Confieso que no fue fácil acercarme hasta el borde de aquel precipicio en los
acantilados de una famosa zona balnearia. Pero mi abuelo quería esa fotografía,
y era imposible decirle que no…
La diferencia de altura entre el sitio en donde estábamos parados y la dorada
arena de la playa (ubicada a casi 50 metros más abajo), producía en mí esa
molesta sensación de miedo e inseguridad que nuestro idioma define con
la palabra “vértigo”.
Durante nuestro paso por esta vida hallamos situaciones que bien podríamos
describir como la acción de caminar al borde del precipicio. Me refiero en
particular a aquellos momentos en los que somos embargados por el vértigo,
ese que paraliza nuestro espíritu y nos impele a retroceder.
Por ejemplo, cuando uno se da cuenta de que para alcanzar una vida plena
se deben abandonar las actitudes negativas y adoptar hábitos saludables,
un hormigueo en el estómago será la experiencia inmediata debido a la
proximidad del barranco de lo nuevo, de lo desconocido.
En paralelo, el momento en el comprendemos que el camino al éxito implica
esfuerzo, renunciamientos y sacrificios, que probablemente enfrentemos
los celos, la envidia y los deseos de abandonarlo todo, experimentaremos
el temor que implica ascender entre los despeñaderos de la vida.
Y así podríamos seguir, metaforizando las vivencias y los retos que encontramos
en el camino de nuestra existencia.
Es curioso, pero las personas que conozco que han alcanzado sus objetivos
dan cuenta de las experiencias traumáticas que han experimentado.
Cada una de ellas dirá, de una manera o de otra, que aquel proceso su mayor
desafío ha sido salir de su zona de comodidad, vencer el vértigo y aventurarse
hacia lo mejor.