En su obsesión por apostar a que la salida de los inmigrantes en situación ilegal solventará los problemas de Estados Unidos, Donald Trump ha aprobado una orden que, en la práctica, supone la posibilidad de expulsar de su territorio nada menos que a 11 millones de personas y entre otras nefastas consecuencias puede dejar en una dificilísima situación a casi tres millones de niños, ciudadanos estadounidenses cuyos progenitores pueden ser deportados en cualquier momento.
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Tiene otros efectos gravísimos. La nueva directiva sobre inmigración eleva a dos años el período de validez para una expulsión en caliente en vez de los 14 días actuales y extiende a todo el territorio estadounidense el ámbito desde el que se puede efectuar y no los 160 kilómetros a partir de la frontera como hasta ahora. Es decir, convierte a todo EE UU en una especie de territorio de caza que beneficiará a una floreciente industria que se está desarrollando a costa de la expulsión de inmigrantes. De este modo, Trump logra que el país que se ha construido la imagen de tierra de libertad se convierta en una sociedad atemorizada. Esto no es precisamente hacer América grande de nuevo. Como tampoco es verdad que esta política no tenga coste económico. Por de pronto, hay que contratar —y pagar con fondos públicos— a 10.000 nuevos funcionarios para tareas de control migratorio. No olvidemos que Trump se ha pasado años lanzando diatribas contra lo que calificaba como gigantesca burocracia federal.
Resulta trágico que Trump no haya aprendido del primer fiasco con su orden ejecutiva sobre inmigración y no haya comprendido las imprevistas consecuencias que tienen iniciativas apresuradas. En este sentido, la presencia en México de los secretarios de Estado, Rex Tillerson, y Seguridad Nacional, John Kelly, debería servir para que volvieran a Washington con un mensaje de firmeza mexicana ante las obsesiones del inquilino de la Casa Blanca.