A mediados del año pasado me propuse quedarme con 100 cosas
de uso personal hasta el día de mi cumpleaños.
Desde entonces, y al dejar de tener este propósito he vuelto
con cierta sorpresa a comprobar como mis cosas van poco a
poco aumentando con multitud de elementos de utilidad más
que dudosa, y que he ido adquiriendo sin apenas necesidad.
Quizá en su momento parecía muy necesario.
Otro ejemplo, nos parece, que cualquier máquina que reduzca
un poco el esfuerzo físico resulta enseguida indispensable.
Tomamos el ascensor para subir o bajar uno o dos pisos,
o el coche para recorrer sólo unos cientos de metros y,
al mismo tiempo, con frecuencia nos proponemos hacer
un poco más de ejercicio o practicar todas las semanas
un rato de deporte.
Otro ejemplo, para estar a gusto en casa, ¿es necesario pasar a
25 grados en invierno, y el verano a 18
¿En cuantas casas hay casi que estar en camiseta en pleno
invierno, o abrir las ventanas, porque hace un calor sofocante?
¿Y no hemos pasado muchas veces frío, o incluso cogido
un buen catarro, a causa de los rigores del aire acondicionado
de una cafetería, un salón de actos o un avión?
La idea de consumir con un poco más de sensatez y de cabeza
de llevar un estilo de vida un poco más sencillo, o, en
definitiva, de vivir mejor con menos, es una idea que
por fortuna se está popularizando en la cultura norteamericana
con el nombre de downshifting (podría traducirse como
desacelerar o simplificar). Partiendo del principio de que el dinero
nunca podrá llenar las necesidades afectivas, y de que una vida
lograda viene dada más por la calidad de nuestra relación con
los demás que por las cosas que poseemos o podamos poseer,
esta corriente no trata sólo de reducir el consumo, sino sobre todo
de profundizar en nuestra relación con las cosas para descubrir
maneras mejores de disfrutar de la vida.
La crisis económica actual puede abrirnos los ojos acerca de
la tiranía de las compras a plazos, las hipotecas y la ansiedad
por lograr un nivel de vida mayor, muchos hombres y
mujeres empiezan a preguntarse si su calidad de vida no
mejoraría renunciando a la fiebre del ganar más y más,
y procurando en cambio centrarse en gastar un poco menos,
o mejor dicho, en gastar mejor.
Esta tendencia del downshifting, que se está extendiendo también
poco a poco por Europa, incluye la idea de alargar la vida útil
de las cosas, procurar reciclarlas, buscar fórmulas prácticas
para compartir el uso de algunas de ellas con parientes
o vecinos, etc. En todo caso, hay siempre un punto común:
el dinero no garantiza la calidad de vida tan fácilmente
como se pensaba.
En busca de un nuevo concepto de austeridad, los
promotores de este estilo de vida buscaron el modo de
renunciar a caprichos y gastos superfluos hasta reducir sus gastos
en un veinte por ciento.
“Lo primero que hay que hacer —suele afirmar Vicki Robin,
uno de sus más cualificados representantes— es averiguar
el grado de satisfacción que nos producen las cosas,
para distinguir una ilusión pasajera de la verdadera satisfacción.
Con esta fórmula cada uno puede detectar los valores que le
proporcionan bienestar y descubrir de qué puede prescindir,
y así alcanzar paso a paso un nuevo equilibrio vital
más satisfactorio.”
Por ejemplo, en la educación o la vida familiar, es frecuente
que los padres, debido a la falta de tiempo para la atención afectiva
de sus hijos, cada vez les compren más cosas, motivados, a veces,
por un cierto sentimiento de culpabilidad…
Toth decía que son muchos los talentos que se pierden por
la falta de recursos, pero muchos más los que se pierden en la blanda
comodidad de la abundancia.
No son pocos los padres que, de tanto trabajar hasta la
extenuación y reducir el número de hijos para poder así gastar más
y más en ellos, hacen que ese dinero mal empleado acabe por
estropearlos… Conseguir que los hijos sepan lo que cuesta
ganar el dinero y sepan administrarlo bien.
Que no acabe sucediendo aquello de que saben el precio de
todo pero no conocen el valor de nada.