El domingo a la madrugada falleció nuestro madre, Lizzi (Alicia en castellano). En el certificado de defunción pidieron precisiones: tenía 103 años, tres meses y dos días. Nuestro querido amigo, el rabino Dany Goldman, me preguntó ¿tuvo una buena vida? Es una pregunta apabullante, que me dejó paralizado. Mientras escribo estas líneas pienso en una respuesta no sólo individual, sino colectiva.

Mi mamá fue parte de la generación que estudió en el colegio primario y secundario de Austria de los años 20 y 30, en un ambiente sofocante de antisemitismo. Todas las mañanas, mientras el 90 por ciento de los chicos cumplían con la obligación de rezar a la entrada del colegio, los chicos judíos debían esperar afuera. Había clases diarias de religión, pero los chicos judíos estaban excluidos. El proceso antisemita llegó al paroxismo el 12 de marzo de 1938, cuando Hitler entró en Viena y se concretó el Anschluss, la anexión de Austria a Alemania y al régimen nazi. Ese mismo día, a Lizzi la despidieron de la cafetería en la que trabajaba como cajera. El dueño le dijo que no tenía más remedio y le mandó la carta alegando razones raciales para el despido.

Mi mamá y mi papá fueron de la generación que tuvo que irse de su país natal. (Pienso en los miles que mueren ahogados hoy en el Mediterráneo, casi 80 años después). En el caso de ellos, el destino era Paraguay, el único país que por entonces permitía el ingreso de judíos. Sin embargo, durante el largo viaje en tercera clase, también Paraguay estableció una prohibición de ingreso. El buque Alsina, en el que viajaron Lizzi y Egon (mi papá), llegó a Montevideo y tampoco ahí los dejaron bajar. Al final, después de muchas negociaciones de las organizaciones judías, les permitieron descender del barco y pudieron quedarse en Uruguay. Por supuesto que no tenían ni un peso y no sabían ni una palabra de castellano. Aún así sobrevivieron trabajando de lo que fuera.

Por entonces, los padres de Lizzi, que se llamaban Olga y Leo, ya habían sido arrestados y los condujeron a un campo de concentración. Recién 77 años después, en 2015, pude averiguar cómo fue su final: los asesinaron en Auschwitz el 11 de octubre de 1944, el mismo día en que llegaron a ese campo de concentración en un tren que provenía de otro campo, el de Theresienstadt. Bajaron y los asesinaron en las cámaras de gas. Nunca me animé a contarle a mi mamá todo esto que encontré en el archivo de Auschwitz hace dos años.

En 1939 corrió el rumor de que Argentina le daría visas a algunos judíos recluidos en campos de concentración. Esa fue la razón por la que mis padres pasaron clandestinamente de Uruguay a la Argentina. La información resultó falsa, mi madre nunca pudo rescatar a sus padres. Lo intentó y lo intentó, pero fue imposible. Igual, Lizzi y Egon se quedaron a vivir para siempre en nuestro país.

Pese a todos los obstáculos, ambos construyeron una familia, tuvieron un matrimonio maravilloso y fueron felices en la Argentina. Trabajando como trabajan los inmigrantes, a puro sacrificio, nos pudieron dar un magnífica educación y sacrificaron su tiempo y la poca plata que tenían para construir hermosas instituciones sociales y deportivas en las que nos criamos. En el caso de ellos, la Asociación Cultural Israelita de Buenos Aires (ACIBA) donde vivimos una juventud feliz.

Mi mamá también es de la generación que tuvo que sufrir la dictadura. El golpe me obligó al exilio durante casi ocho años y ella hasta sufrió un allanamiento cuando los militares me buscaban. Mi delito era la militancia en lo que después fue el Movimiento al Socialismo (MAS). Le costó absorber todo eso, fueron años tremendos, muy difíciles.

Pero la vida finalmente le permitió disfrutar de su nuera Elisa, su nieto Alejandro y su esposa, Flor, y en el último año hasta de su bisnieto Luca. El Holocausto, el genocidio nazi, le impidió a sus padres conocer a alguno de sus nietos: nosotros nunca vimos a nuestros abuelos. Con ella, en cambio, hubo una especie de revancha.

Vivió una larga vida, sobre todo gracias a su ángel guardián, mi hermana Evelyn; al extraordinario doctor Jorge Hevia, a las enfermeras Graciela y Ofelia; a quienes le leían, le hacían hacer yoga hasta los 103 y la acompañaban cuando se quedó ciega, y a las incondicionales Emilia y Fulvia, que la acariciaron hasta el último suspiro.

Y otra revancha: con la educación rígida, austríaca, de la guerra y la postguerra, la de mi mamá fue una generación  no acostumbrada a expresar sus sentimientos. Pero rompimos la barrera, recién cuando llegó a los cien años. Por primera vez nos dijimos “te quiero” o “hasta mañana, mi amor”.

Más allá de lo individual, mi mamá fue parte de una generación excepcional, con una garra inolvidable que les permitió sobrevivir a genocidios y exilios. Así que la pregunta del rabino Goldman, la pregunta que me dejó paralizado y sin respuesta, tiene respuesta categórica: sí, claro que sí, fue una buena vida, una vida extraordinaria. 

 
SALUDOS REVOLUCIONARIOS 
(Gran Papiyo)