Por Luis Sexto
La noche en que Batista se fugó ni los borrachos andaban por las calles... El general, renunciando a la última bala, había elegido el último de sus aspavientos napoleónicos: un golpe de Estado contra sí mismo. Y desde la escalerilla del DC3 de Aerovías Q, una de sus empresas con base en el aeropuerto militar de Columbia, repetía a sus cómplices los detalles claves del libreto que pretendía conservar su memoria y su régimen de “hombre fuerte”. Después, la solitaria madrugada no sintió el ruido de aquella nave –y de dos más que la siguieron aventada de jerifaltes, lacayos y delincuentes uniformados- fuera de itinerario. Mientras, en sigilo, ciertos personajes discaban sus teléfonos avisándose unos a otros de que el Chief se había ido...
Todos sabíamos que la situación del país era la de un enfermo crítico que en las próximas 72 horas –plazo habitualmente médico- debía entrar en una crisis que decidiría su destino: vida o muerte.
La muerte tenía que ver también con que la gente no festejara en las calles el tránsito de un año a otro. Ese espacio de propósitos reformulados, esperanzas renovadas, promesas recalentadas en la probabilidad de un nuevo almanaque, era más íntimo, recoleto, familiar que nunca antes. En esos días, sobre todo en los últimos meses, los ciudadanos comunes podían convertirse en las víctimas trágicas de una equivocación, un error que nadie jamás resarciría ante un tribunal.
Mamá y abuela comenzaban a angustiarse cuando, hacia las 9 de la noche, papá no había llegado del trabajo o de la búsqueda de un sitio donde trabajar. Una tardanza, una ruptura de los usos cotidianos, a veces significaba la diferencia entre la vida o la muerte, la integridad o la mutilación.
Esa madrugada, tal vez algunos automóviles, cola’epatos de hijitos de Miramar, rodaban desalados por el Malecón. Quizás aún en el Casino del Hotel Nacional, o en el cabaret del Capri, turistas, gángsteres norteamericanos y profesionales de la nocturnidad inauguraban ese jueves a 1959. Unas horas más tarde, abierta ya la mañana, el año comenzaba como casi todos deseaban, pero como nadie podía imaginar. Ni nadie podrá imaginar jamás: aquel fue un día único, irrepetible.
De súbito, la noticia partió de la voz inquieta, alterada, de una emisora que se distinguía por su sobriedad. Radio Reloj tocó a la puerta de uno, dos, cien, mil hogares atrancados por el terror, o la cautela, o el apoyo militante a la insurrección que había pedido silencio en las navidades y el fin de año. La nota confirmaba lo que se escuchaba entre silencios:¡Batista se fue! ¡Se fue Batista! Y la felicitación tradicional de ese primer día trastornó sus letras. Fidelidades, decía una vecina. Fidelidades, respondía el otro.
Allí, frente a la Decimocuarta estación de la policía, en Arroyo Apolo, delante de un gentío enfervorizado y ante una decena de policías boquiabiertos -que al parecer vestían uniformes sin manchas de sangre-, un mulato muy joven del barrio subió a un poste del tenido eléctrico, en las avenidas de 10 de Octubre y María Auxiliadora, y puso a flotar los colores rojo y negro del Movimiento. Las bodegas y los bares que habían abierto tímidamente, comenzaron a cerrar, y las amas de casa y los adolescentes, ese día sin escuelas, se arracimaron en la trastienda para avituallarse de luz brillante o kerosene, alcohol, conservas. Los ómnibus alargaron su frecuencia. Empezaba la huelga.
Temprano, TeleMundo y el canal 12 iniciaron unas insólitas trasmisiones revolucionarias que orientaban, en cada planta, Carlos Lechuga y Lisandro Otero. La CMQ, la emisora de radio y televisión más influyente, también estaba tomada. El capitán de milicias González Lanuza, atrincherado en el edificio de 23 y M, se preparaba para frustrar la amenaza del general Cantillo de desalojarlo por la fuerza. Los golpistas y los batistianos de segunda fase necesitaban los medios de comunicación. Pero ya los habían perdido.
Hacia la media mañana, la radio rebelde difundía la voz de Fidel desde Palma Soriano, en la región oriental.¡Revolución, sí; golpe Militar, no!
La gente iba hacia el centro de la ciudad habitada de pronto por las consignas, la cólera, el júbilo. Combatientes clandestinos del Movimiento 26 de Julio irrumpían en las calles armados de revólveres, escopetas de caza, y luego de armas automáticas. En la Manzana de Gómez, un grupo de los llamados Tigres de Masferrer –periodista, senador, pistolero- intentaba defenderse de la justicia. La multitud, enardecida, operaba como un valladar frente al golpe de Estado concebido, como decía Fidel en su alocución, para arrebatarle la victoria al pueblo. Los signos e instrumentos de la opresión caían. Los dedos de los manifestantes señalaban a delatores. Las manos destruían los parquímetros que, como metálicos ladrones, exigían en cada espacio libre que los conductores depositaran una moneda para estacionar su automóvil; despedazaban también las máquinas traganíqueles de las casas de juego.
Mis tíos, desempleados desde hacía varios meses, llegaron a casa con los bolsillos inflados de piezas de cinco y 20 centavos.Antes habían pasado por la calle Zapata. Un gentío que pretendía subir las faldas del Castillo del Príncipe, reclamaba la libertad de los presos políticos. ¡Muera Batista! ¡Viva la libertad!Aferrado a un enmohecido concepto de la disciplina militar, el coronel Pérez Clausell, supervisor del penal, sudaba de modo que la camisa amarilla del llamado ejército constitucional se tornaba oscura. Le temía a la muchedumbre apostada allí desde el amanecer. Pero no cedía, aunque tampoco ordenaba disparar.
A las 10 de la mañana, llegó la orden del tribunal de urgencia de liberar a los reclusos por causas políticas. Sin embargo, el jefe se negaba a liberar a todos los condenados políticos. Al mediodía, un custodio, conminado por un preso, rompió a cabillazos la reja principal de la prisión, y luego los golpes retorcieron otra, y otra... ¡Libertad, libertad! El aluvión era incontenible. Presos políticos y familiares, combatientes y presos políticos, se abrazaban, se saludaban. Apenas se oían entre sí.
En el patio, los uniformes de los reclusos ardían en hogueras donde también se quemaba una época de dolor y vergüenza. Mientras, en su despacho, Pérez Clausell esperaba a que fueran las 3 de la tarde para suicidarse... Eso, al menos, dijo a los periodistas.
Los muchachos habíamos estado todo el día en la calle. La voz, agrietada por los gritos; las piernas, flojas por la carreras. Algunos cosimos pedazos de tela roja y negra y nos los atamos al brazo izquierdo. Al atardecer, ya las milicias del 26 de Julio habían tomado la 14. Con su diseño de castillo feudal, tal vez para hacer más imponente y grosero las formas del poder, aquel recinto policial nos parecía inaccesible, misterioso; nos asustaba y a la vez nos azuzaba el deseo de entrar, pero sin que el miedo nos causara un vacío en la barriga. Me decidí. En la puerta, un miliciano, con un Springfield colgado sobre uno de sus hombros, me detuvo levemente. Le enseñé mi brazalete con los colores del Movimiento, y él miró hacia dentro. Una voz le respondió:
-Déjalo pasar; ese es de los nuestros.