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General: Amalia Simoni, la compañera del héroe Ignacio Agramonte
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De: Ruben1919  (Mensaje original) Enviado: 12/05/2017 16:38

Amalia Simoni, la compañera del héroe (A propósito del 144 aniversario de la muerte de Ignacio Agramonte)

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Composición fotográfica que Amalia hizo realizar en el exilio hacia 1872. Fuente: Revista de la Arquidiócesis de La Habana.

Composición fotográfica que Amalia hizo realizar en el exilio hacia 1872. Fuente: Revista de la Arquidiócesis de La Habana.

…Toca una sonata,
hija,
antes que la noche acabe,
porque después nadie sabe
qué rumbo la muerte elija….

Sobrecoge pensar en Amalia ante la certeza de la muerte de su Ignacio. En el recuerdo agradecido a nuestros héroes, la memoria a sus madres y a sus parejas —a la familia en general— no debe faltar. El 11 de mayo de 1873 una de las más hermosas leyendas de amor de nuestra historia tuvo que enfrentarse al mayor de los imposibles, la muerte. Habían superado la inicial y breve oposición de Simoni; las separaciones del noviazgo mientras Agramonte culminaba sus estudios en La Habana y daba los primeros pasos en el ejercicio de su profesión; los peligros de la conspiración y la guerra y enfrentado con entereza los casi tres años transcurridos desde que Amalia y un grupo de sus familiares más cercanos fueron capturados por una columna enemiga en operaciones el 26 de mayo de 1870.

Esa mujer ejemplar —educada para brillar en salones y deslumbrar con su voz privilegiada—, mostró a partir de ese momento un valor aun más grande que el manifestado en los meses vividos en la manigua insurrecta. Imaginemos el momento en que los soldados colonialistas irrumpieron en su refugio precedidos por infausta fama de atropellos y desmanes o al general Ramón Fajardo escuchándola decir que primero se dejaría cortar la mano antes que escribir a su esposo que fuera traidor o cuando la turba arremolinada en las escaleras de la Casa de Gobierno —a donde fueron conducidas a su llegada a la ciudad—, intentó arrebatarle a su pequeño hijo de sus brazos mientras gritaban “¡Es un varón! ¡Matarle, matar al mambí!”.

Nueva York fue la primera ciudad de su exilio y el lugar donde nació Herminia, la hija que Ignacio nunca conoció. A mediados de 1872 la familia se trasladó a Mérida, Yucatán, en busca de un clima más favorable y un sitio más económico para la vida. Muchas cartas escritas por los amantes en esos meses nunca llegaron a las manos de sus destinatarios pero en las que sí lo hicieron ambos continuaron encontrando testimonios de un amor sin límites. Pero Amalia teme, vivió la guerra, sabe de sus riesgos y del valor temerario de su esposo y a pesar de que Ignacio le recomendó en una de sus cartas no creyese en las aseveraciones de los periódicos españoles, no por eso ella deja de leer la prensa, a pesar de que en ocasiones Simoni se esforzase en ocultársela tanto a ella como a su hermana en aras de, cuando menos, dilatar llegasen hasta ambas las malas noticias. Pudo hacerlo con la muerte de Eduardo que pudieron encubrir por meses a Matilde, pero con Amalia fue imposible.

La noticia la alcanzó en Mérida. Tal vez llegó en alguna carta o con los periódicos, tanto españoles como de la emigración, que se hicieron eco de la terrible noticia. De ese momento escribió Herminia: “Cuando supo su desgracia, que había muerto su ídolo, se enfermó de cuidado”. Pero se sobrepuso, no solo porque sus hijos y familia la necesitaban, sino porque en su dolor fue acompañada por amigos y compañeros de la guerra que le demostraron que la pérdida de Agramonte no era solo suya y este recuerdo agradecido la debió ayudar a restañar las heridas.

Ningún otro hombre entró en su vida. Herminia recordaba el momento de intimidad de madre e hija cuando le preguntó las razones de esa decisión. “Porque no se puede amar mas” fue la respuesta —concisa, única, eterna—. Ignacio estuvo en su corazón hasta el último minuto de su vida. Era el 22 de enero de 1918 y Amalia, tarde en la noche, pidió a su hija le tocara al piano algunas de las piezas que años atrás ella misma había interpretado para su amado. Cuando Herminia dejó de hacerlo, miró a su madre y pensó dormía….pero aquel era ya su sueño definitivo.

Hija,
toca una sonata
que suba a donde él se encuentre
y en su reciedumbre entre
como el trayecto escarlata de un proyectil.
Arrebata a la inmensidad burlona
su semblante que erosiona el agreste
recoveco
para ver si puede el eco regresarlo
a la casona.
[1]

—-

[1] Versos del poema de Ronel González Sánchez, “La noche en el maniguazo” de su libro Teoría del fulgor accesorio (Ed. Ácana, Camagüey, 2016, pp. 36-39)



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