La historia verdadera no es la contada por los documentales norteamericanos; muchísimo menos la enseñada en las aulas de su chovinista sistema educativo, donde al alumnado le impregnan el sofisma del “excepcionalismo americano”. Tampoco la escrita en buena parte de las monografías encontradas en Internet; ni incluso la reproducida de forma acrítica en diversas enciclopedias o libros convertidos en best sellers pese a los errores, exageraciones y satanizaciones contenidos.
Por supuesto, Estados Unidos tuvo un rol en la etapa final de la II Guerra Mundial, pero el papel determinante en la victoria contra el fascismo le correspondió a la URSS, en cuyo territorio se marcó el destino del delirio nazi.
El suicidio de Hitler no aconteció en el bunker, sino en el frente ruso. Aunque su maquinaria bélica eliminó a 27 millones de ciudadanos de ese país, ya los soviéticos tenían casi decidido el epílogo de la contienda cuando los norteamericanos efectuaron el bastante tardío desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944. No importa que Steven Spielberg —a la manera de algunos pseudohistoriadores en sus ensayos— haya dicho durante el estreno mundial de su Salvar al soldado Ryan, que “el Día D fue el momento definitivo de la II Guerra Mundial”.
La resistencia heroica de más de 200 días en Stalingrado, durante el invierno del 42-43, infectó del virus terminal de la derrota a un agresor alemán cuyo inmenso poderío tampoco pudo doblegar a los combatientes del Ejército Rojo y el pueblo en Moscú, Leningrado, Kursk… aquella colosal Gran Guerra Patria.
La bandera roja de la hoz y el martillo sobre el Reichstag el 9 de mayo de 1945 simbolizó el fin de una locura devastadora causante de la muerte de 70 millones de seres humanos y surgida de la irracionalidad, la demagogia, las ambiciones extremas; la reticencia alemana ante las condiciones impuestas por las potencias aliadas como resultado de su derrota en la I Guerra Mundial; el insano sentido de superioridad de la ficticia raza aria cual base de un nuevo orden mundial vinculado a la redistribución territorial planetaria; el fortísimo respaldo de las corporaciones estadounidenses a su rearme y el apoyo al nacionalsocialismo hitleriano por parte de varias burguesías: no solo la local.
Al indoblegable pueblo soviético, al Ejército de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (integrado en su mayoría por obreros industriales y campesinos) la humanidad le debe la terminación definitiva del conflicto iniciado de forma unilateral el 1 de septiembre de 1939 mediante la invasión a Polonia; la contención del exterminio nazi; el fin del Holocausto con esos casi seis millones de judíos asesinados, más otros once millones de víctimas entre los cuales se incluyen tres millones de prisioneros de guerra soviéticos. Nada ni nadie hubiesen podido detener a Hitler sin la barrera de la URSS.
La II Guerra Mundial se suscitó, fundamentalmente, entre Berlín y Moscú. Las estadísticas lo indican: de los 20 millones de militares muertos, 16 pertenecían a los ejércitos soviético y germano. Sumados todos los efectivos caídos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, no sobrepasan algo más del millón.
El 2 de mayo de 1945, una semana antes de la capitulación final, el Tercer Reich entregó la capital del eugenésico imperio alemán al Ejército Rojo. Poco antes, su jefe supremo se había quitado la vida. Ese hombre había anunciado en su tristemente célebre Mi lucha, escrita tan temprano como a mediados de la década del ´20, que a la larga su objetivo real era el ataque a la URSS. El 11 de agosto de 1939 le compartió a Carl J. Burckhardt, funcionario de la Liga de Naciones, que “todo lo que emprendía iba dirigido contra Rusia, y que si Occidente (franceses y británicos) era demasiado estúpido y demasiado ciego para comprenderlo, se vería obligado a llegar a un acuerdo con los rusos, volverse y derrotar a Occidente, y luego darse vuelta con toda su fuerza para asestar un golpe a la Unión Soviética”. Así lo hizo, de forma exacta; solo que no reparó en la inenarrable capacidad de resistencia de ese pueblo.