El 3 de julio pasado mi columna aquí llevó por título “¿Los últimos días de Vladimir Putin?”. Una suerte de predicción en forma de pregunta, no era mera retórica pero tampoco la pura expresión de deseos. El texto se enfocaba en dos hechos recientes que incrementaron la vulnerabilidad de Rusia y, por consiguiente, su capacidad de continuar con la guerra. Desde luego, ello impediría la supervivencia de Putin en el poder.
El primer punto en dicho texto era sobre el default de deuda de fines de junio. No ocurrió por insolvencia o falta de voluntad de pagar, sino por las sanciones que excluyeron a Rusia del sistema internacional de pagos y le impiden acceder a sus reservas: 640 billones de dólares distribuidos entre Nueva York, Londres y Frankfurt. Dicho default afectará la reputación crediticia del país; un país en default no regresa a los mercados de capitales por un tiempo. Y si toda guerra es antes que nada una operación financiera, he allí un obstáculo quizás insalvable para el proyecto bélico de Putin.
El segundo punto argumental fue que esa misma semana había tenido lugar la Cumbre de la OTAN en Madrid. Allí se adoptó un “nuevo concepto estratégico” que identifica a Rusia como la amenaza más importante, de donde se deriva el compromiso de fortalecer la alianza aumentando el gasto en defensa hasta alcanzar el 2% del producto. En Madrid también se resolvió el ingreso de Finlandia y Suecia a la OTAN, una vez resueltas las objeciones de Turquía a través de un memorándum de entendimiento.
Putin invadió Ucrania para evitar su supuesto ingreso a la OTAN. Ahora su frontera con el Tratado se ha duplicado y cuenta con serias limitaciones para financiar el esfuerzo bélico. La historia nos ha mostrado que Putin no es el primer déspota con delirios de grandeza en embarcar a una nación en una aventura militar irracional. Y también nos ha enseñado cómo suelen terminar tales aventuras. Rusia es hoy más vulnerable, no menos, que el 24 de febrero. El mapa de la OTAN cada vez se parece más al de la Unión Europea.
Este texto de hoy trata sobre un tercer argumento relacionado con “los últimos días de Vladimir Putin”. Está en las noticias: la contraofensiva ucraniana, recuperando control de 6,000 kilómetros cuadrados de territorio en un par de semanas, más que lo obtenido por Rusia en cinco meses. Aprovechando el colapso de las líneas defensivas rusas, las fuerzas ucranianas siguen avanzando hacia el Este. Tanto que altos oficiales militares insisten que la ofensiva continuará hasta recuperar los territorios perdidos en 2014.
El pronóstico es demasiado optimista o al menos prematuro, dicen los analistas militares, pero las tropas ucranianas, apoyados por una población decidida a resistir, exhiben alta moral y motivación. Ello en contraste con tropas rusas confundidas, asustadas y desconfiadas de sus propios comandantes. Para los ucranianos esta guerra es existencial, para los rusos es ajena e incomprensible. El punto se ilustra con el video que recorrió el planeta en el que se ve a soldados rusos huyendo, saltando de un tanque que termina estrellado contra un árbol.
Rusia tiene más armamento, pero el de Ucrania es más sofisticado y efectivo. Rusia tiene más tropas, pero las de Ucrania están creciendo en número y cuentan con la determinación de quien lucha por preservar su identidad. Ya se habla de 70-80 mil soldados rusos entre muertos y heridos. Occidente ha evitado ingresar en el conflicto, pero OTAN ha financiado la operación de defensa, y equipado y entrenado a las tropas ucranianas. En agosto pasado, Estados Unidos comprometió otro billón de dólares en asistencia militar, agregado a los 23.8 billones ya erogados.
La respuesta rusa a la contraofensiva ucraniana de hoy fue tal como ha sido en todo este conflicto: más ataques a la población civil, nuevos crímenes de guerra, atrocidades que ya se han visto ad nauseam y el bombardeo de instalaciones eléctricas dejando ciudades a oscuras.
Lo anterior subraya la naturaleza civilizatoria de esta guerra. Pues además es una guerra en Europa, ergo sistémica, por la supervivencia de los principios y valores occidentales y la definición del orden internacional. Con lucidez, Timothy Snyder caracterizó a Ucrania como la Atenas de nuestra época, aquella civilización que tuvo que pelear guerras para sobrevivir y eventualmente encontrar la democracia.
Indudablemente, una victoria militar ucraniana sería de largo alcance estratégico para consolidar una Europa unida, en democracia y con una OTAN revitalizada. En sentido político dicha victoria es condición necesaria para reformular el orden internacional con Occidente como protagonista y retomando el proyecto truncado de la post-Guerra Fría de los noventa, empujando las fronteras de la democracia y la libertad hacia el Este.
Y hacia el otro lado del Atlántico, pues esta guerra civilizatoria también tiene lugar en América Latina. En diciembre pasado, en vísperas de la invasión, Putin amenazaba con desplegar efectivos y equipamiento militar a Cuba y Venezuela para presionar a Estados Unidos a aceptar la presencia de cien mil tropas rusas en la frontera con Ucrania. Una amenaza redundante, pues en Cuba hay militares rusos desde la Guerra Fría; en Venezuela desde 2018, con bases operativas en Valencia, estado Carabobo, y Manzanares, estado Miranda; y en Nicaragua desde junio pasado, cuando la Asamblea Nacional autorizó el ingreso de equipamiento y personal militar ruso al país en base a la petición de Daniel Ortega.
Información más reciente da cuenta de la presencia rusa en Bolivia a través de la firma de energía nuclear Rosatom involucrada en contratos y proyectos por 300 millones de dólares. Asegurar dichos contratos requiere contar con un campo informativo favorable, para lo cual utiliza estrategas políticos y expertos en redes sociales, quienes también buscan influenciar elecciones a tal efecto. Según el informe de la “Alliance for Securing Democracy”, trolls rusos brindaron apoyo a Evo Morales en su campaña de reelección de octubre de 2019.
Interpretar este escenario es en exceso simple, solo requiere recopilar los votos de estos países en cada pronunciamiento o resolución sobre la invasión rusa en los foros internacionales. Pues votan a favor de Rusia o se abstienen de manera consistente; México y Argentina también han votado de esa manera ocasionalmente, tómese nota.
En este lado del Atlántico, Rusia nunca abandonó la estrategia de la Guerra Fría: desplazar el conflicto al continente americano en forma de enfrentamientos de menor intensidad. Es una amenaza a la paz y la seguridad de las Américas, no porque pueda poner en riesgo a Estados Unidos de manera directa, pero sí puede hacerlo desestabilizando la región, apoyando a violadores de derechos humanos, degradando instituciones y corrompiendo al Estado, cuando no apoyando la perpetuación en el poder de sus aliados por la vía del fraude electoral, como los trolls en Bolivia. Rusia sigue siendo una fuerza desestabilizadora en América. En la Guerra Fría hacían el trabajo con guerrilleros, hoy lo llevan a cabo en sociedad con el crimen organizado, los carteles.
En Ucrania, la Rusia de Putin comete crímenes de guerra; en América Latina es cómplice de criminales de lesa humanidad. La distinción entre ambas clases de crimen existe en la tipología del Estatuto de Roma, pero las diferencias son perceptibles para el ojo del experto y del jurista, no tanto para el analista político, mucho menos para las víctimas.
Por eso es en Ucrania donde se juega ese futuro de democracia y libertad, en Europa y más allá. Su victoria fortalecerá dichas nociones, permitirá la integración europea plena, consolidará los valores que dieron origen a Occidente. Una victoria rusa empoderará a los tiranos, legitimará sus crímenes y también los extenderá más allá de Europa. La victoria de Ucrania es por el futuro de nuestra civilización, incluyendo la paz y la seguridad de las Américas.