El último cuento de navidad en Bohemia
Mientras estoy escribiendo estas páginas la habitación se me está inundando de un cálido aire primaveral, lleno de toda clase de aromas, que entra por ventana abierta de par en par. Florecen las lilas. Pero ni la alegre primavera me puede hacer desistir de este tema tan invernal. Muchos podrían pensar que tengo olas enteras de nieve en la ventana, la misma que en la calle produce crujidos bajo los zapatos, y que el termómetro está bajo cero. ¡Qué va! Precisamente ahora me acaba de traer mi hija unas cuantas enormes peonías chinas y me las ha puesto sobre la mesa. Me parezco a Vladimír Holan, quien en una de sus cartas revela que está esperando las Navidades desde el Año Nuevo.
Me gustan esas fiestas. Y las agradables imágenes del idilio navideño, las puedo ver mentalmente, aunque sea sobre la arena caliente, al lado de un río estival. ¿Entonces por qué me tendrían que molestar las lilas en flor?
De niño solía leer ávidamente los cuentos navideños, estuvieran donde estuvieran. En el suplemento dominical del periódico, en un calendario humorístico, o en las estampas del aguinaldo que antes de las fiestas solían traer los carteros. Estaba agradecido por cualquier poemita corto u otra pieza que me hiciera pensar en las Navidades.
Recuerdo todavía hoy uno de estos cuentos de estampa de un cartero. Y lo leí hace setenta años. ¡Dios mío! ¡Hace setenta años!
Era tan sencillo que hacía llorar, pero lo contaré igual. Un hombre a quien le gustaba pasar el tiempo en las cervecerías, se olvidó hasta de la Nochebuena. En vano le esperaba su joven mujer en casa. Muy tarde, cuando regresó, estaba cayendo una nieve espesa que lo cubrió todo. El borracho vagó por la carretera blanca hasta que, cerca de uno de los palos telegráficos, se mareó de tal manera que se sentó y se durmió sobre la madera empapada. Pero al cabo de un momento oyó voces que llegaban desde el palo. ¡Era la voz de su mujer! Hablaba con un joven ayudante del guardabosques. "Que venga, sí, su marido no está en casa y tardará mucho en llegar. ¡Estarán solos!" . Se despertó de prisa, se puso de pie y según podía, se apresuraba a su casa. El final del cuento lo dejaba claro el dibujo. El borracho está arrodillado delante de su mujer, con la cabeza en su vientre, y la mujer, contenta, sonríe.
Pues, ¡felices fiestas!
Es tonto y primitivo, ¿verdad? Sí, realmente es así. Pero entonces me gustaba mucho por su final agradable y navideño. A menudo he recordado aquella estampita de aguinaldo. Algunas veces en unas situaciones bastante adecuadas. ¡Quizá por eso no lo he olvidado!
Jaroslav Seifert
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