En ocasiones pensamos que nuestros problemas son los más grandes del mundo. Algo parecido le sucedió a un muchacho llamado Francisco, hasta que tuvo un encuentro inesperado con una señora.
Frank, así le llamaban, siempre había sido un buen estudiante y deportista. En sus estudios, era un alumno sobresaliente. Le gustaba el básquetbol y sabía jugarlo. Se había preparado especialmente para jugar la próxima temporada, incluso había comprado unos zapatos muy suaves y cómodos para jugar. Tal vez por esa situación tan halagadora le produjo un gran dolor cuando al leer la lista de los seleccionados no encontró su nombre en ella. Ese día sintió como si hubiera dejado de existir, como si se hubiese vuelto invisible.
Muy triste salió de los vestidores, tratando de encontrar una explicación a su exclusión del equipo. Caminó durante un buen rato, pero nada lo consolaba. Duró varios días de mal humor, no queriendo hablar con nadie y respondiendo mal a sus padres cuando intentaban acercársele. Nada le agradaba. Un día de mucho frío y lluvia, tomó el autobús de costumbre y se sentó cerca del conductor. Mas tarde, una mujer en estado avanzado de su embarazo con paso lento subió al autobús y se sentó detrás del asiento del conductor. Este le preguntó en voz alta: - ¿Dónde están sus zapatos, señora? Afuera habrá sólo diez grados de temperatura.
Francisco no se había fijado, pero efectivamente la señora iba sólo con unas medias medio mojadas. La señora le contestó al hombre: - No puedo darme el lujo de tener zapatos. Subí al autobús sólo para calentarme los pies. Si no le importa viajaré con usted un rato.
El conductor se rascó su cabeza calva y exclamó: - Sólo dígame, ¿cómo es que no puede permitirse unos zapatos? La señora le dijo: - Tengo tres hijos. Todos tienen zapatos. No quedó dinero para mí. Pero está bien, el Señor cuidará de mí.
En ese momento Frank miró hacia abajo, observó sus zapatos nuevos marca Nike. Sus pies estaban cálidos y cómodos, igual que siempre. Entonces miró a la mujer, sus medias estaban desgarradas. Pensó que esa persona era "invisible" en otro sentido. Era una señora marginada y olvidada por la sociedad. Él siempre podría darse el lujo de tener zapatos. Ella tal vez nunca.
En ese momento Frank se quitó los zapatos. Pensó que tendría que caminar tres cuadras, pero el frío nunca le había molestado. Cuando el autobús se detuvo en la parada final, Frank esperó hasta que todos se hubieran bajado, entonces recogió sus zapatos, se acercó a la mujer y se los entregó diciéndole: - Tenga señora, usted los necesita más que yo.
No esperó a que le diera las gracias, sino que se bajó de prisa sin darse cuenta que caía en un charco. No importaba, no sentía el frío. En eso escuchó a la señora que desde la ventana del autobús le decía: - Mira, ¡me quedan perfectos!". El conductor del autobús le preguntó: - ¿Cómo te llamas muchacho? Él respondió: - Frank. El conductor le dijo: - ¡Muy bien, Frank! En mis veinte años de conductor nunca había visto un gesto semejante.
La mujer, llorando, le decía al conductor: - Ya ve. Le dije que el Señor cuidaría de mí, y volviéndose, dijo: "Gracias Frank". - No hay de qué. No es gran cosa; además es Navidad, respondió Frank, quien se dirigió a su casa con los pies helados pero con el corazón contento y riéndose por haberse preocupado de no jugar con la selección ese año.
A veces hace falta mirar a nuestro alrededor, para descubrir que los demás están más necesitados que nosotros mismos. Descubramos el rostro de Cristo en esas personas necesitadas, recordando las palabras de Jesús: "Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí... de cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis" Mateo 25: 35- 40.