Luis Sexto
Nuevos datos sobre la descuartizada de la calle de Monte, en La Habana
1939
Ocho de marzo. El horror rodeaba a aquel muslo sin pierna, ni tronco, ni cabeza, y sin su par derecho. La pieza, que un transeúnte halló casualmente envuelta en un saco de yute dentro de una alcantarilla, yacía descubierta sobre el pavimento de una calle del barrio periférico de Buenavista, en Marianao, ciudad satélite de La Habana. Desde el semicírculo donde la policía los había confinado, los espectadores trataban de imaginar la forma y el rostro del cuerpo al que le desprendieron ese muslo ahora tumefacto, con manchas sanguinolentas. Parejamente se condensaban en la solemnidad del ambiente ciertos impulsos de compasión hacia la persona descuartizada, o trucidada, pues aún era muy prematuro determinar si la víctima había sido troceada antes o después de morir. En aquella zona todavía se espaciaban espacios para el misterio y la impunidad, y para que una imaginación impresionable decidiera convertir el descampado en un cruce de terrores y de sacudimientos involuntarios.
Ante el estupor, los comentarios y las preguntas del público allí aglomerado, el oficial investigador mantenía las manos empalmadas a la cintura, y los brazos, formando un triángulo, simulaban las asas de un ánfora. Miró el corte fino, sutil, como trazado con bisturí de cirujano o cuchillo hábil de carnicero. Enseguida, calculando con los ojos la sutil curva de la evidencia, supo que perteneció a una mujer. Saberlo facilitaría elucubrar probables móviles del hecho, porque el detective sabía que la muerte con desmembramiento posterior al deceso indica, más que crueldad, una intención de ocultar el crimen, de estorbar la identidad de la víctima y por tanto del ejecutor, que ha matado presumiblemente en un envión de cólera atizada por los celos.
El oficial se acuclilló. Observaba. Ante un cadáver completo la memoria del policía, como una reacción intuitiva, repasaría decenas de rostros que giran como piezas de un rompecabezas y que aguardan dónde engarzarse. Ahora el rompecabezas era real: este muslo es su primera pieza. Pronto descansará sobre una mesa metálica en una nevera mientras el gabinete nacional de identificación esperará por la próxima pieza. El investigador Rodolfo Ortiz estará atento. ¿Hasta cuándo? Tal vez, pronto; quizás demore. Todo dependerá de qué persiga el descuartizador y de hasta dónde sus actos sean cálculos inteligentes o respondan a la ansiedad del miedo. Los periodistas anotan mientras los fotógrafos desatan los relámpagos de sus cámaras. El policía ordena el traslado de aquel despojo y se despide de la prensa.
En los días siguientes aparecieron como en episodios resto de las extremidades, y el torso. Sobre la mesa metálica, una forma humana mostraba sus partes inflamadas. Ante el cuerpo incompleto, las preguntas surgían espontáneamente. ¿Quién es? ¿Por qué esa muerte? ¿Cuándo sabremos la verdad? ¿Será un asesino en serie? Y detrás la conminación de los periodistas. La opinión pública exige una explicación.
-Señores, en carnavales quién reconoce un rostro detrás de su máscara. La occisa lleva la máscara de la incógnita; le falta la cara…
Ocho meses más tarde, apareció la cabeza sin carnes, en una letrina doméstica del Surgidero de Batabanó, litoral sureño de la provincia de La Habana, donde más tarde se sabría que habitaba un pariente del presunto criminal. Con la calavera, podrá comprenderse que el mercurio morboso de la curiosidad pública ascendió unos números más. Y lo que parecía hallazgo macabro y componía un elemento a favor de extender el suspenso, resultó propicio para los forenses, porque los doctores Jorge Castroverde y Carlos Criner García establecieron la identidad de la descuartizada mediante el estudio de sus arcos dentales y el análisis del trabajo previo en la boca de la mujer por un dentista, cuyo nombre no ha trascendido. De acuerdo con el doctor Castroverde, el expediente de Celia Margarita Mena inaugura la estomatología legal en Cuba.
Determinado el nombre de la víctima, apareció el primer y único sospechoso: René Hidalgo Ramos, el amante. Ambos residían en el edificio Larrea, calle de Monte número 969, entre Pila y Matadero, en la habitación marcada con la letra D, en la azotea. Los alcanzaba el ruido y el olor de fruta y vegetales podridos del Mercado Único, en Cuatro Caminos, una de las encrucijadas principales de La Habana, antiguo sitio de manglares, caseríos de ex esclavos, y todavía ámbito de putas desahuciadas que proponían dos platos por un peso, y aun menos dinero, y de arteras puñaladas, y tiros imprevistos que ajustaban cuenta en la sien de cualquier ex presidario en alguna ciudadela cercanas a esas cuatro esquinas donde confluía el tráfico motorizado desde barrios sitos en el sur, o el sureste, o el suroeste de la capital.
Los vecinos de la pareja pudieron haber hecho verosímil esta historia, tal como la presentó la prensa en los diversos momentos en que desgarró la mortaja de papel que la envuelve.
Vecino Uno: Ana Margarita estaba obsesionada por los productos Mac Factor; se conocieron en una academia de baile; sí, en Marte y Belona; era del campo, de Guantánamo, pero suelta, presumida…
Vecino Dos: Claro, no nos consta que engañara al hombre.
Vecino Tres: Pero la mató por celos. Una tarde, no encontró en el cuarto a Celia Margarita y la buscó en un apartamiento vecino. Se encerraron, y de inmediato oímos una de las habituales peleas de la pareja. Dicen, que yo no lo oí, que en medio del escándalo ella exigía dinero para comprar sus cosméticos…
Vecino Cuatro: Como Celia Margarita no sabía escribir, Hidalgo era quien habitualmente escribía a los familiares de la mujer, y por eso pudo engañarlos dándole noticias falsas de su amante.
Vecino Cinco: El asesino compró el papel y la cabuya para envolver los pedazos de la muerta, en la ferretería García del Río, frente al edificio Larrea.
Esos datos empezaron a construir la historia criminal de René Hidalgo Ramos, hasta definirlo hasta hoy como uno de esos lombrosianos ejemplares de sangre fría, cruel, inexorable. Los periodistas coincidieron en describir el acto y la escena con la certeza propia de los testigos. Ciego por los celos, según la frase ritual en los crímenes pasionales, golpeó a la mujer; la víctima se tambaleó y al caer se fracturó la base del cráneo. Pretendió reanimarla. Fue inútil. Supuso que estaba muerta. El miedo lo ofuscó y decidió hacer desaparecer el cadáver. Arrastró a Celia Margarita hasta el baño, la desnudó y la metió en la bañera. Con una navaja de rasurar le trazó un corte profundo en la parte superior de la rodilla. La mujer se quejó del dolor. Y al saber que estaba viva, la degolló.
1940
El 3 de febrero. Los voceadores del periódico El Mundo intentan avivar el interés de los transeúntes gritando el titular básico de la primera plana: ¡Vaya, vaya, miren por qué la mató! Ávidos, los lectores se encontraban con este titular: “Parece que fueron los celos el móvil del crimen de Hidalgo”. Una foto de reportero Fernando Lezcano presentaba al presunto criminal, al Jefe de la policía, al Jefe del 5to. Distrito Militar, y al fiscal José Manuel Fuentes.
El sospechoso desde el momento de su detención, y conectado a los cables del detector de mentiras -usado por primera en Cuba-, guardó el fondo de su historia, admitió su culpabilidad y describió las circunstancias en que murió Celia Margarita la noche del 2 de marzo de 1939. Sin embargo, las 38 pruebas con el detector no arrojaron datos confiables.
-La maté sin querer-dijo también.
Años después, encanecido y encorvado a sus 40 años, Hidalgo confesó como en una confidencia: Yo no maté a Celia Margarita Mena. El porqué no lo declaró así, tan rotundamente, durante el proceso penal y en cambio aceptó su condena resignadamente, es todavía un secreto o una verdad sólo sugerida. Podría pensarse que actuó como un criminal arrepentido, y que en lo más secreto de sí mismo vivió para exculparse mediante el castigo. Haberse preguntado el porqué de tal proceder, de tanto interés por parecer culpable hubiera sido un punto de partida, una clave para sospechar que las apariencias podrían estar encubriendo la verdad…
Durante más de trece años de reclusión no se defendió. Y lo más que alcanzó a decir, dentro de su paciente y callada estancia en el presidio, como un monje desasido de cualquier ilusión mundana, fue una frase con la que reconocía que los pueblos eran muy injustos, porque aun después de condenado se persigue al preso, se le niegan sus derechos y se le entierra en vida. Fue, quizás, un instante en que traqueó el granito bajo el cual protegía aquella tozuda forma de vivir en el silencio.
1954
El detective Rodolfo Ortiz conservaba sospechas sobre la verdadera culpabilidad de René Hidalgo Ramos. Después de aquel crimen en cuya investigación Ortiz participó con el doctor Israel Castellanos, director general del Gabinete Nacional de Investigaciones, más de una vez se había preguntado por qué el presunto asesino había actuado de manera tan opuesta a la lógica del culpable, que suele intentar protegerse. A Ortiz le reconocían inteligencia y sagacidad. Y tanto era su crédito policial que seis años después del escandaloso proceso de la descuartizada revaluó su pericia presentando la ponencia Medios represivos del crimen en uno de los primeros encuentros latinoamericanos de criminología (1). Sin embargo, no pudo penetrar en los móviles secretos del aparente culpable tan empeñado en no actuar como suele indicar la psicología del delincuente.
Ahora, en 1954, Ortiz explicita sus dudas. No había olvidado los detalles de un caso tan difundido y recargado por los periódicos, la radio y las cintas cinematográficas de Manolo Alonso (2) en La Noticia del día, y luego legitimado por los tribunales. A una pregunta de un reportero de la revista Bohemia, respondió precisando las características criminales del caso y la incapacidad de los jueces para tenerlas en cuenta.
Oigamos a Ortiz; pero con la atención que en aquellos días no tuvo…
“René Hidalgo Ramos fue juzgado prematuramente por la opinión pública, ya que sin estar identificado como autor del hecho se concibió un personaje repulsivo, de instintos sádicos, perversos y carente de sentimientos humanos. La opinión pública sancionó colectivamente al autor del hecho sin analizar las circunstancias que habían concurrido en el suceso, ni los antecedentes personales que necesariamente debían de tenerse en cuenta, para hacer un juicio sobre la personalidad criminal de mayor o menor peligrosidad de René Hidalgo”.
Preguntemos, como tal vez le preguntó el periodista: ¿No valora usted el acto tan primitivo de descuartizarla?
“El hecho de desmembrar el cadáver de la víctima con el aparente propósito de ocultar su ulterior identificación y transportarlo desde la casa habitada por numerosos vecinos, no refleja la personalidad criminal depravada y repulsiva del sujeto. Cualquier persona, sin distinción de clase social, gozando de buen concepto público, en un caso similar bien por accidente o por acción dolosa, sin la intención de ocasionar la muerte de un semejante, puede intentar, a posteriori, encubrir u ocultar el delito por ese medio u otros, de acuerdo con el estado psíquico alterado del individuo. Antes del crimen, Hidalgo Ramos tenía prestigio de hombre afable, respetuoso, sin manifestaciones violentas…”.
Tras un silencio en que el policía espero una pregunta, un reparo del reportero de Bohemia, añadió:
“Hidalgo no pensó en la coartada, pues de haberlo hecho hubiera trasladado el cuerpo de Celia Margarita Mena a la casa de socorros más próxima, quedando su versión única como relativa a un accidente, sin otras pruebas en contrario, que a mi entender serían de muy difícil obtención”.
0000
Uno de los pocos periodistas que no sucumbieron al escándalo aventado tras el hallazgo sucesivo del cadáver descuartizado de Celia Margarita Mena, aparecía en el directorio periodístico como Manuel de Jesús Hernández González, nacido en Cienfuegos, 1901. Treinta años más tarde, integró allí la plantilla del periódico El Comercio. Fue corresponsal de El Mundo. Y en 1943 recibió certificado de aptitud profesional de la escuela Manuel Márquez Sterling. Ahora, en 1954, sentado a su máquina, concibió esta declaración para un reportero de Bohemia:
“El proceso fue largo y hasta escribí un folleto, donde hacía resaltar los juicios más notables de hombres de leyes, de ciencia e investigadores policíacos. El caso puede resumirse en pocas palabras. René, Celia Margarita y posiblemente dos personas más, estaban en una fiesta íntima en la casa de apartamentos de la calzada de Monte. Celia, bajo los efectos de drogas narcóticas -según la prueba científica de las vísceras, tenía en su organismo sales de cocaína- sufrió en el baño un accidente y murió a consecuencia de un golpe. Los asistentes sufrieron un espantoso pánico. Uno de los amigos de Hidalgo no quiso dejarlo solo y ambos trucidaron el cadáver.
“Cuando se hizo público unos opinaban que era un homicidio; otros, un asesinato, y se fueron ensañando con el ex policía, hasta que llegó al banquillo de los acusados. La Audiencia lo condenó por asesinato –con tesis equivalente a 26 años de presidio. Se presentó recurso ante el Supremo y este máximo organismo judicial calificó el delito por homicidio, pero mantuvo la misma pena, cosa que hizo promover otra vez comentarios de los juristas más distinguidos de la época. René Hidalgo ha sido condenado por dos delitos distintos a la misma pena, de una base que desde su inicio resultaba contraproducente.
“Soy periodista y el periodista debe ceñirse a los hechos probados, y contra René Hidalgo el único delito probado fue repartir los paquetes de una mujer trucidada cuando ya estaba muerta. Una infracción justificada, nunca un asesinato”.
0000
En esos días de 1954, luego de tantos años de encierro, René Hidalgo, el presunto descuartizador, podía aspirar al perdón presidencial tras haber cumplido la mitad de su condena. Pero la prensa recurría a su caja de hipérboles, tensaba su furia y añadía nuevas fórmulas descriptivas que parecían renovar el listado de monstruosidades, tan lozanas en su capacidad de conmover como en aquellas jornadas de 1939.
¿Cómo los periodistas lograron conocer tantos detalles de la muerte de Celia Margarita Mena, sin que hubiese espacio para sospechar que cada uno de sus elementos se montaba sobre una armadura de truculencias? ¿Por confesión del propio Hidalgo? ¿Por una investigación desprejuiciada? La instrucción de Ortiz, ya vimos, no fue atendida por los tribunales.
Enrique Fernández Parajón, jefe entonces de la policía secreta, confirmó, también en 1954, la índole mansa, juiciosa del condenado. Siendo muy jóvenes, ambos estudiaron en los Estados Unidos. “Allí lo apodaban El Patato. Su conducta en el colegio fue ejemplar. No recuerdo ninguna bronca suya. Era un muchacho normal y estimo que de recobrar la libertad será un buen ciudadano. Tuvo una gran educación y pertenece a una familia honrada”.
Al mismo tiempo, el doctor Waldo Medina lo definió como el “recluso modelo, hombre superior, recluso excepcional, no lastimado en su dignidad por la prisión”. El poeta José Lezama Lima, que había ejercido como funcionario en la cárcel de La Habana, y que evaluaba a Hidalgo “por su conducta uniformemente buena, como el preso número uno”. Manuel Rojas Figueroa, trabajador durante 17 años en el presidio de Isla de Pinos, lo recordó como “hombre culto que en la cárcel se superó más. Por si fuera poco, se hizo delineante en el departamento de ingeniería”. Como recurso definitivo, quienes proponían el perdón presidencial se apoyaban en una especie de axioma: “Más de trece años de prisión son suficientes para desenmascarar a un simulador”.
Ante estos argumentos, habrá que cambiar las preguntas para empezar a redimir la memoria de este hombre cuya tumba se oscurece con una fama criminal que parece ser injusta. Y mientras los archivos cubanos conserven los periódicos y revistas de 1939 en lo adelante, ofrecerán a periodistas y narradores páginas, notas y reportajes que seguirán mayoritariamente repitiendo cuanto entonces se publicó sobre este expediente criminal aparentemente tan nutrido por el enigma.
Si Hidalgo era una persona culta, inteligente, sin tendencia a la violencia, incluso con experiencia policial, por qué actuó de modo que al final, como en retrospectiva, el descuartizamiento y el escamoteo del cadáver de Celia Margarita lo buscarían a él, amante de la mujer. ¿O es que el homicidio resultó accidental y el desmembramiento encubridor de la víctima fue obra de un personaje nunca incluido en la causa: cómplice o allegado experto?
Invoquemos nuevamente al doctor Waldo Medina, cuya conducta lo recomendaba como inmune al soborno u otras flaquezas. Baste contar cómo a inicios de su faena judicial como juez de Corralillo, el mandamás de esa región villareña, viendo que a ese “juececito” no se le podía amarrar como un perro o un cerdo, ordenó eliminarlo. Lo balearon y lo dejaron como un guayo, o un queso gruyere, aunque sobrevivió. En la década de los 1950, empezó a ser reconocido como “juez del pueblo”. En el caso de René Hidalgo, el doctor Medina se puso a favor del condenado y fue uno de los defensores del indulto. Su cercanía del presidio como juez de Nueva Gerona, lo ubicó en una posición apropiada para conquistar la confianza del recluso y valorarlo. En 1952, Hidalgo se casó en la prisión con una mujer de Pinar del Río. Años después del indulto, el ex juez y colaborador de Bohemia y El Mundo, le confesó al autor de este reportaje, que había sido el padrino de la boda de la hija de Hidalgo. Esa familiaridad vale por una absolución.
El 19 de diciembre de 1948, el doctor medina publicó en Bohemia un extenso artículo titulado “Tumbas sin nombres”. Y menciona a Hidalgo y la hoja clínica que le había cerrado una prensa ansiosa de episodios truculentos. El doctor Medina admite que Hidalgo mató a su amante sin propósito de hacerlo y que la causa de la muerte podría haber sido “un puñetazo que desencadenó la epilepsia que la mujer padecía (…) o fea práctica maltusiana fallida en manos de un médico muy amigo (¿quién sabe?)”.
¿Por qué sugirió la posibilidad de un aborto que terminó con la muerte de la mujer? ¿Qué sabía? Algo conocía de la historia que René Hidalgo, contra toda lógica, pretendía callar, y por ello el juez solo hacía asomar un ápice de la presunción que podría insinuar la verdad probable. Más de 20 años después, Waldo Medina me reveló que, en efecto, René Hidalgo quiso proteger el crédito de un amigo médico. Y el investigador puede deducir que aunque el aborto era legal desde 1936, es presumible que el especialista lo hubiera practicado en el apartamiento del edificio Larrea y ello, al saberse, habría dañado por lo mínimo el prestigio del médico o tal vez hubiera incurrido en responsabilidad penal.
Desde esa perspectiva, el descuartizamiento resalta como un modo de escamotear el cadáver para ocultar el aborto fatídico. ¿No habló acaso el periodista Manuel de Jesús Hernández González de que en el análisis de las vísceras de Celia Margarita Mena, los forenses habían encontrado rastros de sales de cocaína? Y este alcaloide, más que sugerir una adicción en la mujer –que hubiera servido a Hidalgo para justificar una caída y un golpe mortal de haber sido cierta esa versión-, ¿no pudo ser utilizado como anestésico para realizar la intervención quirúrgica? Según criterios médicos, era entonces un anestésico, antes de que el opio lo sustituyera. ¿No encaja también en la hipótesis del aborto, el amigo que, en la historia del reportero Hernández González, se queda con Hidalgo para ayudarlo a desmembrar el cadáver? ¿No pudo ser el médico?
Las autoridades y la prensa repararon en que los cortes perfectos de la trucidada correspondían a un sujeto familiarizado con las habilidades de los cirujanos. Décadas después del suceso, Ignacio Cárdenas Acuña, novelista policial, autor de Enigma para un domingo, contó durante una edición de la Semana Negra de Gijón, en España, que él, en edad juvenil, presenció casualmente el hallazgo del tronco de Celia Margarita. “Por la forma en que estaba seccionado el cuerpo” se supo que el criminal poseía conocimientos de cirugía, dijo. Pero René Hidalgo no era carnicero, que saben manejar hachuela y cuchillo, ni había estudiado medicina o veterinaria. En el archivo central de la Universidad de La Habana su nombre no figura como matriculado alguna vez en esa casa de estudios. Y en los Estados Unidos, según Fernández Parajón, ambos estudiaron en un colegio, no en una universidad.
Antes de su muerte en 1986, Waldo Medina me reveló que aquella suposición de 1948, era la verdad que Hidalgo ocultaba asumiendo el presidió de manera tan abnegada y silenciosa para salvaguardar a un amigo. Pero las palabras del ex juez son solo verdad para mí. Fui el único que las oyó ese día. Si los lectores dudaran de mi testimonio, dejo, en cambio, las preguntas y los argumentos desarrollados en este reportaje: todavía están aptos para cuestionar la crónica de monstruosa perversidad engendrada por una prensa irresponsable, simple mal negocio en un país donde, en 1940, según la revista Cine-Gráfico, nadie podía esperar que “las noticias que originen verdaderos estremecimientos de curiosidad en los espectadores, se sucedan ininterrumpidamente” (3). Es decir, no abundaban. Y ente esa carencia de interés en los periódicos, las noticias tenían que inventarse. O adulterarse.
2015
Ciertas madrugadas en la calle de Puerta Cerrada, número 64, altos, en el barrio de Jesús María se oían gritos de Yo no la maté, no la maté. Luego la voz cuarteada del hombre callaba, y a la mañana este salía hacia la bodega con paso lento, como arrastrando los pies, caída la cabeza blanca.
El cronista anduvo por aquel tramo de casas antiquísimas, algunas derruidas, cuya data se concentra en el siglo XIX y primeros años del XX. Ya el piso alto del número 64 se había derrumbado. Preguntó a la vecina de enfrente, en el número 65; mujer anciana, viuda del doctor Rigoberto Huesa, médico. Repitió varias veces que ella no se acordaba de ese señor. Quizás no lo había conocido, porque no pudo asegurar que vivió en los altos de enfrente.
Sin embargo, el viejo Felipe Fidalgo confiesa que lo vio varias veces. Era de mediana estatura, de físico trabado; pelo trigueño abundante, más bien lacio. Lo conoció sobre 1964. La calle estrecha encima unas a otras a las casas de ambas aceras, difundiendo sin recato, sobre todo desde lo alto, ruidos y voces. Un día lo oyó cantar, y le preguntó al doctor Huesa: Quién es esa persona que canta. Y el doctor le dijo que ni el mismo sabe lo que canta: está desquiciado. Fidalgo se acordó que se decía entonces que había trabajado en la funeraria Mauline, en 10 de Octubre y María Auxiliadora, cerca de la que fue hasta 1959 la decimocuarta estación de policía, en Arroyo Apolo, y casi frente a la calle Arnao en cuya esquina con 10 de Octubre se mezclaba en una sucesión sin intermedios, uno de los más célebres batidos de La Habana, en una destartalada cafetería llamada “Los guajiros. Cerca, una parada de la ruta 4, de frecuencia entonces casi minutera, le suministraba clientes al batido de mamey o de fruta bomba.
En la funeraria -fundada en 1958-, le informaron al cronista que nunca habían oído hablar de René Hidalgo. Ni los más antiguos lo recordaban, algunos de los cuales laboraron hasta hacía poco, porque comenzaron con 17 ó 18 años. Pudo trabajar allí. Pero no les habría dicho a sus compañeros de trabajo quién era, o de qué se le había acusado y condenado. Con esa fama a nadie hubiera contado su historia.
En 1992, René Hidalgo Ramos falleció. En silencio discurrió su deceso.