Cuba se enfrenta de nuevo a un momento crucial 60 años después del triunfo de la revolución de Fidel Castro. La crisis en Venezuela y la ofensiva desbocada de EE UU para acabar con el Gobierno de Nicolás Maduro han puesto a La Habana en guardia otra vez. “Primero Venezuela, después Cuba” es el mantra que late hoy en el discurso de viejos halcones de la Guerra Fría rescatados por la Administración de Trump junto a congresistas y políticos cubanoamericanos como Marco Rubio y Mauricio Claver-Carone, en quienes el presidente ha delegado la responsabilidad de implementar en la región su lema de “Hacer América grande otra vez”.
Ya no es el “eje del mal” de Bush, es la “troika de la tiranía”, según la definió el asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca John Bolton, para añadir que “cada esquina de ella [Caracas, La Habana y Managua] debe caer”. La advertencia está ahí. Pero el Gobierno cubano tiene seis décadas de experiencia en resistir.
No hay que olvidarlo: Cuba salía de la pesadilla del Periodo Especial cuando, en febrero de 1999, Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela. Y se hizo la luz. Entre 1991 y 1994, luego de la desintegración de la Unión Soviética, el PIB cubano había caído un 35%. Con Moscú la isla realizaba el 70% de sus intercambios comerciales y de allí procedía, subvencionado, todo el petróleo. A Cuba —literalmente— se le hizo de noche. Y EE UU aumentó la presión. Para desincentivar las inversiones extranjeras, Washington aprobó las leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996), y grupos del exilio violento pusieron bombas en hoteles de La Habana para espantar a los turistas. Cuba emprendió un controlado proceso de reformas para sobrevivir: legalizó el dólar, inició una apertura al sector privado y apostó por el turismo y las empresas mixtas, y, aunque por el camino se quebró la sociedad igualitarista que había sido bandera de la revolución, las medidas ayudaron a superar el colapso y a que mejorasen las cifras macroeconómicas. Pero la situación no se consolidó hasta la llegada de la revolución bolivariana.
Poco antes de la muerte de Chávez (2013), Venezuela llegó a concentrar el 44% del volumen total del comercio externo de la isla. Caracas compraba anualmente servicios profesionales cubanos —de médicos, enfermeras, maestros— por más de 5.000 millones de dólares, 40.000 colaboradores trabajaban en el país sudamericano y la isla recibía 105.000 barriles diarios, que cubrían el 60% de sus necesidades de petróleo, a precios preferenciales. Con Maduro las relaciones privilegiadas se mantuvieron, pero los suministros y los intercambios fueron menguando debido a la crisis interna venezolana. Hoy a La Habana llegan unos 50.000 barriles diarios de petróleo y el número de médicos y colaboradores cubanos en Venezuela ronda los 20.000. Aun así, Caracas sigue siendo el primer socio económico de La Habana, con un intercambio comercial superior a los 2.000 millones de dólares, cerca del 12% del PIB de la isla, pero lejos del 20% que llegó a representar años atrás.
Obviamente, lo que sucede en Venezuela se vive en Cuba en carne propia: el golpe de Estado a Chávez en 2002, los comicios que ganó la oposición a Maduro en 2015; momentos críticos ha habido muchos, pero para Cuba quizá ninguno como este. No se trata solo de las repercusiones que un cambio en Venezuela puedan tener en la isla. En caso de suspenderse abruptamente los intercambios, la caída del PIB cubano podría ser del 10%, según cálculos de economistas como Carmelo Mesa-Lago y Pavel Vidal. Pero más allá del mazazo económico, La Habana contempla con inquietud el escenario en el que esta desestabilización se produce: con una abierta derechización en el continente y una Administración de Trump en manos de viejos halcones y de anticastristas furibundos como Rubio y Claver-Carone. “Que nadie se equivoque, el verdadero objetivo de esta gente somos nosotros”, admiten en Cuba.
La estrategia de Washington con Venezuela está clara. Con Cuba en vísperas de celebrar un referéndum —previsto el próximo domingo 24 de febrero— para aprobar una reforma constitucional que ha provocado una discusión inédita y con la economía en estado de extrema tensión, empieza a esbozarse una idea: que la isla quede incluida de nuevo en la lista de países patrocinadores del terrorismo —de la que la había sacado Obama en 2015— y activar el título III de la ley Helms-Burton, que permitiría a los cubanoamericanos demandar a individuos y compañías extranjeras por propiedades confiscadas por el Gobierno de Cuba. Una vuelta de tuerca más a la presión y al miedo, para propiciar el aislamiento.
El miércoles, el embajador español en La Habana, Juan Fernández Trigo, declaraba que ni España ni Europa aceptarían medidas extraterritoriales. Ese mismo día Trump anunciaba que tenía un plan B, C, D, E y F para Venezuela, y el jueves el canciller cubano, Bruno Rodríguez, advertía de movimientos de tropas norteamericanas en la región como preludio de una invasión.
“Los tiempos de la Guerra Fría han vuelto”. Lo decía un importante socio extranjero de La Habana, tras señalar que hoy la economía cubana está más preparada que antes para asumir el impacto de un cambio abrupto en Venezuela, aunque el golpe sería muy duro. “Sesenta años después del triunfo de la revolución, Cuba ha demostrado que tiene un máster en supervivencia, pero la situación es inédita”.
Es cierto. Ya no está Chávez. Ni Fidel. Ni Obama.
Y la sociedad cubana está cambiando. Y habrá que ver ahora qué llama alumbra.
MAURICIO VICENT