Louis A. Pérez tiene una muy destacada trayectoria de investigador de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, orientada a afincar la mirada en un aspecto de primerísima importancia en un mundo dominado por las técnicas del marketing. Comenté en otra ocasión su valioso trabajo sobre la reconstrucción de un imaginario que incentivó al pueblo norteamericano, en un empeño de varios años, a intervenir con entusiasmo y fervor misioneros en la guerra de Cuba contra España. Circula ahora otra obra suya de enorme actualidad. Puedo discrepar de algunos enfoques, pero Ser cubano. Identidad, nacionalidad y cultura merece una lectura cuidadosa por cuantos participan en el debate ideológico contemporáneo.
Nos hemos acostumbrado a limitarnos a la lectura contenidista de los mensajes que se transmiten por distintas vías y, con lamentable frecuencia, relegamos a un segundo plano aquellos, aparentemente inocuos, que se instalan en la cotidianidad de nuestro existir, impregnan ideas y sentimientos, fabrican expectativas de vida, proponen modelos de felicidad y forjan paradigmas, hasta formar parte del resbaladizo terreno del sentido común. Ese conglomerado de rasgos conforma un imaginario colectivo. Con su rigor acostumbrado, el autor llevó a cabo una extensa investigación fundamentada en documentos y testimonios. Me atrevo, sin embargo, a señalar algunos reparos. En el plano conceptual el “ser cubano” constituye un estereotipo, a partir de imágenes construidas casi siempre desde el poder hegemónico. Prescinde de la composición clasista del país y, en este caso, al considerar los valores que contribuyeron a establecer modelos norteamericanos en nuestra cultura y en nuestras expectativas de vida, soslaya las diferencias entre ciertos sectores urbanos, particularmente capitalinos, y el panorama de las zonas rurales marginadas de acceso a la información procedente del vecino país. No insiste lo suficiente en el carácter progresivo y procesual de aquella penetración.
Desde el siglo XIX se hicieron frecuentes los viajes a los Estados Unidos por integrantes de clases acomodadas. Europa estaba dominada por la autocracia más reaccionaria, integrante de la llamada Santa Alianza, y el país vecino se presentaba como su contraparte más democrática. Pero los cubanos no dejaron por ello de viajar al Viejo Continente. Poco se ha tenido en cuenta la influencia ejercida por la Gran Bretaña, precursora de la revolución industrial, ámbito nutricio del liberalismo clásico. Disfrutaban, por lo demás, de largas temporadas en París y compartían con la aristocracia de allá los más reputados centros de aguas medicinales. Con el andar del siglo, la composición de los migrantes cubanos se modificó. En EE.UU. se cursaban carreras tan utilitarias como la ingeniería y se produjo la considerable concentración obrera en torno a la industria del tabaco. Al terminar la guerra de independencia, muchos regresaron, como señala Louis A. Pérez. Fueron portadores de nuevas costumbres que concedían mayor libertad a las mujeres.
Con la república neocolonial, la presencia norteamericana se acrecentó, favorecida por el Tratado de Reciprocidad, instrumento que afianza la dependencia. La Primera Guerra Mundial cortó brutalmente el vínculo con Europa. De ella procedía, según testimonio de Marcelo Pogolotti, lo más refinado. Los autos Isotta Fraschini frente al vulgar fotingo, las galletas inglesas para el té, lo mejor de los vinos de mesa y las imágenes de actrices de cine que excitaban la imaginación de los adolescentes. Lo norteamericano representaba el triunfo de lo práctico. Normas de higiene —WC incluido—, los vestidos en serie —el prêt-à-porter — para la mujer trabajadora. En este último caso, aquellas de menos recursos podían comprar patrones en el Tent Cent y armar ropitas con los retazos adquiridos en Muralla. Ya entonces los autos de lujo eran “cola de pato”. El Encanto vendía brassieres Maidenform, pero preservaba su Salón francés porque seguían radicando en París los modistos que orientaban el rumbo de la moda. Las corbatas y los zapatos más elegantes procedían de Italia y, en vísperas del triunfo de la Revolución, empezaron a aparecer boutiques con lencería procedente de los países nórdicos. En el Ten Cent se disfrutaba el frozen, aunque los restoranes de más alto precio ofrecían comida francesa.
Para entender nuestro proceso sociocultural en la república neocolonial, resulta imposible descartar dos inmigraciones significativas. Una de ellas, muy numerosa, procedía del Caribe, fuente de braceros que arraigaron en la Isla, donde construyeron enclaves marginados, conservadores de lenguas y hábitos. La otra vertiente, española, se vio favorecida por la obsesión, heredada del siglo anterior, por blanquear el censo de población. Cuba nunca guardó rencor a los peninsulares. Formaron poderosas asociaciones: el Centro Gallego, el Centro Asturiano, el Casino Español, los Naturales de Ortigueiras. Generalmente hombres solos, los emigrantes fundaban familias en el país. Todos disfrutaban las ventajas que les ofrecían sus organizaciones, desde cuidados médicos hasta festejos y playas. Se tocaba la gaita y la sidra era un componente asiduo de las reuniones familiares.
En un sutil y documentado estudio incluido en el volumen La intimidad de la historia, de Ediciones ICAIC, Monseñor Carlos Manuel de Céspedes analiza la crisis de la jerarquía católica al producirse la intervención norteamericana en Cuba. Por los acuerdos existentes entre el Vaticano y la monarquía, la institución eclesiástica estaba sujeta a un compromiso de lealtad con la metrópoli. Desconcertados ambos, los obispos de La Habana y Santiago tuvieron reacciones diversas. El alto prelado capitalino, con antecedentes de ásperas críticas a los insurgentes, procuraba modificar su posición. En cambio, el santiaguero escribía misivas desesperadas a la Santa Sede en solicitud de relevo. Tanta fue su desesperación que manifestó su disposición de entregar su alma a Dios en el momento del inevitable llamado, pero estaba renuente a verse recluido en un hospital para enfermos mentales. Las investigaciones de Louis A. Pérez revelan que, por aquel entonces, ya había presencia de las denominaciones reformadas en Cuba. De regreso al país, muchos migrados económicos, conversos al protestantismo, habían adquirido ciudadanía norteamericana. Contaban con la protección consular para el ejercicio de sus prácticas religiosas.
Durante la república neocolonial, la nueva acción misionera se centró en la educación. Los estudios se complementaban con el aprendizaje del inglés, lengua que adquirió importancia progresiva para un buen desempeño en el mundo del empleo. Muchas de aquellas escuelas adquirieron prestigio por la calidad de sus maestros y contaron con la ventaja imprevista de entrar en un medio en el cual las ideas librepensadoras se habían expandido notablemente por el influjo del positivismo y la desconfianza respecto a la iglesia católica españolizante, en un ámbito donde muchos se reconocían como agnósticos y librepensadores. Aunque su influencia en el terreno religioso fuera limitada, los protestantes transmitieron valores de la cultura norteamericana. Al no imponer las prácticas inherentes al culto, acogieron en su seno a creyentes y no creyentes, así como a hijos de familias hebreas.
Bienvenidas sean las obras elaboradas desde la honestidad intelectual, formuladas sobre la base de una rigurosa investigación. Louis A. Pérez consultó un enorme volumen de periódicos, de textos literarios y testimoniales. Mis reparos proceden del rechazo a los estereotipos y de mis vivencias personales. No dejo por ello de recomendar el acercamiento analítico a Ser cubano con la mirada puesta en nuestra contemporaneidad.
La mentalidad anexionista se enmascara tras nuevos modos de nombrar las cosas. Louis A. Pérez nos regala datos sustantivos para el desmontaje de los discursos e imágenes que intentan cercarnos. Un factor no desdeñable se manifiesta en la intencionada manera de solapar modernización y modernidad. La sacarocracia emergente nos llevó a contarnos entre los primeros en disponer de ferrocarril, telégrafo, teléfono, electricidad y, más tarde, en incorporar el uso extensivo de la radio y la televisión. Si la memoria no me falla, al iniciarse la república el monopolio ferrocarrilero era británico. Sus administradores, vecinos de la casa donde nació mi padre, terminaban las celebraciones etílicas entonando “for he is a jolly good fellow”. Pero se trata de un detalle secundario. En su rápido proceso de crecimiento, los Estados Unidos proyectaron universalmente la imagen de inventores, fabricantes y distribuidores de todo lo moderno. En Cuba contribuyeron notablemente a establecer la higiene necesaria para combatir las epidemias. Lo moderno se asocia, en cambio, a un referente filosófico, a una concepción del mundo, a la búsqueda de sentido de interconexión entre las cosas y a un sistema de valores. El auge de una posmodernidad que está pasando de moda fue su contraparte.
En el ámbito de lo cotidiano, los norteamericanos han propagado la noción del confort, nada desdeñable, puesto que no tenemos vocación de faquires. Así se propagan las expectativas de un buen vivir en un mundo en que el bienestar material señala el lindero que separa a triunfadores y perdedores. El estereotipo del ser norteamericano, proyectado en imágenes múltiples y seductoras que se identifica con los vencedores y soslaya a los delerictos de la humanidad que abundan en todas partes, aherrojados algunos a un trabajo agotador para acumular objetos y disfrutarlos en vísperas de su ingreso al home. No escribo una novela negra. Aspiro a subrayar la falacia de los estereotipos abstractos, negadores de tanta proclamada multiculturalidad y de la existencia de clases sociales.
El poder de seducción de las imágenes es inmenso. Pasamos del tecnicolor a la tercera dimensión, del telégrafo a Internet. El país en que vivimos ha sufrido penalidades en lo material, más palpables ahora, cuando el “poderoso caballero” empieza a abrir brechas. En un combate que involucra el pensar de la izquierda internacional, es imprescindible conocer las estrategias de seducción del poder hegemónico sin caer en la trampa de proponernos un modelo similar. Hay que mirar cara a cara la realidad y reconocer que todo ser humano crece en el diseño de expectativas de vida. En ellas, tal y como lo planteaba el programa del Moncada, se incluye la satisfacción de nuestras demandas de vivienda, vestir adecuado, entretenimiento, así como el acceso a las oportunidades del desarrollo y el cuidado de la salud. Las dificultades interpuestas en nuestro camino han impedido la plena satisfacción de esas exigencias. Por ellas, con la participación de todos, hay que seguir luchando.
La clave de nuestro triunfo está, dejando atrás retóricas gastadas, en construir nuestro proyecto de felicidad, incluyente, solidario, marcado por el hambre de lo espiritual, la del Cuentero de Onelio Jorge Cardoso. No llegaremos a ella por la imitación precaria y empobrecida de un consumismo cultural. Todo lo contrario. Lo haremos tocando con las manos la verdad tangible de lo que somos, rescatando y redescubriendo lo más hermoso que guardamos en lo profundo de nuestro ser múltiple.
(Tomado de la Jiribilla)"