Cuando Jean Paul Sartre visitó Cuba en 1960 escribió un pequeño y poco conocido libro titulado Huracán sobre el azúcar. En esa valiosa obra, el intelectual francés caracterizó la Revolución cubana como una revolución a contragolpe. Como los animales salvajes cuando se encuentran atrapados, la Revolución afilaba sus garras y enseñaba sus mejores colmillos de bestia acorralada ante cada zarpazo del adversario. Y no sólo eso. Con aquella metáfora, Sartre comprendió que la Revolución sólo pudo descubrir sus derroteros más luminosos bajo el fragor del fuego enemigo y que quizá sin éste último Fidel no sería Fidel. Pero Fidel es Fidel, y hoy sabemos que su terquedad es también la terquedad de sus sempiternos enemigos. Por eso el avance de la humanidad sólo puede construirse sobre el conflicto. La Revolución cubana nos enseña que la principal virtud en política es saber articular, sostener y reproducir la lucha y el antagonismo. En tiempos de consenso y de política electoral hegemónica, la Revolución cubana es expresión de la cima más elevada que puede alcanzar un conflicto social.
El gran huracán revolucionario cubano siempre estuvo habitado por otro de naturaleza diferente, pero igualmente ciclónico: el huracán Fidel. Bajo la ráfaga del huracán Fidel, la Revolución cubana atravesó por sus mejores pasajes, también por los más trágicos. Las voces se agolpan para elaborar rigurosos análisis que permitan vislumbrar una Cuba sin Fidel, un Fidel ausente en su isla. Sin embargo, desde hace años, el gobierno de Fidel era exclusivamente el de los asuntos simbólicos. Es en ese terreno donde pueden adivinarse algunas de las implicaciones de su fallecimiento.
Con Fidel desaparece una singular forma de ejercer y comprender la acción política. La irrupción violenta de las masas en el Estado es quizá la característica común de todas las revoluciones y la política como conexión afectiva y casi libidinal con esas masas encontró su mejor hacedor en Fidel. Las teorías que ubican al pueblo de Cuba como sujeto pasivo al servicio de la manipulación del caudillo no han comprendido nada, o casi nada. Fidel es Fidel también porque supo, mejor que nadie, transfigurarse en un instrumento al servicio de unas masas en plena ebullición revolucionaria. Su figura verde olivo y su voz quebrada son la representación corpórea de la catarsis colectiva de una sociedad en estado de rebeldía, desbordada de energía y pasión. Fue ese caudal imaginario el que permitió a la Revolución resistir y superar sus días más grises. La política de masas de la Revolución cubana marca el auge y el ocaso de los sujetos populares como actores centrales de las sociedades modernas. La palabra de Fidel conjugaba la gramática del asalto de las multitudes cubanas a los cielos del Caribe.
El fallecimiento de Fidel nos recuerda el ocaso de la vía armada como estrategia de acceso al gobierno de los movimientos sociales. La Revolución cubana nos demostró que, en determinadas condiciones que ya no serán, una guerrilla urbana y rural puede derrotar a un ejército profesional bien armado. El ejército rebelde cubano se construyó a partir del cemento duro de la moral y de las armas, demostrando que no hay bayonetas ni fuerza extranjera que apuntale un gobierno impopular y tiránico. La marcha de Fidel nos traslada a una época en la que los gobiernos populares enfrentaban la disyuntiva entre armar o desarmar al pueblo. Aquellas milicias cubanas evitan que, incluso en el siglo XXI, caigamos en la cándida tentación de olvidar que el poder, también, brota de la boca de los fusiles.
En un planeta pacificado bajo la disciplina mercantil, donde los mercados internacionales deponen presidentes y sojuzgan naciones, Fidel mostró que un pequeño país revolucionario del sur puede impactar y moldear el destino del mundo. La Revolución cubana se proyectó en América Latina; fue la única fuerza capaz de erigirse en contrapoder de la larga noche de terror y muerte por la que atravesó el continente durante décadas. Las grandes alamedas de la historia universal se abrirán para Fidel por haber logrado, junto a su pueblo, detener el avance bestial del imperio más poderoso que haya existido sobre el planeta. El movimiento social más importante del siglo XX, el movimiento de liberación nacional y anticolonial, no se comprende sin la descollante contribución de Cuba. La sangre de los revolucionarios cubanos abonó el sendero de libertad de varios países africanos y fue decisiva para sentenciar al régimen de oprobio del apartheid, cuyo final es un tributo a la humanidad. En el planeta de la dictadura de las finanzas, los cubanos son los únicos médicos que conocen miles de pobres, olvidados e invisibles. La partida de Fidel nos recuerda que, como decía Benedetti, el sur también existe.
Fidel y la Revolución cubana son expresión privilegiada de qué significa demoler el sistema capitalista en un país dependiente y subdesarrollado. Los revolucionarios cubanos entendieron mejor que nadie que las viejas estructuras opresivas del orden del capital sólo requieren el rastro de una molécula para reproducirse en la sociedad y restaurar su reinado. Que la resiliencia de los dueños del mundo para replegarse e integrar las fuerzas vivas de los movimientos sociales es ilimitada. Fidel y su revolución nos enseñan que, si no se cortocircuita de raíz el proceso de acumulación y reproducción del capital, hasta los revolucionarios más radicales terminarán trabajando como mayordomos de los poderosos. Hoy contamos con la certidumbre de que el capitalismo y el imperialismo, aún en el apogeo de su poder, son tigres de papel.
La desaparición de Fidel es el termidor simbólico de la política revolucionaria en nuestra época. Sin nostalgias hay que reconocer que en nuestro tiempo no veremos bajar de las montañas a un grupo de jóvenes idealistas dispuestos fundar el edén de los justos. El fallecimiento del barbudo es la cancelación imaginaria, acaso ya ocurrida materialmente décadas antes, de la insurrección de la utopía hecha política. Ya no veremos, en un solo episodio de fiesta revolucionaria, derrumbarse el viejo mundo bajo el empuje del nuevo. El fallecimiento de Fidel nos recuerda que en nuestra época no veremos, como en 1959, hervir la alegría y la pasión desbordada de un pueblo bajo el calor y la belleza de una revolución social. La muerte de Fidel viene, con aires de pasado, a formularnos una pregunta de futuro: ¿qué significa ser revolucionario hoy? Desde los portones de la historia, con mirada mordaz, la partida de Fidel nos interroga sobre nuestro lugar en el mundo como revolucionarios.
Fidel y la Revolución nos enseñaron que la política transformadora a veces no se parece ni al arte, ni a los ángeles, ni a la moral. Hoy sabemos que incluso las revoluciones más hermosas están cuajadas de carne y hueso, de obstáculos y contradicciones. Que la revolución es un ensayo y que las convulsiones sociales implican desgarros, crisis, sacrificios, sombras y oscuridades. Que las revoluciones no son una fiesta. Que el jacobinismo obstinado de los revolucionarios implica renunciar a desear la política como labor pura, inmaculada y transparente. Fidel nos muestra que la política transformadora implica mancharse el nombre, fabricarse enemigos, equivocar el sendero, cometer injusticias. Que transformar la sociedad es una osadía riesgosa y una aventura polémica. La figura de Fidel condensa en un segundo toda la belleza y toda la tragedia de cualquier revolución.
En el mundo gris de los tecnócratas, Fidel y la Revolución cubana nos enseñaron que en política a veces es más importante imaginar que gestionar. Cuba nos señala que la política puede parecerse a un experimento. Que para soñar con un mundo mejor y más justo es necesario imaginarlo, ensayarlo, experimentarlo, sembrarlo. Fidel nos demuestra que es imperativo inyectar de utopía nuestras prácticas políticas para dotarlas de sentido y horizonte. La Revolución cubana nos invitó a soñar, aunque sólo fuera durante un segundo de locura tropical, con abolir el dinero justo aquí y ahora. O más bien allí y entonces, justo bajo el precario cielo torrencial de un país subdesarrollado, bloqueado y hostigado. Fidel nos invitó a diseminar con raíces cubanas la revolución en el mundo. Hoy sabemos que incluso la naturaleza humana es un edificio social y cultural y que vale la pena no cejar en el empeño de construir el hombre nuevo. Fidel y la Revolución cubana nos mostraron cómo los anhelos de libertad y soberanía de un pequeño pueblo pueden sofocar el poder de Goliat. La Revolución cubana nos enseñó a no negociar con nuestros más hermosos, audaces y absurdos sueños de libertad y emancipación.
La Revolución cubana empujó y tensionó los límites del mundo y el cerco de lo posible, desdibujando las fronteras de lo imposible.
(Tomado de Juego de Manos Mazine)