LA VICTORIA ESTRATÉGICA
La preparación de la defensa de nuestro territorio
(Capítulo 2)
El fracaso de la huelga de abril estimuló a los mandos militares de la tiranía a acelerar los planes de la gran ofensiva que venían preparando contra el Ejército Rebelde y, en particular, contra el territorio del Primer Frente, desde la derrota de la campaña de invierno. Como ya se explicó, la ofensiva, cuidadosamente organizada durante varios meses, tenía el propósito de aniquilar al núcleo central de nuestras fuerzas. El enemigo se proponía penetrar hacia la zona de La Plata, desde tres direcciones convergentes, de otras tantas agrupaciones enemigas organizadas, preparadas y equipadas especialmente para esta campaña, y apoyadas por todos los medios disponibles. En total fueron lanzados contra la montaña 10 000 hombres, artillería, aviación, unidades navales, tanques y abundante apoyo logístico, en una operación considerada definitiva.
El factor determinante fue el fracaso de la huelga general revolucionaria, y la inevitable evaluación que realizarían los estrategas de la tiranía de que ese revés habría provocado nuestra desmoralización.
En los días inmediatamente posteriores al 9 de abril, el tema de la probable ofensiva comenzó a ser la preocupación fundamental.
Era evidente la trascendencia que tenía la etapa que se avecinaba para el desarrollo ulterior de la lucha revolucionaria. Estábamos conscientes de que la nueva ofensiva enemiga sería la más fuerte, organizada y ambiciosa de todas, entre otras razones porque sería la última que el régimen de Batista estaría en condiciones de preparar. Para la tiranía se trataba de una batalla decisiva y, por tanto, cabía esperar que se empeñaría en ella con todos sus recursos.
A estas alturas de la guerra, el establecimiento de una serie de instalaciones sedentarias, de apoyo a la acción de nuestra guerrilla, posibilitó la aparición de un territorio base en el que comenzaba a funcionar una infraestructura importante para la actividad militar.
Había que aferrarse al terreno y discutir cada metro de acceso a los puntos donde se ubicaban las instalaciones fundamentales ya señaladas.
Por otra parte, el grado de maduración de nuestras fuerzas, evidenciado ya en febrero de 1958 en la operación de Pino del Agua, nos permitía comenzar a aplicar tácticas y movimientos combinados más complejos, a diferencia de los desarrollados durante todo el primer año de guerra, cuya característica principal era la acción típica de la guerrilla.
No teníamos otra alternativa que derrotar esa fuerza, que trataría de cumplir su misión de acuerdo con estrategias y tácticas clásicas. Ni ellos ni nosotros habíamos pasado por semejante experiencia. La diferencia de recursos era enorme. Para semejante adversario, nuestros combatientes eran civiles armados que no podrían resistir jamás el ataque de unidades regulares. Si ocupaban el territorio no podrían sostenerlo, y nosotros lo recuperaríamos de nuevo; pero, ¿cuál sería el efecto de la ocupación de aquellos objetivos en el pueblo, ya golpeados por el fracaso de la huelga? Aunque todo se creara otra vez, ¿cuáles serían las consecuencias de todas las viviendas quemadas, de las instalaciones destruidas, de las plantaciones y del ganado perdidos, y de los campesinos desalojados?
A lo largo de las semanas anteriores al comienzo de la ofensiva, en la medida que meditábamos y sopesábamos todas las alternativas, se desarrolló el plan que en definitiva aplicamos, para lo cual nos basamos en el conocimiento íntimo adquirido del terreno y sus posibilidades. En esencia, el plan consistía en organizar una defensa escalonada de nuestro territorio base, que permitiera resistir metro a metro el avance enemigo, irlo frenando y desgastando hasta detenerlo, mientras concentrábamos nuestras fuerzas en espera del momento oportuno para lanzar el contraataque. Aun cuando el enemigo alcanzara sus objetivos, nuestras fuerzas mantendrían el acoso constante a sus tropas y líneas de abastecimiento, absolutamente seguros de que no podrían sostenerlas.
En mensaje de fecha 8 de mayo al capitán Ramón Paz le explicaba:
Por todos los caminos les vamos a hacer resistencia, replegándonos paulatinamente hacia la maestra, tratando de ocasionarle[s] el mayor número de bajas posibles.
Si el enemigo lograra invadir todo el territorio, cada pelotón debe convertirse en guerrilla y combatir al enemigo, interceptándolo por todos los caminos, hasta hacerlo salir de nuevo. Este es un momento decisivo. Hay que combatir como nunca.
Esta segunda variante significaría regresar, en lo fundamental, a la situación de los primeros meses de la guerra, pero con muchas más armas y experiencia. En cualquier caso, no teníamos la menor duda de que en breve tiempo recuperaríamos el territorio, pues no podrían con el terrible desgaste que les ocasionaríamos. Solo que con la segunda opción, la guerra se prolongaría más tiempo y sufriríamos momentáneamente la pérdida de esas instalaciones que nos proponíamos defender. La mayoría de ellas habían ido surgiendo desde los primeros meses de 1958 en los alrededores del firme de La Plata. Este era un lugar de óptimas condiciones por su ubicación en el corazón de la montaña, en una zona de acceso relativamente difícil, casi en el centro mismo del territorio rebelde del Primer Frente, poblada por pocas familias campesinas de probado espíritu de colaboración con nuestra lucha. Por estas mismas razones, el lugar había sido utilizado con mucha frecuencia por mí como Comandancia transitoria, sobre todo, en los modestos terrenos de los campesinos Julián Pérez, conocido por el sobrenombre del Santaclarero, y Osvaldo Medina.
Y fue por eso a La Plata hacia donde decidí trasladar en abril la emisora Radio Rebelde, en torno a la cual cuajó el surgimiento en los meses siguientes de la Comandancia General.
El 13 de abril partí de la zona de La Plata rumbo a la Comandancia del Che en La Mesa. La dura caminata, que hice a marcha forzada no sintiéndome del todo bien en aquellos días, era necesaria por varias razones. En primer lugar, me parecía imprescindible utilizar las posibilidades de la emisora Radio Rebelde, que funcionaba desde finales de febrero en esa zona, para comunicarme con el pueblo e infundirle aliento tras el revés de la huelga. Había que anunciar que nuestra lucha no solo proseguía, sino que se hacía cada vez más efectiva y organizada. Por otro lado, el periodista argentino Jorge Ricardo Masetti quería hacerme una entrevista. Yo, sobre todo, deseaba aprovechar la visita a La Mesa para conversar con el Che acerca de la nueva situación creada con el fracaso del 9 de abril y la ofensiva enemiga, que ya considerábamos segura.
El 16 de abril hablé por Radio Rebelde por primera vez. En mi alocución analicé las razones del fracaso de la huelga revolucionaria del 9 de abril, denuncié algunos de los crímenes más recientes de la tiranía, como el salvaje bombardeo al poblado de Cayo Espino y la muerte del niño Orestes Gutiérrez, y proclamé mi confianza absoluta en la victoria.
Ignoraba cuántas personas en Cuba escuchaban la recién creada Radio Rebelde, pero veía en ella un instrumento esencial como vehículo de información y divulgación y, segundo, como medio de comunicación con el exterior. Le expliqué al Che la necesidad de disponer el traslado de la emisora, creada por él, a la zona de La Plata, más estratégica y con suficientes fuerzas para defenderla. Los abnegados y competentes técnicos de Radio Rebelde, con Eduardo Fernández a la cabeza, realizaron en menos de 10 días la proeza de desmontar los equipos, trasladarlos en mulo por sobre media Sierra Maestra y volverlos a instalar. Ya a finales de abril teníamos comunicación directa con el extranjero, y el 1ro. de mayo, Radio Rebelde salía de nuevo al aire, esta vez desde su definitivo emplazamiento en La Plata. Serviría, además, de comunicación con el Segundo Frente Oriental y el de Juan Almeida en Santiago de Cuba.
Otra decisión clave tomada en este viaje fue el traslado del Che para el territorio ubicado al oeste del Turquino, con una misión inmediata: organizar nuestra incipiente escuela de reclutas, proyecto al que había que dar un renovado impulso en previsión de la ofensiva enemiga y de nuestros planes ulteriores, una vez que fuera derrotada. De hecho, ya desde finales de marzo había comenzado a funcionar en Minas de Frío un rudimentario centro de instrucción de combatientes de nuevo ingreso, para lo cual habíamos obtenido la colaboración entusiasta de Evelio Laferté, teniente del Ejército enemigo hecho prisionero en el Combate de Pino del Agua, quien había expresado su disposición a integrarse a las filas rebeldes. Hasta mediados de abril, el puñado de reclutas destinados a esta escuela de instrucción habían realizado prácticas elementales de marcha, táctica y arme y desarme. Nuestra proverbial carencia de recursos nos impedía estar en condiciones de realizar ejercicios con tiro real.
En realidad, la idea era que el Che se hiciese cargo de la instrucción de los reclutas, como tarea inmediata para impulsar la instrucción de los que necesitábamos. Allí estaría disponible para cualquier otra misión más importante.
No digo nada nuevo si repito aquí que en el Che yo tenía un compañero al que estimaba mucho, tanto desde el punto de vista de su capacidad como de su probado desinterés y valentía personal. Desde Minas de Frío, él podría ocuparse de la atención directa a los preparativos para la defensa del sector occidental de nuestro territorio central. Llegado el momento del combate, en él podría confiar, si fuera necesario, la conducción de la defensa de todo ese sector, como de hecho ocurrió.
El Che comprendió mis argumentos y se dispuso gustoso a cumplir sus nuevas funciones. El mando de la Columna 4 quedó a partir de su salida de La Mesa en manos del comandante Ramiro Valdés, quien hasta entonces había sido el segundo jefe de la columna.
Cerca de La Plata, en la finca del colaborador campesino Clemente Verdecia, en el barrio de El Naranjo, funcionaba desde hacía algún tiempo una armería rebelde bajo la responsabilidad del capitán Luis Crespo. En el rústico taller se reparaban las armas defectuosas y se fabricaban varios tipos de implementos utilizados por nuestros hombres en los combates: granadas, bombas de mano, proyectiles de los conocidos como M-26 y las armas adaptadas para lanzarlos.
Una de las responsabilidades de la armería era la confección de la mayor cantidad posible de minas que pudieran ser utilizadas por nuestras fuerzas en emboscadas al enemigo en movimiento. La táctica de hacer estallar una mina en el camino de la vanguardia de una tropa en marcha, nos había dado buenos resultados, por el doble efecto de las bajas que producía y el desconcierto que creaba. Hacía mucho que habíamos aprendido que una tropa en movimiento es tan capaz como su vanguardia, y de ahí que desconcertar, inutilizar o, en el mejor de los casos, liquidar la vanguardia era una de nuestras tácticas principales.
En este trabajo de la fabricación de minas, Crespo —expedicionario del Granma— y sus colaboradores se empeñaron con mucho éxito. Llegada la ofensiva, casi todas nuestras escuadras y pelotones disponían de artefactos de este tipo utilizados muchas veces con bastante efectividad.
Para garantizar esta labor había que ocuparse de la recolección, por todas las vías, de los elementos necesarios para construir las minas, desde el metal hasta los detonadores y los cables. Nunca nos faltó el explosivo de alta calidad porque algunas de las bombas que la aviación lanzaba contra nosotros casi todos los días, no explotaban, y de ellas extraíamos la carga. A veces, hacíamos estallar una completa a los pies de una vanguardia.
A partir de abril la tarea de acopiar material se aceleró con todos nuestros enlaces. Hasta las anillas de las cintas de ametralladoras y los casquillos de las balas disparadas por los aviones enemigos eran de utilidad en la armería como materia prima, y nuestros hombres tenían instrucciones de recoger cuantas encontraran, y enviarlas a la armería de Crespo en El Naranjo.
A mediados de abril, un pequeño grupo de mujeres, encargado de la confección de uniformes, se instaló también en la armería de El Naranjo, donde tenían mejores condiciones para trabajar y recibir la mercancía necesaria. Por esta misma época empezamos a dar los pasos para montar un primer taller de curtido de pieles, que pudiera servir de proveedor a la fábrica de botas y zapatos que pensábamos poner a funcionar. Esta actividad tendría que llegar a sustituir en parte al suministro externo por la vía de la compra de ropa y calzado.
Nuestros primeros hospitales y escuelas empezaron también a surgir en la zona de La Plata. Desde finales de marzo había comenzado la construcción de un hospital en Camaroncito, sobre el río La Plata, a cargo del doctor Julio Martínez Páez. Esta instalación no llegó a terminarse totalmente, aunque prestó servicios médicos desde el primer momento, y en plena ofensiva fue muy afectada por una crecida del río. El personal médico de este hospitalito se trasladó para La Plata, donde funcionó con carácter provisional durante la mayor parte de la batalla, en una de las primeras instalaciones construidas especialmente, como parte de lo que al cabo se convirtió en nuestra Comandancia General.
También a finales de marzo se habían incorporado a nuestras filas los doctores René Vallejo y Manuel, Piti, Fajardo con algunos ayudantes procedentes de la ciudad de Manzanillo, donde Vallejo mantenía una clínica privada hasta el momento en que sus actividades de apoyo a la lucha clandestina del Movimiento lo obligaron a tomar el camino de la montaña. Este grupo se instaló en un lugar conocido como Pozo Azul, cerca de La Habanita, en el fondo de un profundo valle de muy difícil acceso por tierra y prácticamente inmune al ataque de la aviación. Allí, en una rústica instalación construida al efecto con la ayuda de los vecinos de la zona, echaron a andar lo que de hecho fue el primer hospital sedentario de nuestro Primer Frente.
El hospitalito de Pozo Azul funcionó hasta el comienzo de la ofensiva enemiga, cuando decidimos trasladar sus facilidades hacia la zona de La Plata, ante el peligro de que el enemigo pudiera llegar a ocupar aquel lugar, lo cual, en definitiva, no ocurrió. Vallejo se instaló durante la mayor parte de la ofensiva en una casa campesina en Rincón Caliente, a mitad de camino entre la casa del Santaclarero y el barrio de Jiménez.
Otra de las instalaciones establecidas en la zona de La Plata era una especie de cárcel rebelde, dirigida por el capitán Enrique Ermus, a la que alguien jocosamente dio el nombre de Puerto Malanga, por aquello de que si la tiranía tenía una cárcel en Puerto Boniato, la nuestra debía llamarse como la vianda salvadora de los rebeldes. En Puerto Malanga, en unos ranchos construidos al efecto en el fondo del cañón del río La Plata, más arriba de Camaroncito, manteníamos no solo a los guardias que habíamos hecho prisioneros, y que por alguna razón de seguridad no fueron liberados, sino también a aquellos de nuestros combatientes que debían cumplir condena por algún acto de indisciplina o un hecho que pudiera ser delictivo. La cárcel de Puerto Malanga desempeñó cierto papel protagónico en la planificación enemiga, como veremos en su momento.
Al atardecer del 30 de marzo aterrizó en la zona de Cienaguilla una avioneta procedente de Costa Rica, la primera expedición portadora de refuerzos del exterior. En ella viajaban Pedro Miret, Pedrito; Evelio Rodríguez Curbelo, Huber Matos y otros cuatro o cinco compañeros. El cargamento constaba de dos ametralladoras calibre 50, unas decenas de fusiles —entre ellos unas cuantas carabinas semiautomáticas italianas de la marca Beretta—, proyectiles para nuestros morteros y alrededor de 100 000 tiros, enviados por un influyente amigo en aquel país. Este avión no pudo volver a despegar por desperfectos técnicos, y tuvo que ser incendiado para evitar su identificación por el enemigo. Pedro Miret, destacado compañero y cuadro, que fue herido y sancionado en el Moncada, y arrestado en México tres o cuatro días antes de partir el Granma, al ocupársele un lote de armas, se incorporó con los demás a nuestras fuerzas.
El éxito de este primer intento de recepción de suministros desde el exterior por vía aérea nos motivó a dar impulso al plan de acondicionar una pista donde pudieran aterrizar aviones ligeros, ubicada en un lugar relativamente protegido dentro de nuestro territorio central. Como es de suponer, no había en la montaña muchos sitios que se prestaran para esto, pero tuvimos la suerte de encontrar un lugar, que reunía condiciones bastante buenas, sobre el río La Plata, más o menos a mitad de su curso, en la desembocadura del arroyo de Manacas. En este punto, el valle del río era ancho y creaba un espacio llano, de extensión suficiente como para permitir el aterrizaje de avionetas. Denominado con el nombre en clave de Alfa, la pista aérea de Manacas comenzó a ser acondicionada de inmediato por un grupo de nuestros hombres.
El aprovisionamiento desde el exterior se convertía así, por primera vez, en factor importante en nuestros planes, y era sintomático del cambio cualitativo de la guerra en la montaña. Hasta ese momento, nuestra guerrilla se había nutrido, en lo fundamental, de las armas arrebatadas en combate al enemigo. Seguiríamos haciéndolo, pero en las nuevas circunstancias parecía conveniente crear las condiciones apropiadas para poder disponer de un suministro bélico adicional al que se obtendría en los combates. Sin embargo, las experiencias más recientes, en particular la pérdida de un importante lote de armas que traía la expedición de El Corojo, capturadas por el enemigo en Pinar del Río a principios de abril, me hicieron desconfiar de las posibilidades reales de los organizadores del Movimiento en el exilio, y me convencieron de la necesidad de organizar directamente nuestros propios mecanismos de suministro. Esa fue una de las cuestiones a las que dedicamos bastante esfuerzo durante las semanas previas a la ofensiva enemiga, y otra de las razones por las que se hacía necesaria la cercanía de la emisora Radio Rebelde, que sería el vehículo principal para el contacto con el exterior.
Sin duda, un asunto que requería atención prioritaria era la urgente necesidad de acopiar la mayor cantidad posible de parque y otros recursos bélicos, siempre deficitarios para nuestras fuerzas. Baste decir que en las semanas anteriores al inicio de la ofensiva enemiga había escuadras rebeldes cuyas armas semiautomáticas contaban apenas con una docena de balas. Hay un elocuente comentario de Celia Sánchez en uno de sus mensajes conservados de los primeros días de abril: "Cuando la historia se escriba, esta parte no la creerán. Nos hemos defendido con el M-26".
Es así, casi literalmente. No fueron pocos los soldados rebeldes que fueron al combate en esta época armados tan solo de unos cuantos de nuestros proyectiles caseros a los que habíamos dado el nombre de M-26, que en la práctica hacían más ruido que otra cosa. Este hecho, a propósito, no impidió a los voceros de la tiranía inventar, poco antes de la ofensiva, la risible patraña de que, tras un combate contra los rebeldes, el Ejército había ocupado gran cantidad de casquillos rusos, lo cual evidenciaba nuestros vínculos comunistas, a pesar de que no había un solo ruso en toda la Sierra, ni yo había conocido alguno.
Por eso, en la cuestión del uso del parque, nuestra política era inflexible. Por una parte, la exhortación constante a los combatientes para que ahorraran al máximo las balas en los combates, y el castigo de no enviar suministros de balas a los que hicieran despilfarro evidente de municiones. Por otra parte, establecimos el control estricto de cuanta arma y cuantas balas fuesen ocupadas, que debían ser enviadas de inmediato al puesto de mando en ese momento, pues personalmente asumí la distribución de dichos recursos esenciales.
Una consecuencia lógica de nuestra línea estratégica defensiva era la preparación adecuada del terreno en que se desarrollaría la defensa en la primera fase de la ofensiva. De ahí que la construcción de trincheras, refugios y túneles se convirtió desde las semanas a comienzos de abril en una de las prioridades principales. Si constante era mi insistencia en la conservación del parque en todas mis conversaciones y comunicaciones escritas con los jefes de unidades rebeldes, no menos persistente era mi recomendación de que se dedicaran de lleno a la construcción de trincheras en los lugares más estratégicos de su zona específica de operaciones. Mi aspiración era que cuando el enemigo atacara, nuestros hombres ocuparan posiciones fortificadas desde las cuales fueran capaces de ofrecer una resistencia mucho más efectiva y prolongada, y que cuando se replegaran, lo hicieran a líneas sucesivas de trincheras. Y junto a estas, para combatir, los refugios para protegerse de la aviación. En una palabra, convertir la Sierra en un verdadero panal ante el cual el enemigo tendría que emplearse todavía más a fondo.
Otro elemento importante en los preparativos fue el comienzo de la instalación de una red de teléfonos entre puntos clave del territorio rebelde. Hasta el momento, la comunicación entre nuestras fuerzas había sido exclusivamente mediante mensajeros, por lo general campesinos de la Sierra incorporados a las filas rebeldes, que conocían palmo a palmo el terreno, y estaban entrenados como cosa natural para cubrir largas distancias en la montaña en tiempos asombrosamente breves. Pero la previsible dinámica de las acciones una vez comenzada la ofensiva, que se desarrollaría en un teatro de operaciones bastante extenso, aconsejaba la aplicación de un sistema de enlaces capaz de garantizar comunicación casi instantánea, máxime, teniendo en cuenta que el enemigo dispondría de los medios más modernos de la época para sus propias comunicaciones.
La solución era el teléfono, lo cual planteaba la obtención de los aparatos y de cable suficiente. En abril, las patrullas de escopeteros rebeldes que operaban en las estribaciones de la Sierra recibieron la orden de recoger cuanto aparato y metro de cable telefónico pudieran localizar en los bateyes, chuchos, colonias y poblados de la premontaña y la costa del golfo de Guacanayabo. Muy pronto comenzamos a recibir estos medios, y se inició la ardua tarea de tender las líneas entre los puntos seleccionados, que en una primera fase fueron las instalaciones que se utilizaban como Comandancia —todavía temporal— en La Plata, y las habilitadas en el alto de Mompié, cerca de la casa de la familia de ese nombre, en el mismo firme de la Maestra, a las que habíamos denominado como Miramar del Pino.
Junto a todos estos preparativos, estaba el problema del abastecimiento alimentario de la población campesina y de nuestros combatientes, que se hacía crítico teniendo en cuenta el bloqueo de la montaña establecido por el enemigo, y comenzado entonces a reforzar en previsión de su ofensiva.
Como parte de las medidas para la creación de una base alimentaria lo más autosuficiente posible para el caso de un bloqueo efectivo y prolongado de la montaña, tomamos por esta época la decisión de recoger la mayor cantidad posible de cabezas de ganado en las fincas cercanas a la Sierra, pertenecientes a grandes hacendados o individuos vinculados a la tiranía, con la intención de trasladarlas a la montaña y distribuirlas convenientemente para garantizar, llegado el momento, un suministro de leche y carne para la población campesina y para los rebeldes. A partir de las primeras semanas de abril, nuestras patrullas fueron enviadas en distintas direcciones para iniciar esa recogida, que alcanzó, de hecho, a todas las mayores fincas ganaderas de la costa y la premontaña, incluso, hasta las cercanías de Bayamo.
Ya para esta fecha todos nuestros jefes y colaboradores campesinos tenían instrucciones precisas de lo que había que hacer con el ganado existente en la Sierra y con el que se fuera trayendo del llano. Entre otras cosas, no se podía disponer de una sola res sin orden expresa, y se prohibió el sacrificio de las hembras. Se dispuso, además, la realización de un censo de cabezas de ganado en todo el territorio rebelde. La intención era poner un poco de orden y establecer un control de la distribución de las cabezas de ganado existentes en nuestro territorio, en previsión de las medidas que, sin duda alguna, habría que tomar una vez comenzada la ofensiva y establecido el bloqueo físico de la montaña.
Otro problema crítico era el de la sal. Como parte de las ideas para asegurar el abastecimiento alimentario durante el bloqueo habíamos concebido el proyecto de poner en funcionamiento una pequeña instalación para la elaboración de carne salada, para la cual ya teníamos lugar en la casa de Radamés Charruf, vecino del barrio de Jiménez, y responsable en la persona del combatiente Gello Argelís. Evidentemente, la tasajera de Jiménez, como dio en llamársele a partir de que comenzó a funcionar a mediados de mayo, no podía hacerlo sin carne —para lo cual pensábamos disponer de parte del ganado recogido en el llano— y sin sal abundante, para lo cual teníamos que asegurar el suministro.
La solución era obvia. Nuestro territorio estaba enmarcado al Sur por el mar. De lo que se trataba era de organizar en algunos lugares seleccionados de la costa una producción de sal a gran escala por los métodos tradicionales de secado al sol del agua de mar. Esa fue la tarea que, por recomendación de Celia, dimos a mediados de abril al combatiente José Ramón Hidalgo, conocido por Rico, quien escogió para ello varias playas de los alrededores de Ocujal.
El abastecimiento de gasolina, petróleo, luz brillante y otros combustibles cobraba una significación especial, a causa de la puesta en funcionamiento de la emisora y de varias plantas generadoras en algunas de las instalaciones, como la tasajera, que lo requerían. Era otra tarea para nuestros ya tensos mecanismos de suministro, que debían agregar renglones nuevos a su incesante acopio de víveres, medicamentos y otras mercancías al que había que imprimir un ritmo más intenso.
Hay que decir que durante estas semanas previas al comienzo de la ofensiva, nuestra actividad de retaguardia se creció y estuvo a la altura de los requerimientos. El corazón de ese trabajo, entonces más que nunca, fue Celia. Desde las Vegas de Jibacoa, donde había instalado su base de operaciones por las favorables condiciones del lugar, fue ella quien coordinó e impulsó toda esta labor. Gracias, en gran medida, a sus esfuerzos, nuestros abastecimientos continuaron fluyendo y logramos crear reservas mínimas que resultaron decisivas en los momentos cruciales de la ofensiva. Fue Celia también la encargada de organizar la producción de sal, la fabricación de queso, el fomento de huertos, estancias y crías de cerdos y pollos. Todo ello unido a su atención al cúmulo creciente de asuntos generados por la organización y administración del territorio rebelde, y a su cooperación en los suministros de los medios y herramientas para la construcción de trincheras, así como a la multiplicación de los contactos fuera de la Sierra para la obtención de informaciones, dinero y otros servicios.
A pesar de que todos los indicios hacían suponer que el esfuerzo del enemigo estaría concentrado sobre la zona de lo que pudiéramos llamar el Primer Frente, el esquema defensivo que pensábamos aplicar contemplaba, en esencia, el despliegue de nuestras propias fuerzas, es decir, solo del personal de las tres columnas con que contábamos en el frente. En esta primera fase preparatoria lo único adicional que hice fue pedir a Almeida que se trasladara de nuevo a nuestra zona para reforzarnos con una parte del personal del Tercer Frente Oriental, mientras que el resto debía permanecer en su territorio para tratar de contener cualquier iniciativa enemiga en esa zona y presionar desde la retaguardia a las tropas involucradas en la ofensiva. En el caso de los grupos de Camilo y de Orlando Lara en el llano, la idea inicial era que se mantuvieran en sus zonas de operaciones para también actuar en la retaguardia del enemigo. Sin embargo, a principios de mayo ordené a Lara reforzarnos con su pequeño grupo de guerrilleros en el sector noroeste. Y ya en junio, previendo el momento más crítico de la ofensiva enemiga, envié por dos vías instrucciones a Camilo para indicarle en el momento en que debía reforzarnos con 20 ó 30 aguerridos combatientes. En cuanto a Raúl, por la distancia y la importancia de su misión, no movimos un solo hombre del Segundo Frente Oriental.
A finales de abril, el sector noroeste de nuestro territorio estaba defendido por apenas varias escuadras: las de Angelito Verdecia y Dunney Pérez Álamo, sobre el camino de Cerro Pelado a Las Mercedes; las de Andrés Cuevas y Marcos Borrero, sobre el camino de Arroyón; y las de Raúl Castro Mercader y Blas González, sobre el camino de Cayo Espino, mientras que personal de la columna de Crescencio Pérez protegía los accesos a estos lugares desde Cienaguilla. En el sector nordeste contábamos con las fuerzas de la Columna 4 en la zona de Minas de Bueycito —a las que pronto se les incorporaría el refuerzo enviado por Almeida desde el Tercer Frente, al mando del capitán Guillermo García—, con el pelotón de Eduardo Sardiñas Labrada, Lalo, en Los Lirios de Naguas y con la escuadra al mando de Eduardo Suñol Ricardo, Eddy, en Providencia. Por el Sur solo operaban todavía en ese momento algunas patrullas de escopeteros. El número total de nuestros combatientes, cuando se inició la ofensiva, no rebasaba los 230 hombres con armas de guerra.