Era sólo un día común. Los chicos llegaban a la escuela en ómnibus; se oía la habitual alharaca de excitación cuando se saludaban entre sí. Miré mi cuaderno de planificación y nunca me sentí mejor preparada para enfrentar el día. Sería un buen día, lo sabría y avanzaríamos mucho.
Nos ubicamos alrededor de la mesa y nos preparamos para una buena clase de lectura. El primer trabajo de mi agenda era controlar los cuadernos para ver si habían terminado las tareas. Cuando llegué a Troy, éste tenía la cabeza baja mientras ponía su tarea sin terminar delante de mí. Trató de quedar fuera de mi vista y se sentó a mi derecha. Naturalmente, miré la tarea incompleta y dije: "Troy, no está terminada".
Levantó los ojos con la mirada más desconsolada que he visto en un niño y dijo: "No pude hacerlo anoche, porque mi mamá se está muriendo". Los sollozos que siguieron sobresaltaron a toda la clase. Qué contenta me sentí que estuviera sentado a mi lado. Sí, lo tomé en mis brazos y su cabeza descansó contra mi pecho. No había la menor duda para nadie de que Troy estaba destrozado, tan destrozado que tuve miedo de que su corazoncito se rompiera. Sus sollozos resonaron en el aula mientras sus lágrimas caían copiosamente.
Los niños estaban sentados con los ojos llenos de lágrimas en un silencio de muerte. Sólo los sollozos de Troy rompían el silencio de esa clase matinal. Un niño corrió en busca de una caja de pañuelos de papel, mientras yo me limitaba a apretar su cuerpecito contra mi corazón. Podía sentir que mi blusa se empapaba con esas lágrimas preciosas. Indefensa, dejé que las mías corrieran sobre su cabeza. La pregunta con la que me enfrentaba era: "Qué hago por un niño que está perdiendo a su madre?".
El único pensamiento que vino a mi mente fue: "Ámalo... Demuéstrale que te importa... Llora con él". Parecía que su pequeña vida se estaba desfondando y yo podía hacer un poco por ayudarlo. Reteniendo las lágrimas, me dirigí al grupo: "Digamos una plegaria por Troy y su mamá". Jamás oración más ferviente llegó al cielo. Al cabo de un momento, Troy levantó los ojos y me dijo: "Creo que ahora estaré bien".
Había agotado su provisión de lágrimas; había librado el peso de su corazón. Esa tarde, la madre de Troy murió.
Cuando fui al velorio, Troy corrió a saludarme. Era como si hubiera estado esperándome, descontando que iría. Cayó en mis brazos y se quedó un rato allí. Pareció ganar fuerzas y coraje y entonces me llevó hasta el ataúd. Allí pudo mirar el rostro de su mamá, enfrentar la muerte a pesar de que nunca podría entender su misterio. Esa noche me fui a la cama agradeciéndole a Dios que me hubiera dado el buen sentido de dejar de lado mi plan de lectura y abrazar el corazón de un niño con mi propio corazón.
Cariños .Aimar