«La Revolución rusa», de Richard Pipes, nos conduce a la utopía que un siglo atrás quiso «volver el mundo del revés» y desencadenó un terror que aniquiló a millones de personas.
«Bajo el estandarte de Lenin. Construcción socialista» (1930) Cien años de la Revolución rusa, semilla de barbarie
El centenario de la Revolución rusa está favoreciendo que el pasado regrese conjugado en presente, especialmente en una incómoda Rusia que aún no ha cerrado sus heridas históricas. Esta efeméride coincide, además, con el 25 aniversario de la caída del régimen soviético, un complejo proceso que ha sido explicado con maestría recientemente por Hélène Carrère d’Encausse en «Seis años que cambiaron el mundo, 1985-1991. La caída del Imperio soviético» (Ariel). Fue un sistema que, en palabras del revolucionario Trotski, pretendía derribar el mundo. El desmoronamiento reflejó hasta qué punto la gastada retórica revolucionaria no servía para responder a los numerosos retos del día a día en un tiempo marcado por la guerra fría. Las decisiones de carácter reformista, como señaló David Remnick en «La tumba de Lenin» (Debate), consiguieron que el león de la historia entrara rugiendo a través de la puerta abierta por la «perestroika» y terminara por colapsar la experiencia revolucionaria iniciada en 1917. Jamás se podrá comprender lo que sucedió durante aquellos años sin volver la vista hacia los orígenes.
Referencia inexcusable «La Revolución rusa» nos llega con veintisiete años de retraso, lo que no deja de ser asombroso porque Richard Pipes ya había sido traducido anteriormente y es un autor con cierto prestigio en nuestro idioma. Muchas cosas han cambiado a lo largo de este tiempo. Incluso el prólogo, escrito en ¡1989!, deja en el lector actual la amarga sensación de que nos encontramos ante un producto extemporáneo. El gran valor de este trabajo fue su anticipación, provocadora y polémica a partes iguales, lo que se ha perdido por completo en esta edición tardía. Pese a todo, Pipes continua siendo una referencia inexcusable y, probablemente, ésta sea una de las cinco principales aportaciones historiográficas sobre la Revolución del 17. Una lista en la que, por cierto, también podríamos colocar a Orlando Figes con su completa «La tragedia de un pueblo», que también ha sido reeditado por Edhasa y que bien merecería una atenta relectura.
Nacido en Polonia pocos años después de iniciada la revolución, Richard Pipes pertenecía a una familia judía que consiguió escapar de la amenaza nacionalsocialista en 1939 poco después de la llegada de Hitler a Varsovia. El lugar elegido para el exilio fue Estados Unidos. Un joven Pipes se enroló durante la Segunda Guerra Mundial en el ejército de su nuevo hogar. Como consecuencia de su labor militar, tuvo que aprender ruso y terminó especializándose en ese campo de estudio que se conoció con el aparatoso nombre de «sovietología» en la Universidad de Harvard, donde hoy continúa siendo catedrático emérito. Asimismo, su conocimiento de la Unión Soviética le permitió convertirse en un preciado analista de una CIA dirigida por George Bush padre y miembro del Consejo de Seguridad Nacional durante la administración de Ronald Reagan, a quien sigue considerando uno de los mejores presidentes norteamericanos.
Anticomunista Su particular biografía, por tanto, permite clasificarlo como un ferviente anticomunista, lo que no impide que siga siendo considerado como uno de los más solventes especialistas en la historia contemporánea rusa.
«La Revolución rusa» es un análisis minucioso del largo proceso que derivó en el estallido revolucionario, que Pipes caracteriza como un golpe insurreccional de una élite reducida dentro de una revolución con diversas tendencias políticas. Lo que sucedió en aquel octubre del calendario juliano no fue un episodio al margen de la deriva represiva e implacable de un zarismo moribundo, que había comenzado con la respuesta cruel a la movilización estudiantil en el período de entresiglos. En 1905, la derrota militar ante un pujante Imperio japonés convulsionó la vida social del país. El régimen de los zares sólo supo responder con más violencia. Se fue generando, a pasos agigantados, una profunda indignación que estalló con la costosa participación, sobre todo en vidas humanas, en la Gran Guerra. Un nuevo fracaso que generó huelgas y alborotos.
Paz y pan para todos En febrero de 1917, los liberales y los socialistas moderados estaban convencidos de que la democracia iba a triunfar y podrían superar, por fin, los atrasos que sufrían. Pero se equivocaron, y Pipes carga también contra sus decisiones. La tensión no desapareció e, incluso, se recrudeció. Lenin diría que, salvo el poder, todo lo demás era ilusión. En octubre, los bolcheviques comprendieron que estaban ante la oportunidad para conquistar el poder. En los meses anteriores, más personas de las que está dispuesto a aceptar el propio Pipes se habían unido a los comunistas gracias a sus grandilocuentes promesas, entre las que destacaban la paz soñada y el pan para todos. Los bolcheviques quisieron crear una sociedad nueva. La realidad no era demasiado importante para ellos, querían «volver el mundo del revés». Creían que sólo la revolución era la verdad. Los enemigos estaban en cualquier parte. Y, por esta razón, el terror se desencadenó desde el primer momento. La Checa sirvió como instrumento de una violencia aleatoria, que llenó de perplejidad a una sociedad intimidada. Lenin lo había señalado: no había posibilidad de hacer una auténtica revolución sin ejecuciones.
Pipes cree que no hay nada que celebrar. «La Revolución rusa», en definitiva, evidencia que la revolución fue el inicio de una catástrofe que aniquiló la vida de millones de personas, que no tuvieron respiro y que sintieron el terror como algo inevitable. O, como señalaba el famoso epigrama contra Stalin de Osip Mandelstam, los rusos vivieron sin sentir el país a sus pies.
A lo largo de estas páginas, no podemos obviarlo, Richard Pipes se enardece en el combate político y, entonces, su ecuanimidad disminuye. La Revolución rusa no fue, ni mucho menos, el golpe de estado dirigido por una vanguardia intelectual fanatizada sin apoyo popular que deja entrever. Es más, numerosos datos que aporta contradicen esta explicación simplificadora. En otras ocasiones, su mirada está cargada de interpretaciones demasiado esencialistas sobre el exclusivo carácter ruso.
Pese a todo, su perspicacia está fuera de toda duda. Son muchos los que prefieren quedarse con etiquetas peyorativas a la hora de referirse al trabajo de Pipes. Me parece que no se miden por igual los excesos dependiendo de su procedencia ideológica. La fantasía roja mantiene su seducción y vigencia. Hace años, Michel Ignatieff preguntó a Eric Hobsbawm si la pérdida de tantos millones de vidas hubiera estado justificada de haberse hecho realidad el sueño comunista. No dudó ni un segundo. Su respuesta fue afirmativa. A pesar de este tipo de opiniones, la bibliografía del historiador comunista es celebrada, a izquierda y a derecha, como una de las más lúcidas del siglo XX. Esta obra de Pipes, con todos los peros que le queramos otorgar, se levanta como un monumento contra las desazonadoras y desmemoriadas defensas de la experiencia comunista de 1917.