«¿Qué siembran y qué cosechan estos fans de la ajena bandera estadounidense en Cuba?», se preguntaba recientemente el destacado intelectual Desiderio Navarro ante el triste espectáculo de ver ondear la insignia norteamericana en una ciudad cubana. Días después, en la celebración del Primero de Mayo, un individuo salía escurridizo de la muchedumbre, portando el pendón de las barras y las estrellas.
Estos hechos, junto a la denuncia oportuna y la reprobación pública, nos llevan a reflexionar sobre el pensamiento anexionista, un fenómeno nada nuevo que ha de velarse en toda su magnitud, porque aunque se manifieste a pequeña escala, implica un debate por la defensa de nuestra soberanía y nacionalidad.
Durante el siglo XIX, las ansias de políticos y gobernantes norteamericanos con el destino de Cuba giraron en torno a la teoría de la fruta madura. Según este postulado, al desgajarse de España, la Isla caería inexorablemente en las garras del país vecino, por leyes de gravitación política.
En carta al presidente Monroe, Thomas Jefferson escribía en 1823: «La verdad es que la agregación de Cuba a nuestra Unión es exactamente lo que se necesita para hacer que nuestro poder, como nación, alcance el mayor grado de interés». Años más tarde, en 1847, en un editorial de The New York Sun, el entonces presidente James K. Polk planteaba que «por su posición geográfica, por necesidad y derecho, Cuba pertenece a Estados Unidos, puede y debe ser nuestra».
Lamentablemente, aquella idea encontró aceptación y estímulo en ciertos grupos que representaban sectores elitistas dentro del territorio nacional, a los que les parecía la unión con el país del norte una oportunidad para acrecentar sus riquezas y preservar sus propiedades. Entre ellos se encontraban dueños de ingenios, hombres de negocios profesionales, literatos...
Temerosos de los aires violentos de revolución y ante el fracaso de varios intentos reformistas, estos sectores de la naciente burguesía veían en la anexión una posible solución al problema cubano, una vía para salir del despotismo y el brazo de hierro ensangrentado con que gobernaba España.
El anexionismo encontraba así seguidores en distintos sitios de la geografía nacional. Algunos representantes de esta corriente reunieron considerables sumas de dinero para facilitar los planes de Polk, quien le ofreció a España cien millones de dólares por la Isla (y no fue ese el único intento de compra). Madrid objetó la solicitud.
También fraguaron conspiraciones, entre ellas La Mina de la Rosa Cubana, dirigida por el venezolano Narciso López, quien luego de varias expediciones con el propósito de derrocar el poder español e invocar el abrazo protector estadounidense, resultó capturado y fusilado.
A la luz del siglo XXI debemos evitar una visión simplificadora del complejo escenario de aquellos años previos a la primera guerra de independencia. Hubo hombres de buena voluntad que, deslumbrados por los destellos de libertad y prosperidad que apreciaban en EE. UU., consideraban a esa nación como un paradigma en materia de derechos y pedían la unión cual si fuese conexión natural. La creían tan provechosa y útil como necesaria. «Cuba anexada adquiriría riquezas sólidas, sin escrúpulos, zozobras ni peligros», decía entonces Gaspar Betancourt Cisneros, «El Lugareño», uno de los principales impulsores de esa tendencia.
A esos criterios se opuso el patriota José Antonio Saco, quien no ocultaba sus simpatías por el sistema norteamericano, pero estaba convencido de que «la anexión, en último resultado, no sería anexión, sino absorción». Años más tarde, al radicalizar su pensamiento, El Lugareño también tendría razones para ver en la completa independencia de Cuba el objetivo fundamental de la Revolución.
Durante la Guerra de los Diez Años, el Gobierno de Estados Unidos no reconoció la beligerancia en el campo cubano. Tampoco lo hizo en la contienda del 95. Su estrategia era esperar el momento preciso de recoger la manzana y nunca renunció a la doctrina del Destino Manifiesto: América para los americanos.
El profundo pensamiento de José Martí, quien conoció al monstruo desde sus entrañas, despejó las dudas. «Cuba debería ser libre —de España y de los Estados Unidos». Y para impedir a tiempo que estos cayeran, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras, mucho hizo hasta el día de su muerte.
En carta a Gonzalo de Quesada, el Maestro alertó frente a los partidarios de la anexión: «Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: ni maldad más fría.(…) ¡Y hay cubanos, cubanos, que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses!».
Tal como lo avizorara Martí, con «la fruta madura» llegó la intervención yanqui en la guerra. La historia posterior la conocemos bien. Enmienda Platt. Entreguismo de los gobiernos de turno. Monopolios. Corrupción. Economía dependiente. Injerencia extrema. Dictaduras de Machado y de Batista. Y frente a ello, las voces de revolucionarios que desde Juan Gualberto Gómez hasta el joven Fidel Castro, denunciaron y enfrentaron con la palabra o las armas, tanta afrenta.
En nuestro tiempo, insuflados por los reaccionarios que pretenden todavía ver a Cuba como parte de la potencia imperial, de vez en vez asoman rezagos de la corriente anexionista. Sus defensores siguen siendo unos pocos, con iguales alardes disimulados de patriotismo. Y prefieren ondear la bandera de las barras y las estrellas, antes que reverenciar la propia. A ellos les sigue respondiendo el Apóstol: no hay maldad más fría