Cuando escucho decir por ahí que Fulanito o Menganita «nacieron» para estudiar Medicina, Periodismo, Ingeniería, o cualquier otra especialidad universitaria, no puedo hacer menos que sonreírme. No sé, al parecer, algunas personas están convencidas de que todas las criaturas vienen al mundo con una nota sobre su porvenir superior atada al cordón umbilical.
El tema suele rondar el discurso público, comúnmente en boca de los parientes más cercanos. «Mi hijo será abogado, como su papá. ¡Siempre está defendiendo a los más pequeños!», comenta con su vecina una buena mujer, confiada en que es a ella a quien concierne la decisión de tutelar las expectativas de su primogénito hacia los predios de la toga y el birrete.
«Pues la mía será periodista, igual que su abuelo —acota su interlocutora, presta a no quedar rezagada en la puja—. Fíjate que no ha cumplido ocho años y ya escribe composiciones. Un día de estos te traigo una para que la leas. Me han dicho que Gabriel García Márquez comenzó a esa edad y mira quién fue…».
A todas estas, se desconoce si las entusiastas progenitoras ya contaron con el chico y la chica acerca de sus destinos en las facultades a las que pretenden enviarlos. César será jurista, porque el padre lo es. Y Paula será reportera porque es la profesión de su abuelo. ¿Pensarán ellas que el código genético determina a la hora de optar por una carrera universitaria?
Independientemente de que existen familias consagradas durante generaciones a una profesión —arquitectos, ingenieros, médicos, periodistas…—, son la orientación profesional y la formación vocacional las encargadas de preparar al estudiante para elegir la especialidad que mejor le acomode a partir de su rendimiento docente. Y eso debe comenzar a desarrollarse en la enseñanza primaria, en particular en los palacios de pioneros.
Un niño que frecuente desde las primeras edades los círculos de interés especializados o charle con profesionales de sectores que le resulten atractivos, tiene más posibilidades de definir su vocación que si se remitiera a todo el currículo académico de su árbol genealógico. Nadie irrumpe en la existencia con una predeterminación. Es la vida la que le va trazando derroteros y le corresponde al individuo interesarse por encontrarlos.
Muchas lúcidas inteligencias se formaron al socaire del bregar en laboratorios, cátedras y talleres. En la mayoría influyó más el estoicismo que la tradición. No niego que la casta familiar o el amor a primera vista tengan algo que ver a la hora de preferir una carrera. Pero opino que siempre será un mejor profesional aquel que eligió a partir de una idea ya pulida.
Conozco más de un caso rayano en lo dramático. Muchachos que se arrepintieron abruptamente de su «vocación» para la Medicina cuando su profesor de Anatomía Patológica los llevó a la morgue a confirmar en un cadáver lo aprendido en el aula. O muchachas supuestamente fascinadas por la Sicología que, al obtener una plaza para estudiarla, se abrumaron con las teorías de Freud y optaron por renunciar para dedicarse a asuntos más mundanos.
La vocación existe, sí, pero hay que cultivarla. Las querencias innatas por el Periodismo son cuestionables si quien asegura tenerlas jamás tomó un periódico entre sus manos. Poco aportará a la Veterinaria aquel que se echa a correr cuando escucha mugir a una vaca en sus proximidades. No tiene propensión por la Geografía el incapaz de localizar a su país en un mapamundi; ni por la Historia quien no conoce las hazañas de su pueblo.
Hay una vocación con la que comulgo a pies juntillas: la del empeño de los seres humanos por ser cada día mejores en lo suyo; la de su voluntad por aplicarla desde sus aptitudes y actitudes. Quizá sea por mi corazoncito barcelonista, pero me encanta esta frase dicha por Pep Guardiola, quien fuera director técnico del equipo catalán: «La gran suerte que uno puede tener es hacer lo que le gusta. Dar con eso es la esencia de todo». Creo que verdad más grande hay que mandarla a hacer.