Nuestra vida
está llena de sueños. Pero soñar es una cosa y ver qué hacemos
con nuestros
sueños es otra.
Por eso, la pregunta es, qué hicimos, qué hacemos y qué
haremos con esa
búsqueda llena de esperanzas que los sueños, ellos,
prometieron para bien y
para mal a nuestras ansias.
El sueño del que
hablamos no es una gran cosa en sí mismo: una imagen de
algo que parece
atractivo, deseable o por lo menos cargado de cierta energía
propia o ajena,
que se nos presenta en el mundo del imaginario. Nada más y
nada
menos.
Pero si permito que el sueño me fascine, si empiezo a pensar "qué
lindo sería", ese sueño puede transformarse en una fantasía. Ya no es el sueño
que sueño mientras duermo. La fantasía es el sueño que sueño despierto; el
sueño
del que soy conciente, el que puedo evocar, pensar y hasta compartir.
"Qué
lindo sería" es el símbolo de que el sueño se ha
transformado.
Ahora bien, si me permito probarme esa fantasía, si me la
pongo como si
fuese una chaqueta y veo qué tal me queda, si me miro en el
espejo interno
para ver cómo me calza y demás... entonces la fantasía se
vuelve una ilusión. Y una ilusión es bastante más que una fantasía, porque ya no
la pienso en términos de que sería lindo, sino de "cómo me gustaría". Porque
ahora es mía.
Ilusionarse es adueñarse de una fantasía. Ilusionarse es
hacer propia la imagen soñada.
La ilusión es como una semilla: si la
riego, si la cuido, si la hago crecer, quizás se transforme en deseo. Y eso es
mucho más que una ilusión, porque el "qué lindo sería" se ha vuelto un "yo
quiero". Y cuando llegó ahí, son otras las cosas que me pasan. Me doy cuenta de
que aquello que "yo quiero" forma parte de quien yo soy.
En suma, el
sueño ha evolucionado desde aquel momento de inconciencia inicial, hasta la
instancia en que claramente se transformó en deseo sin perder el contenido con
el cual nació.
Sin embargo, la historia de los sueños no termina aquí;
muy por el contrario, es precisamente acá, cuando percibo el deseo, donde todo
empieza.
Es verdad que estamos llenos de deseos, pero estos por sí mismos
no conducen
más que a acumular una cantidad de energía necesaria para empezar
el proceso
que conduzca a la acción. Porque... ¿qué pasaría con los deseos si
nunca llegaran a transformarse en una acción?
Simplemente acumularíamos
más y más de esa energía interna que sin vía de
salida terminaría tarde o
temprano explotando en algún accionar sustitutivo.
Si un sueño permanece
escondido y reprimido puede terminar en un deseo que
enferma, volviéndose
síntoma; y aún si con suerte no llegara a somatizarse
el deseo sin acción es
capaz de interrumpir toda conexión pertinente con
nuestra realidad de aquí y
ahora.
El deseo es nada más y nada menos que la batería, el nutriente, el
combustible de cada una de mis actitudes.
El deseo adquiere sentido
cuando soy capaz de transformarlo en una acción.
El deseo me sirve
únicamente en la medida en que se encamine hacia la acción
que la satisfaga.
Nuestra mente trabaja en forma constante para transformar
cada deseo en
alguna acción.
Cada cosa que yo hago y cada cosa que decido dejar de
hacer está motivada
por un deseo, pueda yo identificarlo o
no.
Jorge
Bucay
Cariños de Aimar