tanto sus líneas de abastecimiento que empieza a debilitar a su retaguardia. El proceso, entonces es replegarse para fortalecer su base principal. Antes de asumir, Trump se reunió con directivos de 20 de las empresas electrónicas más importantes para convencerlas de que hagan regresar a Estados Unidos a los centros de producción que tienen en todo el mundo. Les prometió protección con impuestos a la competencia extranjera y el resurgimiento de Silicon Valley. También habló con Ford y General Motors para que no inviertan en sus plantas de México y lo hagan en Estados Unidos.
Hay una situación de pobreza y desocupación en Estados Unidos. Se vislumbró en el voto al izquierdista Bernie Sanders en la interna demócrata. Y terminó de expresarse en el triunfo electoral de Trump. Están en las antípodas. Sin embargo, el voto en los estados del viejo cordón industrial, que favoreció a Sanders, después se inclinó por Trump. Sanders se asume como socialdemócrata y Trump se reconoce abiertamente conservador, codicioso, misógino y varios calificativos más. Pero tanto Trump como Sanders fueron los únicos que hablaron de trabajo. No fue la única, pero seguramente fue una de las razones que explican el resultado electoral.
Pero cuando una potencia hegemónica está obligada a replegarse presionada por la crisis, no quiere decir que resigne esa condición de hegemonía. Simplemente dejarán de ejercerla en forma prioritaria a través del chantaje económico. Y el poderío militar puede pasar a convertirse en su argumento principal. En su corto discurso de asunción hubo mención a “nuestras maravillosas fuerzas armadas”, a la defensa de la Nación y la guerra contra el terrorismo. Hubo profusión de alusiones a “proteger” y “estamos protegidos”. Trump renegó del Tratado Transpacífico que era el eje de la estrategia de Estados Unidos para frenar la expansión comercial china en la región. Volteará el Transpacífico, pero buscará otras formas para frenar la presencia china. Los que se ilusionan con un repliegue en todos los frentes se van a desilusionar. Como tiene menos recursos económicos para presionar, es probable que la política exterior norteamericana hacia la región sea más agresiva.
Las acciones tan ofensivas contra México son significativas. Con el Nafta, Estados Unidos obligó a los mexicanos a reordenar toda su economía en función de la economía norteamericana. Las economías regionales fueron devastadas y los mexicanos consumen maíz importado. A cambio tenían las maquiladoras y automotrices que aprovechaban la mano de obra barata. Trump quiere que ahora todas esas fábricas vuelvan a Estados Unidos. Otra vez le rompió el esquema a un país que quedó muy expuesto cuando perdió autodeterminación y se subordinó a un tratado de libre comercio que les prometía el oro y el moro. Esta experiencia dramática de México con un tratado de libre comercio se convierte en un ejemplo ilustrativo de las consecuencias nefastas que hubiera sufrido América Latina con el ALCA si no lo hubieran impedido Néstor Kirchner, Lula y Hugo Chávez.
En este punto, los fenómenos de Trump y Macri se entrecruzan. Pertenecen al mismo ámbito, han compartido incluso sociedades para empresas que después no fructificaron. Comparten el lugar desde donde ven al mundo y por lo tanto también la forma de verlo. Son espacios físicos y espacios culturales e ideológicos comunes. Pero con una diferencia: la gran burguesía norteamericana tiene conciencia hegemónica y los otros conciencia colonial. Por eso, cuando la tendencia de la economía en Estados Unidos tiende al reflujo, en la inteligencia de la administración macrista no se genera un movimiento similar sino que se trata de abrir todavía más la economía local aún cuando es evidente que los beneficios, (incluso desde su concepción de beneficio) serán mínimos y son más las desventajas. Algunos entienden que la asunción de Trump expresa la idea de un mundo multipolar a partir del repliegue de Estados Unidos. Es probable que sea así la tendencia. Pero también es probable que por bastante tiempo más Washington siga llevando de las orejas a los gobernantes latinoamericanos que se le subordinen. Por eso, las diferencias son formales: el cierre de la economía de Trump y la apertura de Macri en Argentina, son funcionales a pesar de que tienen distinto sentido.