Todo indica que el presidente Donald Trump da los pasos necesarios para justificar una nueva acción militar contra el Gobierno sirio de Bashar al-Assad, con el fin de avivar las llamas de la guerra y frustrar los lentos pero firmes pasos del proceso de pacificación alcanzados en las últimas semanas.
Sin reparar en los informes oficiales o de organismos internacionales que desmienten la posesión y uso por parte del Gobierno sirio de armas químicas, el mandatario norteamericano recurre a ese gastado pretexto para sus planes.
Estados Unidos ejecutó su primera acción militar directa contra Siria en abril, disparando 59 misiles de crucero Tomahawk contra el aeropuerto militar de Shayrat, por el presunto uso de armas químicas contra la ciudad de Khan Sheikhun.
La acción, que puso en tensión a la opinión pública mundial, recibió una fuerte repulsa de Damasco y los Gobiernos aliados de Rusia e Irán, pero no hubo una respuesta militar.
Su ineficacia práctica fue interpretada apenas como una demostración de fuerza del Jefe de la mayor potencia militar del mundo, que sin autorización de Damasco o de las Naciones Unidas interviene en Siria, al frente de una coalición internacional, que más parece al servicio de los terroristas que contra sus desmanes.
Aquella fue la primera señal de que Trump quiere librar su propia guerra en Siria, con su sello bravucón e irrespetuoso, en favor del mismo aparato militar industrial al que sirvieron administraciones anteriores.
Entretanto, los mandos militares de Estados Unidos daban la mayor difusión a los avances de la ofensiva para retomar el control de la ciudad de Mosul, sede del mayor centro urbano terrorista en Irak, sin mencionar los costos para la población civil y la permitida desbandada de los elementos armados hacia la vecina Siria.
A su vez, el Pentágono incrementó su ilegal invasión de territorio sirio con miles de tropas especiales, secundadas por algunos elementos armados opositores árabes y kurdos, en torno a la ciudad de Raqqa, considerada capital de los terroristas del llamado Estado Islámico.
En verdad lo que enfurece a Trump y a sus aliados es que, tras seis años de guerra contra Al-Assad, su Gobierno —con el decisivo apoyo político militar de Rusia, en especial de su fuerza aérea— ha conseguido restablecer el control sobre las principales ciudades y poco a poco va sellando sus fronteras norte (Turquía) y sur (Jordania), mientras avanza hacia el este (Irak), donde Estados Unidos quiere hacer fuerte a sus aliados locales que intentan tomar Raqqa, para asegurarse la injerencia de la Casa Blanca.
Mientras, esta semana se efectúa otra ronda de conversaciones entre Gobierno y oposición en Astaná, capital de Kazajastán, que apuntan a consolidar el proceso de reconciliación y pacificación.
El fracaso de la política guerrerista de Washington, ahora bajo la batuta de Trump, quedó en evidencia tras la primera reunión del presidente ruso Vladimir Putin con su colega francés Enmanuele Macron, quien rechazó la idea de convertir a Siria en otro «Estado fallido» como Libia, que dijo es un nido de terroristas y admitió la inexistencia de un sucesor legítimo a Bashar al-Assad.
«No nos sorprenderíamos si Estados Unidos llevara a cabo nuevos ataques», dijo este lunes el viceministro sirio de Relaciones Exteriores, Faisal al-Moqdad, pero advirtió que «deben saber que la respuesta de Siria, y la de sus aliados, no será como la de la primera agresión».
Sin dudas, los límites y los incalculables riesgos están claros, si es que Trump quiere librar su propia guerra en Siria.