En la final del último mundial de fútbol, Alemania ganó a Argentina con un único gol de Mario Götze, en el minuto 113, durante la prórroga. En la edición anterior, España se llevó el campeonato también en el tiempo extra, minuto 116, con gol de Iniesta. Así es el deporte. Vale ganar por la mínima y en las postrimerías del partido. Y después de un tiempo, todo queda en el olvido. Solo el campeón permanece para la posteridad.
La democracia liberal tiene reglas parecidas cuando se trata de resolver cualquier disputa electoral. Se vale ganar incluso por un voto. La matemática cuenta para dirimir un estrecho resultado. A lo largo de la historia, hubo muchas situaciones en las se que necesitó foto finish para proclamar al Presidente electo: en 1960, en Estados Unidos, Kennedy ganó por 49,7% - 49,6% a Nixon; en Francia, en 1974, Giscard d'Estaing venció por un margen de un 1,6% a Mitterrand; en Alemania, en el año 2002, la diferencia entre Schröder y Stoiber fue de unos escasos 6.000 votos. En definitiva, la diferencia sí que importa pero no es definitiva para elegir al Presidente de un país. Al final de cuentas, siempre ocurre lo mismo: gana uno y pierde el otro.
En estos últimos años, en América Latina, también han acontecido hechos muy parecidos. Sin embargo, dependiendo del signo político del ganador, los resultados se aceptan con más o menos tolerancia democrática. Lo último fue lo ocurrido en Ecuador: Lenin Moreno superó a Guillermo Lasso por más del 2%. Los perdedores cuestionaron los resultados sin ninguna evidencia. En el año 2013, en Venezuela, Maduro ganó a Capriles por un 1,5% y, nuevamente, los derrotados no quisieron aceptar el veredicto del electorado. Justo lo contrario sucedió en Argentina, cuando ganó Macri frente a Scioli, en segunda vuelta, por un ajustadísimo 2,8%. Nadie dudó de los resultados a pesar que los seguidores de Macri fueron preanunciando fraude durante toda la jornada electoral por si acaso acababan perdiendo. En Bolivia, en febrero de 2016, en el referendo sobre la repostulación de Evo Morales como Presidente, ganó el No por un exiguo 2,6%, y nadie apeló al fraude.
De una manera u otra, con dudas infundadas de fraude o no, lo que sí es cierto es que últimamente las elecciones se ganan por muy poco. A todos los casos citados previamente, hay que sumar el No a la Paz en Colombia (con una diferencia del 0,5%), o la victoria de Kuczynski en Perú contra Keiko Fujimori (por menos del 0,3%). Todo se decide por la mínima. Es por ello que hay que comenzar a acostumbrarse a vencer en el último minuto y a ser respetuoso con el resultado.
Lejos queda aquel ciclo de victorias por grandes goleadas; cuando Chávez vencía por 30 puntos de diferencia en Venezuela; igual que lo hacían los Kirchner en Argentina, Evo en Bolivia o Correa en Ecuador. Debemos pasar página de esos paseos triunfantes en los que no era ni siquiera necesario hacer campañas electorales. Estamos en un nuevo tiempo histórico que exige poner toda la carne en el asador para ganar elecciones. Cada detalle suma y cuenta para alcanzar ese voto que decanta la victoria para uno u otro lado.
En el campo progresista latinoamericano, hasta el momento, la oposición conservadora ha logrado vencer únicamente una vez de las últimas veinticinco citas electorales presidenciales. El porcentaje es aún muy bajo: solo el cuatro por ciento. No obstante, la brecha electoral es cada vez más estrecha entre fuerzas políticas antagónicas. Con el viento en contra en lo económico por la caída de los precios de los commodities, con la recesión económica mundial que no desaparece, con el desgaste típico luego de más de una década, y en algunos casos incluso con cambio de lideres como postulante presidencial, con todo ese nuevo escenario, entonces, es fundamental resignificar la disputa electoral. Es momento de repensar cómo profesionalizar la manera de hacer campañas electorales; es momento de no descuidar ningún detalle, ni la comunicación tradicional ni las redes sociales, ni la puesta en escena ni los discursos, ni mucho menos, el entusiasmo con el que se necesita explicar el futuro. El pasado, como tal, quedó atrás. Y si bien sirve para construir memoria, por ahora no ayuda a ganar ninguna batalla de las expectativas.
Perder por un voto significa demasiado en política. Y todo parece indicar que en los próximos años cada jornada electoral será de infarto. Ganar por la mínima se convierte en un objetivo no despreciable a lo que debemos apuntar para evitar que candidatos como Macri nos hagan retroceder tanto y en tan poco tiempo.